Ofrecimos bendecir la casa de Rodrigo y la campana, pero el vicecanciller declaró que la campana había sido consagrada a su manera dos años antes, cuando fue construido el palacio. Perplejos, continuamos con Nuestra preciosa reliquia a través de las devotas y alegres calles.
Duane sacudió la cabeza, se subió las gafas y sonrió. La idea de que aquella campana se encontraba olvidada en el cerrado campanario de Old Central le parecía inverosímil.
Comprobó sus notas, revisó los estantes, sacó algunos otros libros y volvió a su mesa de estudio. Había más.
El Campamento Tres estaba en una ladera a menos de medio kilómetro al nordeste del cementerio. El bosque era allí espeso, con las ramas de los árboles a un metro y medio del suelo en muchos lugares y la maleza dificultando el paso, salvo en los pocos senderos que habían abierto el ganado y los cazadores a través de la espesura. El Campamento Tres parecía un bosquecillo más de arbustos visto desde todos los ángulos, con múltiples troncos del grueso de la muñeca de un niño y una maraña de ramas en lo alto que casi se confundían con el dosel de hojas de los árboles. Pero si uno se ponía de rodillas en el sitio adecuado y se arrastraba en el laberinto de zarzas y tallos en la dirección exacta, aparecía la entrada a un lugar realmente maravilloso.
Dale y Lawrence fueron los primeros en llegar, jadeando y mirando por encima del hombro, oyendo los gritos de McKown y de los otros a tan sólo cien metros detrás de ellos. Se aseguraron de que nadie les veía, se pusieron a cuatro patas sobre la herbosa ladera y se arrastraron al interior del Campamento Tres.
El interior era tan sólido y seguro como una choza de techo abovedado, de dos metros y medio de diámetro en un círculo casi perfecto; la pared de arbustos permitía mirar al exterior por algunas rendijas, pero hacía completamente invisibles a sus ocupantes desde fuera. Algún capricho de la naturaleza, debido tal vez a los arbustos que parecían haber montado allí una empalizada, hacía que el suelo fuese casi nivelado pese a que el resto de la ladera era bastante empinado. En el círculo crecía una hierba baja y suave que proporcionaba una superficie tan lisa como el césped de un golf en miniatura.
Dale se había escondido una vez en el Campamento Tres durante una fuerte tormenta de verano y había quedado tan seco como si hubiese estado en su habitación. Un invierno de nieve, él, Lawrence y Mike habían caminado a través del bosque y habían encontrado el Campamento Tres con algún esfuerzo porque los árboles Y arbustos parecían completamente distintos sin su follaje, pero se habían arrastrado al interior y habían visto que casi no había nieve en él y que la empalizada circundante los ocultaba tan bien como siempre.
Ahora él y su hermano estaban tumbados allí, jadeando lo más silenciosamente posible y escuchando los gritos excitados de McKown y de los otros que corrían entre los árboles.
– ¡Vinieron por aquí! -dijo la voz de Chuck Sperling.
Estaba en el viejo sendero que pasaba a seis metros del Campamento Tres. De pronto se oyó un rumor y unos chasquidos en el exterior; Dale y Lawrence levantaron como lanzas los palos que llevaban y Mike O'Rourke se deslizó por el bajo túnel. Mike tenía la cara colorada y los ojos azules brillantes. En la sien izquierda llevaba una fina línea de sangre producida por alguna rama. Sonreía ampliamente.
– ¿Dónde es…? -empezó a decir Lawrence.
Mike le tapó la boca con la mano y sacudió la cabeza.
– Ahí fuera -murmuró.
Los tres muchachos se tumbaron de bruces sobre la hierba, con las caras pegadas a los tallos de los arbustos.
– ¡Maldita sea! -dijo Digger Taylor desde menos de un metro y medio cuesta arriba-. Yo vi a O'Rourke que venía por aquí.
– ¡Barry! -Ahora era la voz de Chuck Sperling, que gritaba fuera de la espesura-. ¿Les ves por ahí abajo?
– No -gritó el más gordo de los gemelos Fussner-. Nadie ha bajado por el sendero.
– ¡Mierda! -dijo Digger-. Yo lo vi. Y esos estúpidos de Steward también corrían en esta dirección.
En el Campamento Tres, Lawrence cerró un puño y empezó a levantarse. Dale tiró de su hermano hacia abajo, aunque uno podía ponerse en pie dentro del círculo sin ser visto. Dale impuso silencio con un ademán, pero no pudo contener una sonrisa al ver lo colorado que se ponía Lawrence. Aquel fuerte rubor era señal segura de que su hermano estaba a punto de bajar la cabeza y embestir a alguien. Lo había visto bastante a menudo.
– Tal vez volvieron cuesta arriba hacia el cementerio o dieron vuelta hacia la mina a cielo abierto.
Era la voz de Gerry Daysinger, a menos de cinco metros del Campamento.
– Miremos primero por aquí -ordenó Sperling en el tono de superioridad que empleaba en la Pequeña Liga, porque su padre era el entrenador.
Mike, Dale y Lawrence sostenían sus palos como rifles, mientras escuchaban los golpes que los muchachos daban en la maleza de la ladera, buscando detrás de troncos caídos y hurgando entre los arbustos.
Alguien introdujo realmente un palo en el lado sur del Campamento Tres; pero era como pinchar una pared maciza. A menos que uno conociese los recovecos del lado este y se deslizase por un agujero más estrecho que una tubería de cloaca, no tenía manera de encontrar la entrada.
O por lo menos así lo esperaban ansiosamente los muchachos en el Campamento Tres.
Sonaron gritos en el sendero, más arriba.
– Han pillado a Kev -murmuró Lawrence, y Dale asintió con la cabeza y le impuso silencio de nuevo.
El ruido de botas y de bambas se alejó en el sendero. Se oyeron gritos. Mike se sentó en el suelo y sacudió la hierba y los restos de polvo de su camiseta a rayas.
– ¿Crees que Kev nos delatará? -preguntó Dale.
Mike sonrió.
– No. Quizá les muestre el Campamento Cinco o la Cueva. Pero no el Campamento Tres.
– Ellos ya saben dónde está el Campamento Cinco desde el verano pasado -dijo Lawrence en voz baja, ahora que ya no tenía necesidad de hacerlo-. Y no utilizamos la Cueva.
Mike se limitó a hacer un guiño.
Permanecieron tumbados durante otra media hora, cansados después de dos horas de carrera por el monte y de la descarga de adrenalina originada por la persecución. Compararon situaciones apuradas, lamentaron la captura de Kevin -sería un prisionero si no se pasaba a ellos para ayudarles en la caza- y sacaron cosas de los bolsillos para comer. Ninguno había traído una auténtica ración; pero Mike había guardado una manzana en el bolsillo del tejano. Dale tenía una barra de Hershey de almendra que se había derretido y sobre la que se había sentado repetidamente, y Lawrence traía una cajita Pez en la que quedaban algunos caramelos. Comieron lo que llevaban con satisfacción, y se tumbaron para contemplar los pequeños fragmentos de luz de sol y de cielo visible entre el casi macizo techo de ramas.
Estaban discutiendo si debían marcharse para montar una emboscada cerca de la cantera, cuando de pronto Mike les impuso silencio y señaló cuesta arriba.
Dale se tendió de bruces, acercando la cara a los troncos de los arbustos, tratando de encontrar una de las pocas posiciones desde las que pudiese atisbar el sendero.
Vio unas botas. Unas botas de hombre, grandes y de color marrón. Durante unos instantes pensó que aquel tipo llevaba unas vendas sucias de barro, pero entonces se dio cuenta de que eran lo que le había dicho Duane que usaban los soldados. ¿Cómo lo había llamado? «Polainas.» Había alguien plantado a menos de dos metros del Campamento Tres, que llevaba botas y polainas. Dale sólo podía ver un trozo de pernera de lana marrón abombada por encima de aquellas envolturas que parecían vendas.
– ¿Qué…? -murmuró Lawrence, esforzándose en ver.
Dale se volvió y le tapó la boca. Lawrence se liberó Y le dio un golpe, pero guardó silencio.