Cuando Dale miró de nuevo, las botas habían desaparecido. Mike le dio una palmada en el hombro y señaló con la cabeza hacia la pared este del círculo.
Unas pisadas aplastaron hojas y rompieron ramitas delante mismo de la entrada secreta.
Duane estaba encontrando más de lo que realmente quería saber sobre los Borgia.
Leía rápidamente y por encima, como acostumbraba a hacer cuando trataba de acumular una gran cantidad de información en su cerebro en el menor tiempo posible. Esto le producía una sensación extraña; Duane lo comparaba con el efecto producido por uno de sus aparatos de radio de confección casera cuando estaba mal sintonizado y captaba varias emisoras al mismo tiempo. Esta clase de aprendizaje a gran velocidad le fatigaba y mareaba un poco; pero no tenía alternativa. El tío Art no se iba a pasar todo el día en la biblioteca.
Lo primero que aprendió fue que casi todo lo que sabía sobre los Borgia por el «acervo común» estaba equivocado o tergiversado. Se detuvo un momento, chupando la varilla de las gafas y sin mirar a ninguna parte, reconociendo que este hecho inicial de inseguridad en el conocimiento general afectaba a la mayor parte de las cosas serias que había aprendido en los últimos años. Nada era tan sencillo como pretendían los idiotas. Se preguntó si esto sería una ley fundamental del universo. En tal caso, le horrorizaba pensar en los años que tendría que pasar tratando de desaprender antes de poder empezar a aprender de veras. Examinó los estantes del sótano, los miles y miles de libros, y se desanimó al pensar que nunca podría leerlos todos, que nunca podría comparar las opiniones, los hechos y los puntos de vista contrapuestos que contenía aquel sótano, y mucho menos en todas las bibliotecas de Princeton, Yale, Harvard y todas las otras universidades que quería visitar y en las que quería aprender.
Salió de su ensimismamiento, puso las gafas en su sitio y repasó las notas que había tomado. Primero: más que culpable, Lucrecia Borgia parecía ser víctima de la mala fama en todas las leyendas que habían llegado a conocimiento de Duane: nada de un anillo con veneno para acabar con los amantes y los invitados a una cena; nada de banquetes con cadáveres amontonados como haces de leña al servirse el postre. No; Lucrecia aparecía como víctima de historiadores malévolos. Duane miró algunos de los volúmenes amontonados sobre su mesa: la Historia de Italia de Guicciardini, El Príncipe de Maquiavelo y sus Discursos y extractos de La Historia de Florencia y las Cosas de Italia, los Comentarios de Piccolomini-Pío, el libro de Gregorovius sobre Lucrecia, el Liber Notarum de Burchard, con sus notas sobre las trivialidades de la corte papal durante aquel período. Pero nada más sobre la campana.
Entonces, cediendo a una corazonada, examinó las fuentes originales sobre Benvenuto Cellini, uno de los personajes históricos predilectos de su padre, aunque Duane sabía que el turbulento artista había nacido en 1500, ocho años después de que Rodrigo Borgia se convirtiese en el papa Alejandro VI.
En una ocasión, Cellini escribió sobre su encarcelamiento en el castillo de Sant Angelo, la enorme e imponente masa de piedra que había construido Adriano como mausoleo de la familia mil cuatrocientos años antes. El papa Alejandro VI, Rodrigo Borgia, había hecho fortificar y reformar el inmenso sepulcro como lugar de residencia. Habitaciones y recintos de piedra, que sólo habían conocido cadáveres, oscuridad y deterioro durante más de mil años, se habían convertido en hogar y fortaleza del papa Borgia.
Cellini había escrito sobre esto:
Fui encerrado en un sombrío calabozo por debajo del nivel de un jardín encharcado y que estaba lleno de arañas y de gusanos venenosos. Me arrojaron un horrible colchón de tosco cáñamo, no me dieron de cenar y cerraron cuatro puertas tras de mí. Durante una hora y media cada día, recibía un poco de luz tenue que penetraba en aquella terrible caverna a través de una abertura muy estrecha. El resto del día y de la noche, moraba en la oscuridad. Y ésta era una de las celdas menos espantosas. Por mis desdichados compañeros tuve noticia de las almas condenadas que pasaron sus últimos días en los pozos más viles, las profundas mazmorras instaladas en el fondo del hueco donde estaba la infame Campana del malvado papa Borgia. Circuló por Roma y las provincias el rumor de que esta campana había sido fundida con metal maligno, consagrada con malas acciones y colgada, incluso ahora, como signo manifiesto del pacto entre el antiguo papa y el mismo Diablo. Cada uno de los que estábamos en aquellas celdas, acurrucados en una agua rancia y comiendo mendrugos asquerosos, sabíamos que el toque de aquella campana anunciaría el fin del mundo. Confieso que había veces en que de buen grado habría escuchado aquel toque.
Duane tomó rápidamente notas. Su curiosidad iba en aumento. No volvía a mencionarse la campana en la autobiografía o las notas de Cellini, pero un pasaje anterior sobre el artista Pinturicchio, evidentemente más contemporáneo del papa Borgia que el propio Cellini, parecía revelador:
Por orden y en interés de su papa…
Duane comprobó para estar seguro de que este papa era Alejandro, o sea Rodrigo Borgia. Lo era.
Por orden y en interés de su papa, este pequeño artista sordo y bajito…
Duane releyó rápidamente unas hojas para asegurarse de que Cellini hablaba del Pinturicchio, el artista de Borgia. Así era.
… mezquino y de apariencia tal cual era, empezó a pintar los murales que llenaron la Torre Borgia con sorprendente efecto, culminando en el Salón de los Siete Misterios de los tenebrosos Apartamentos Borgia.
Duane suspendió la lectura del pasaje de Cellini para consultar sobre la Torre Borgia. Una guía de las construcciones vaticanas decía que era la maciza torre que el papa Alejandro VI había ordenado añadir al palacio del Vaticano. Una adición anterior del papa Sixto había sido un oscuro y aireado almacén llamado Capilla Sixtina. El papa Inocencio había preferido una agradable casa de verano en el fondo de los jardines del Vaticano. Borgia construyó una torre. Una nota, en un volumen sobre arquitectura de 1886, mencionaba que la Torre Borgia había sido diseñada con un macizo campanario en lo alto de la fortaleza en forma de columna; pero nadie, salvo el papa y sus hijos ilegítimos, podían ascender a aquella altura de la torre a través de un laberinto de puertas cerradas y pasillos.
Duane volvió a las notas de Cellini:
Pinturicchio, por orden del pontífice, descendió a la Ciudad Muerta, debajo de la Ciudad, en busca de inspiración y modelos para los murales de la Vivienda Borgia. No eran las catacumbas cristianas, con sus huesos santificados, sino las excavaciones al azar de la Roma pagana, en toda su gloria decadente.
Se decía que el Pinturicchio llevaba aprendices y colegas curiosos en aquellas expediciones subterráneas: imaginaos la luz de las antorchas a lo largo de aquellos túneles llenos de despojos de los césares, las entradas en las cámaras, los pasillos, las moradas, las calles enteras de muertos romanos, yaciendo como arterias olvidadas debajo de los callejones llenos de hierba de nuestra ciudad viviente pero reducida; imaginaos las exclamaciones cuando el Pinturicchio, después de espantar a las ratas gigantescas y a las bandadas de murciélagos que se alimentaban de desechos y de oscuridad, levantó su antorcha para iluminar las decoraciones paganas de hombres que habían muerto hacía quince siglos y más.
Este hombrecillo e impío artista llevó aquellos dibujos e imágenes paganas a las dependencias del papa Borgia en su Torre. Dentro de las cámaras secretas más privadas del papa corrompido, prevalecieron estas imágenes paganas, cubriendo paredes, arcos, techos e incluso la maciza campana de hierro que se decía que era talismán del Borgia en lo alto de la Torre.