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– Intentan pillarnos por los flancos -dijo Mike, abrochándose los tejanos.

Kevin lanzó un terrón que cayó a diez metros del peñasco del norte. Daysinger lanzó un insulto y siguió corriendo por el borde del peñasco, deteniéndose de vez en cuando para coger una piedra del suelo y arrojarla.

Dale ayudó a Lawrence a ponerse las bambas. Lanzó un terrón, no una piedra, y tuvo la satisfacción de ver que Chuck Sperling tenía que agacharse.

Terrones y piedras llovían ahora a su alrededor, cayendo en el agua de la pequeña laguna o sobre los montones de polvo de detrás de ellos. Los invasores habían alcanzado el lado opuesto de la cantera y se acercaban desde el norte y el sur.

Pero el bosque comenzaba a seis metros más allá de la cantera y se extendía durante kilómetros.

– Recuerda -dijo Mike- que si te pillan tienes que sujetarte contra el suelo antes de que te hagan prisionero. Si te desprendes, puedes seguir corriendo.

– Sí -dijo Kevin, mirando hacia el bosque-. Vamos allá, ¿no?

Mike agarró de la camiseta al otro muchacho.

– Pero si te capturan, no les digas dónde están los campamentos ni cuáles son las contraseñas. ¿De acuerdo?

Kevin puso cara de disgusto. Jim Harlen les había fallado una vez -todavía no podían usar el que había sido Campamento Cinco debido a aquello-, pero ninguno se había chivado nunca, aunque una vez la cosa había terminado a puñetazos entre Dale y Digger Taylor.

Los atacantes se habían acercado lo suficiente para pensar que su maniobra de tenaza podía dar resultado. Silbaban terrones en el aire y caían entre la maleza. Lawrence apuntó y lanzó uno lo bastante fuerte contra Gerry Daysinger, a unos treinta pasos de distancia, para que el muchacho mayor cayese de culo en el suelo y soltase una sarta de maldiciones.

– ¡Campamento Tres! -gritó Mike, para indicarles dónde debían tratar de reunirse dentro de media hora, después de haber burlado a los atacantes-. ¡En marcha!

Dale trató de no perder a Lawrence mientras corrían entre los matorrales del espeso bosque; Kevin y Mike giraron hacia el sur en dirección a Gypsy Lane y el barranco por el que fluía el Arroyo de los Cadáveres al pie de los acantilados de pizarra, y Dale y su hermano corrieron hacia el riachuelo que discurría al norte del cementerio y el oculto estanque que se encontraba a lo largo de la linde sur de la propiedad de su tío Henry y de su tía Lena.

Detrás de ellos, los gemelos Fussner, McKown y los otros gritaban y ladraban como perros raposeros en una cacería. Pero el bosque tenía aquí mucha vegetación nueva, arbolitos, arbustos, matojos y zumaques, y todos tenían demasiado trabajo en correr y perseguir o correr y huir para perder tiempo lanzando terrones.

Siempre corriendo y tirando en ocasiones de Lawrence para desviarse de algún viejo sendero o subir una cuesta, Dale trataba de mantenerse lejos de sus perseguidores mientras se imaginaba un mapa y buscaba la manera de volver al Campamento Tres sin darse de manos a boca con la pandilla perseguidora.

Resonaban en las colinas los gritos de captura y de agresión.

La biblioteca de la Universidad de Bradley no era la mejor -porque estaba especializada en educación, ingeniería y ciencias empresariales-, pero Duane la conocía y pronto encontró alguna información sobre el tema que le interesaba. Pasó del fichero a los estantes, al catálogo, a los microfilmes y de nuevo a los estantes, mientras el tío Art, sentado en uno de los sillones de la sala principal, repasaba diversos diarios y revistas de los últimos dos meses.

En realidad no había mucho material sobre los Borgia, y menos aún sobre la campana. Duane tuvo que desbrozar todos los datos superficiales antes de encontrar la primera clave.

Fue una pequeña nota en un largo pasaje sobre la coronación de los Papas:

Fue un escándalo para los italianos y una sorpresa incluso para sus parientes españoles cuando Su Excelencia Don Alfonso de Borja, arzobispo de Valencia, cardenal de Quattro Coronati, fue elegido papa a los setenta y siete años en el Cónclave de 1455. Pocos discutieron que las cualidades principales del cardenal fueran su edad avanzada y su delicado estado de salud; el Cónclave necesitaba un papa de transición y nadie dudaba de que Borgia, como los italianos habían suavizado el tosco apellido español, sería precisamente el Sumo Pontífice.

Como papa Calixto III, Borgia pareció encontrar una renovada energía en su posición y procedió a consolidar el poder papal y a lanzar una nueva Cruzada, que resultó ser la última, contra el dominio de Constantinopla por los turcos.

Para celebrar su papado y la gloria de la Casa Borgia, Calixto III encargó una gran campana, que debía forjarse con metal extraído de los fabulosos montes de Aragón. Se forjó la campana. Según la leyenda, el hierro fue extraído de la famosa Piedra Estrella Coronati, posiblemente un meteorito, pero realmente una fuente de material de la más alta calidad para los metalistas de Valencia y de Toledo durante varias generaciones. Fue exhibida en Valencia en 1457 y enviada a Roma con una majestuosa comitiva que se entretuvo para otras exhibiciones en todas las ciudades importantes de los reinos de Aragón y de Castilla. Y resultó que se entretuvo demasiado.

La campana triunfal de Calixto III llegó a Roma el 7 de agosto de 1458. Pero el papa de ochenta años no pudo admirarla; había muerto la noche anterior en sus habitaciones privadas.

Duane buscó en el índice y leyó por encima el resto del libro; pero no volvía a mencionar la campana de Calixto III. Hizo una rápida excursión al fichero y volvió con notas para encontrar libros que mencionaban al sobrino Rodrigo del papa Calixto.

Había mucha información sobre Rodrigo. Duane escribió rápidamente, contento de haber traído varias libretitas.

El cardenal de veintisiete años, Rodrigo Borgia, había sido el principal inspirador del Cónclave de 1458. Ni remotamente candidato al papado, el joven Borgia había influido ingeniosamente en la elección del próximo pontífice consiguiendo apoyo para el obispo Aeneas Silvius Piccolomini, que salió del Cónclave como papa Pío II. Pío II no olvidó la ayuda del joven cardenal cuando la había necesitado, y el antiguo Piccolomini se aseguró de que los años siguientes fuesen prósperos para el joven Rodrigo Borgia.

Pero no se mencionaba ninguna campana. Duane leyó rápidamente dos libros y hojeó un tercero antes de encontrar la clave siguiente. Era un relato escrito por el propio Piccolomini. El papa Pío II parecía haber sido un cronista nato, más historiador que teólogo. Sus notas sobre el cónclave de 1458, prohibidas por las normas y la tradición, mostraban con gran detalle cómo había inducido a Rodrigo Borgia a apoyarle y lo importante que había sido su apoyo. Y en un pasaje referente al Domingo de Ramos de 1462, o sea cuatro años más tarde, Pío II describía una magnífica procesión celebrada en honor de la llegada de la cabeza de San Andrés a Roma. Duane sonrió al leer esto: una celebración por la llegada de una cabeza. El pasaje era bastante elocuente:

Todos los cardenales que vivían a lo largo del trayecto habían adornado magníficamente sus casas, pero todos eran superados en gastos, esfuerzo e ingenio por Rodrigo, el vicecanciller. Su enorme e imponente mansión, que había construido donde había estado la antigua casa de la moneda, estaba cubierta de ricos y maravillosos tapices, y además había levantado un magnífico dosel del que pendían muchas y variadas maravillas. Sobre el dosel, enmarcada por un complicado y decorativo trabajo en madera, pendía la gran campana encargada por el hermano del vicecanciller, Nuestro predecesor. A pesar de su novedad, se decía que la campana había sido talismán y fuente de poder para la Casa Borgia.

La procesión se detuvo delante de la fortaleza del vicecanciller, un lugar de dulces canciones y sonidos, o un gran palacio resplandeciente de oro, como dicen que era el de Nerón. Rodrigo había adornado no sólo su propia casa para Nuestra celebración, sino también las próximas, de manera que toda la plaza parecía una especie de parque rebosante de bulliciosos festejos.