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Duane McBride había convencido a su tío Art de que el miércoles sería un buen día para ir a la biblioteca de la Universidad -Art había gastado en libros la mayor parte de su dinero durante años, pero de vez en cuando todavía le gustaba visitar una «biblioteca decente»- y salieron poco después de las ocho de la mañana.

Lo que tío Art no había gastado en libros lo había invertido en su coche, un Cadillac de un año, y Duane no hacía más que maravillarse de aquel vehículo, que por su tamaño parecía un acorazado. Tenía todos los adelantos tecnológicos conocidos en Detroit, incluido un amortiguador automático de los faros, con un sensor en forma de disparador de rayos que surgía de los guardabarros; parecía un invento del padre de Duane. El tío Art conducía con tres dedos sobre el volante, reclinado su voluminoso cuerpo en los cojines de su asiento.

Duane apreciaba a su tío. Art tenía una de esas caras coloradas y redondas que combinaba a la perfección con una boca que siempre parecía estar a punto de sonreír, dando la impresión de que le divertía algo que se había dicho o que iba a decirse. Generalmente, esto era verdad en el tío Art.

Art McBride era un ironista. Si el padre de Duane había caído en la amargura y el desengaño al no conseguir salir adelante, el tío Art había cultivado una resignación irónica que había impregnado de humor. El padre de Duane tendía a ver conspiraciones e intrigas en el Gobierno, en la Compañía Telefónica, en la Administración de Veteranos, en las familias más eminentes de Elm Haven, mientras el tío Art creía que la mayoría de los individuos y todas las burocracias eran demasiado estúpidos para urdir una conspiración.

Cada hermano había fracasado a su manera. El padre de Duane había visto fracasar su negocio por defectos de planificación, de tiempo y de técnicas de dirección que nunca comprendían la eficacia en toda la energía de maníaco que invertía en ellas. Además, el viejo insultaba invariablemente a todos los individuos u organizaciones indispensables para el éxito de su empresa. En cambio el tío Art sólo se había metido unas pocas veces en negocios, había gastado sus ganancias en tres esposas, todas ellas fallecidas, y tenía el convencimiento de que los negocios no se habían hecho para él. Art trabajaba en la fábrica de tractores oruga próxima a Peoria cuando necesitaba dinero. Aunque se había graduado en ingeniería y en ciencias empresariales, prefería la producción en cadena.

Duane pensaba que la tendencia a una resignación irónica y la capacidad de asumir responsabilidades no se avenían necesariamente demasiado.

– ¿Qué conocimiento esotérico estás buscando en la biblioteca de Bradley? -preguntó el tío Art.

Duane se subió las gafas sobre la nariz con un dedo.

– Sólo una cosa que quería saber y no pude encontrar en Oak Hill.

– ¿Has mirado en la biblioteca de Elm Haven? Es el más grande depositario de conocimientos desde la Biblioteca de Alejandría

Duane sonrió. La «biblioteca» de una habitación de Broad Avenue era motivo de bromas entre ellos desde hacía tiempo. Tenía unos cuatrocientos volúmenes. La biblioteca del tío Art tenía más de tres mil. Duane habría buscado allí información sobre la Campana Borgia, pero conocía lo bastante aquella biblioteca como para saber que Art tenía muy poco sobre la era de los Borgia.

– ¿He dicho depositario de conocimientos? -siguió diciendo el tío Art-. Hubiese debido decir supositorio. Es buena cosa para cualquiera que esté sin trabajo.

– Sí -dijo Duane.

El tío Art estaba buena parte del año sin trabajo porque escaseaba la demanda de trabajadores en cadena, pero no parecía importarle.

– En serio, ¿qué estás buscando?

Tío Art apagó el acondicionador de aire y apretó un botón para bajar el cristal de la ventanilla. Entró aire cálido y húmedo. Art se pasó una mano por los cortos cabellos; Duane recordó, por las pocas veces que el tío Art se había dejado crecer el pelo, que éste era blanco y lustroso, ondulado y espeso. Generalmente lo llevaba al cepillo, como ahora. Duane recordó también que cuando él era pequeño y tío Art volvió de uno de sus largos viajes, después de la muerte de su tercera esposa, había confundido a su barbudo tío con Santa Claus.

Duane suspiró.

– Estoy buscando algo sobre los Borgia.

El tío Art pestañeó, interesado.

– ¿Los Borgia? ¿Lucrecia, Rodrigo, César… y toda aquella pandilla?

– Sí -dijo Duane, incorporándose sobre los cojines-. ¿Sabes mucho sobre ellos? ¿Has oído hablar alguna vez de una campana que tenían?

– No. No sé mucho sobre los Borgia. Sólo los chismes acostumbrados sobre envenenamientos, incestos y malos papas. Me interesan más los Médicis. Esta sí que es una familia digna de estudio.

Duane asintió con la cabeza. Habían estado viajando hacia el sudeste por la Hard Road -considerada sólo como la carretera del Estado- desde Elm Haven, y ahora descendían al valle del río Spoon. Las empinadas laderas distaban aproximadamente un kilómetro y medio la una de la otra y los árboles eran aquí tan espesos que ocultaban la carretera; después se abría en un fondo tan rico y de un suelo tan negro, debido a las frecuentes inundaciones, que el maíz crecía un palmo y medio más alto que el de los campos que rodeaban Elm Haven. Las únicas construcciones visibles eran unos pocos graneros y el puente metálico de la carretera sobre el río. En el puente, una estrecha pasarela conducía a una torre de acero ondulado, en forma de silo y de no más de un metro veinte de diámetro, que se apoyaba en una base de hormigón, nueve metros más abajo. Duane sabía que sólo había en ella una escalera de caracol por la que se bajaba a un almacén de la carretera a nivel del río.

– ¿Recuerdas cuando papá y tú me amenazabais con dejarme aquí si no dejaba de hacer preguntas durante el viaje a Peoria? -dijo Duane, señalando la torre de metal ondulado-. Solíais decir que la torre era una prisión para niños charlatanes. Y decíais que me recogeríais al volver a casa.

El tío Art asintió con la cabeza y encendió un cigarrillo con el encendedor del coche. Entrecerró los ojos azules para mirar hacia los espejismos que fluctuaban en la estrecha carretera, delante de ellos.

– Una advertencia que todavía está vigente, muchacho. Una pregunta más, y vas a pasar más tiempo que Thomas More en una torre cárcel.

– Thomas ¿qué? -preguntó Duane.

Le estaba dando cuerda al tío Art. Ambos eran grandes fans de Thomas More.

– ¡Ése sí que es un hombre! -empezó tío Art, lanzándose a uno de sus monólogos.

Llegaron a la autopista 150 y torcieron al este en dirección a la pequeña población de Kickapoo, y después a Peoria. Duane se retrepó en los mullidos cojines del Cadillac y pensó en la Campana Borgia.

Dale, Mike, Kevin y Lawrence habían salido aquella mañana del pueblo, poco después de desayunar, dirigiéndose hacia el este por las boscosas colinas de detrás del cementerio del Calvario. Condujeron las bicis a través del propio cementerio -Mike miró hacia la puerta cerrada con candado de la barraca, pero sin decir nada a los otros muchachos- y las dejaron junto a la valla de atrás. Cruzaron los pastos, entraron en el espeso bosque, y a menos de medio kilómetro llegaron a una cantera a la que llamaban Montañas del Macho Cabrío. Aquí treparon y gritaron y arrojaron terrones durante una hora, antes de desnudarse y bañarse en la única charca poco profunda que allí había.

Gerry Daysinger, Bob McKown, Bill y Barry Fussner, Chuck Sperling, Digger Taylor y un par de muchachos más llegaron a eso de las diez, precisamente cuando Dale y los demás se estaban vistiendo. Los gemelos Fussner empezaron a gritar, y los restantes invasores comenzaron a arrojar terrones (Mike, Dale y los otros habían tenido la precaución de pasar al lado este de la cantera antes de bañarse) y ambos bandos intercambiaron insultos y terrones sobre el agua hasta que los recién llegados se dividieron en dos grupos y empezaron a correr alrededor de los bordes cubiertos de hierba de los peñascos.