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Mike la miró a los ojos. Entre las respuestas, no pestañeaba en absoluto. Era como interrogar a un cadáver.

Mike sacudió la cabeza, para librarse de la traidora idea.

– ¿Era… era la Muerte?

Un pestañeo. Sí.

Cuando ella hubo respondido y cerrado los ojos, Mike se inclinó hacia delante para asegurarse de que todavía respiraba, y entonces le tocó de nuevo la mejilla con la palma de la mano.

– Está bien, Memo -le murmuró al oído-. Estoy aquí. Esta noche no volverá. Duerme.

Estuvo acurrucado cerca de ella hasta que la agitada y entrecortada respiración pareció normalizarse. Después fue en busca del sillón del abuelo y lo arrastró hasta cerca de la cama -aunque la mecedora habría sido más fácil de transportar, él prefería el sillón del abuelo- y se sentó en él, con el bate de béisbol todavía sobre el hombro, y el sillón y él entre Memo y la ventana.

Aquella noche, más temprano y a una manzana y media al oeste de la casa de Mike, Lawrence y Dale se preparaban para irse a la cama.

Habían estado viendo Sea Hunt con Lloyd Bridges a las nueve y media -su única excepción a la norma de acostarse a las nueve-, y habían subido a la planta superior. Dale fue el primero en entrar en la oscura habitación y en buscar a tientas el cordón de la luz. Aunque eran las diez, un débil resplandor del crepúsculo de cerca del solsticio penetraba aún por las ventanas.

Tumbados en sus camas gemelas, con una separación de sólo un par de palmos, Dale y su hermano pequeño se pusieron a hablar en voz baja durante unos momentos.

– ¿Cómo es que no te asusta la oscuridad? -preguntó Lawrence.

Estaba abrazado a su oso panda. El oso, al que Lawrence insistía en llamar Teddy a pesar de que Dale no paraba de decirle que era un panda y no un oso teddy o de felpa, había sido ganado hacía años en la atracción de la carrera de monos del Riverview Park de Chicago, y tenía un aspecto fataclass="underline" era tuerto, casi no le quedaba nada de la oreja izquierda, la piel de la panza se había desgastado en seis años de apretones, y la raya negra de la boca se había torcido para dar a Teddy un aire burlón y afectado.

– ¿Asustarme la oscuridad? -dijo Dale-. Aquí no hay oscuridad. La lamparilla de noche está encendida.

– Ya sabes lo que quiero decir.

Dale sabía lo que su hermano quería decir. Y sabía lo duro que era para Lawrence confesar su miedo. Durante el día, el niño de ocho años no tenía miedo a nada. De noche solía pedir a Dale que le cogiese la mano para poder dormir.

– No lo sé -dijo Dale-. Soy mayor. Cuando se es mayor no se tiene miedo a la oscuridad.

Lawrence guardó silencio durante un minuto. Abajo, las pisadas de su madre apenas eran audibles al ir de la cocina al comedor. Dejaron de oírse al llegar a la alfombra del cuarto de estar. El padre no había vuelto aún de su viaje de ventas.

– Pero tú tenías miedo -dijo Lawrence, sólo preguntando a media voz.

«No era tan gallina como tú», fue la primera respuesta que se le ocurrió, pero no quiso molestar a su hermano.

– Sí -murmuró-. Un poco. A veces.

– ¿De la oscuridad?

– Sí.

– ¿De entrar y tener que buscar el cordón de la lámpara?

– Cuando yo era pequeño y estaba en el piso de Chicago, mi habitación, bueno, nuestra habitación, no tenía un cordón para la lámpara. Había un interruptor en la pared.

Lawrence acercó la mejilla a Teddy.

– Ojalá aún viviésemos allí.

– No -murmuró Dale, cruzando las manos detrás de la cabeza y observando cómo se movían las sombras de las hojas en el techo-. Esta casa es un millón de veces mejor. Y Elm Haven es mucho más divertido que Chicago. Teníamos que ir al Garfield Park cuando queríamos jugar, y nos tenía que acompañar alguna persona mayor.

– Me parece recordarlo -murmuró Lawrence, que sólo tenía cuatro años cuando se trasladaron. El tono de su voz volvió a ser insistente-. Pero ¿tenías miedo a la oscuridad?

– SI.

En realidad, Dale no recordaba haber tenido miedo a la oscuridad en el piso, pero no quería que Lawrence se sintiese como un cobarde.

– 'Y del armario?

– Entonces teníamos un armario muy grande -dijo Dale, mirando hacia el rincón donde había uno de madera de pino pintado de amarillo.

– Pero ¿te daba miedo?

– No lo sé. No me acuerdo. ¿Por qué tienes miedo a éste?

Lawrence tardó en responder. Pareció encogerse más bajo la ropa de la cama.

– A veces se oyen ruidos en él -murmuró después de un rato.

– En esta vieja casa hay ratones, tonto. Ya sabes que mamá y papá siempre están poniendo ratoneras.

Dale aborrecía tener que inspeccionar las ratoneras. Por la noche oía con frecuencia carreras en las paredes, incluso aquí, en la segunda planta.

– No son ratones.

No había vacilación en la voz de Lawrence, aunque parecía soñoliento.

– ¿Cómo lo sabes? -A su pesar, Dale sintió un escalofrío por lo que acababa de decir su hermano-. ¿Cómo sabes que no son los ratones? ¿Qué te imaginas que es? ¿Algún monstruo?

– No son ratones -murmuró Lawrence, a punto de dormirse-. Es lo mismo que está a veces debajo de la cama.

– No hay nada debajo de la cama -gruñó Dale, cansado de la conversación-. Excepto pelusa.

En vez de seguir hablando, Lawrence extendió la mano en el corto espacio entre las camas.

– ¡Por favor!

Su voz era confusa por el sueño. La manga sólo le cubría la mitad del antebrazo porque se le había quedado demasiado pequeño su pijama predilecto, pero se negaba a llevar otro.

A veces Dale se negaba a sostener la mano de su hermano; después de todo, los dos eran demasiado mayores para esto. Pero esta noche era diferente. Dale se dio cuenta de que también él necesitaba tranquilizarse.

– Buenas noches -murmuró, sin esperar respuesta-. Que tengas bellos sueños.

– Me alegro de que esto no te asuste -le respondió Lawrence.

Su voz parecía venir de otro mundo, filtrada por el velo del sueño.

Dale sostuvo con la mano izquierda la de Lawrence, sintiendo lo pequeños que parecían todavía los dedos de su hermano. Cuando cerró los ojos, vio el cañón del 22 de C. J. Congden apuntándole a la cara y se despertó enseguida, con el corazón palpitante.

Dale sabía que aún había cosas oscuras que le asustaban. Pero éstos eran miedos reales, amenazas reales. Durante las próximas semanas tendría que tener más cuidado en mantenerse alejado de C. J. y de Archie.

En aquel momento se dio cuenta de que el juego a que habían estado jugando al buscar a Tubby Cooke y seguir a Roon y a los otros por ahí había terminado. Era una tontería y alguien podría salir malparado.

No había misterios en Elm Haven, nada de aventuras de Nancy Drew o Joe Hardy, con pasadizos secretos y pruebas ingeniosas, sino sólo un puñado de cretinos como C. J. y su padre, que podían causar auténtico daño si uno se interponía en su camino. Jim Harlen probablemente se había roto el brazo y el coco por andar espiando estúpidamente por aquellos andurriales. Además aquella tarde había tenido la impresión de que Mike y Kevin también se estaban cansando de todo aquel juego.

Mucho más tarde, Lawrence suspiró y se dio la vuelta en sueños, sujetando todavía a Teddy pero soltando la mano de Dale. Éste se volvió sobre el costado derecho, empezando a adormilarse. Más allá de los postigos de las dos ventanas, susurraban las hojas del alto roble y los grillos cantaban sus tontas tonadas entre la hierba. El último resplandor de la tarde se había extinguido hacía tiempo en la ventana, pero unas cuantas luciérnagas enviaban señales entre la negrura de las sombras.

Al adormecerse, le pareció oír a su madre planchando abajo, en la cocina. Durante un rato no se oyó nada en la habitación, salvo la respiración regular de los dos muchachos. Fuera, una lechuza o una paloma emitió sonidos guturales. Después, más cerca, en el armario del rincón, algo escarbó y arañó, se detuvo, y después rascó por última vez antes de guardar silencio.