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Los ignorantes aún las siguen llamando pinturas «grotescas» porque fueron encontradas y copiadas en profanas cavernas subterráneas, o grotte, en la oscuridad de debajo de Roma.

El tío Art se inclinó sobre el hombro de Duane y dijo:

– Qué, ¿ya nos podemos marchar?

El muchacho se sobresaltó, se acomodó las gafas sobre la nariz y se sonó.

– Espera un momento.

Mientras el tío Art miraba con impaciencia los estantes próximos, Duane hojeó los últimos volúmenes. Sólo encontró otra mención de la campana, que de nuevo estaba relacionada con el arte de aquel insignificante pintor de murales llamado Pinturicchio.

Pero en la cámara que conducía del Salón de los Siete Misterios a la escalera cerrada que ascendía a la torre de la campana donde sólo podían subir los Borgia, el pintor había reproducido la esencia de los murales enterrados y olvidados que había estudiado a la luz de las antorchas mientras goteaba agua de la piedra rota. En lo que más tarde sería llamado Salón de los Santos, debido a los siete grandes murales que allí había, el Pinturicchio había terminado su encargo llenando todos los espacios entre las pinturas, todos los arcos, rincones y columnas, con cientos -algunos expertos dicen miles- de imágenes de toros.

El misterio no es que apareciesen toros en su obra o en este lugar oculto; el toro era el emblema de la familia Borgia; el benévolo buey había sido, desde hacía tiempo, metáfora de la procesión papal.

Pero estos toros, repetidos casi hasta el infinito en los oscuros pasillos, grutas y entrada a la escalera prohibida sobre el Salón de los Siete Misterios, no eran ninguno de aquellos emblemas.

No era el símbolo noble de los Borgia, ni el buey pacífico. En estas dependencias había sido reproducida innumerables veces la estilizada pero inconfundible figura del toro del sacrificio de Osiris, el dios egipcio que imperaba en el reino de los muertos.

Duane cerró el libro y se quitó las gafas.

– ¿Listo ya? -preguntó el tío Art.

Duane asintió con la cabeza.

– Podríamos probar en aquel McDonald's de War Memorial Drive, donde sirven a los clientes en los coches. Las hamburguesas cuestan veinticinco centavos, pero son bastante buenas.

Duane asintió con la cabeza, mientras seguía pensando, y siguió al tío Art fuera del sótano y a la luz del día.

Las pisadas fuera del Campamento Tres se habían detenido. No habían retrocedido ni se habían alejado; simplemente se habían detenido. Mike, Dale y Lawrence esperaban agachados junto a la baja entrada, casi sin atreverse a respirar para no hacer ruido. Los sonidos del bosque sonaban muy claros: una ardilla chillando contra alguien o algo cuesta arriba, en dirección a la propiedad del tío Henry de Dale; algún grito ocasional de la pandilla de Chuck Sperling, ahora bastante lejos, probablemente al sur de la cantera; el graznido de los cuervos en las copas de los árboles de la otra colina, cerca del cementerio del Calvario. Pero ningún ruido desde detrás del círculo de arbustos, donde debía de estar esperando el soldado invisible.

Dale se deslizó atrás, hacia su anterior punto de observación, pero no vio nada.

De pronto sonó un ruido precipitado en el exterior, unas pisadas que repicaban en el sendero. Susurraron hojas, y los arbustos del lado este del Campamento Tres se agitaron al forzar alguien la estrecha abertura. Dale saltó a un lado y levantó el palo. Mike hizo lo mismo en el otro lado. Lawrence se agachó, con la estaca preparada.

Se levantaron unas ramas, se agitaron las hojas, y Kevin Grumbacher entró a rastras en el herboso círculo.

Dale y Mike se miraron, bajaron los palos defensivos y respiraron con fuerza.

Kevin les hizo un guiño.

– ¿Qué ibais a hacer? ¿Romperme la cabeza?

– Creíamos que eran ellos -dijo Lawrence, bajando el palo con expresión de disgusto.

A Lawrence le gustaba la pelea.

Dale pestañeó, y entonces se dio cuenta de que los otros no habían visto las botas ni las polainas del hombre. Mike y Lawrence pensaban probablemente que el ruido en el exterior había sido causado por la banda de Sperling.

– ¿Vienes solo? -preguntó Mike, agachándose para mirar a lo largo del túnel de ramas.

– Claro que vengo solo. Si no viniera solo, no habría vuelto.

Lawrence miró con ceño al chico mayor.

– No les has hablado del Campamento, ¿verdad?

Kevin dirigió una mirada de disgusto al hermano de Dale y se dirigió a Mike.

– Dijeron que me aceptarían en su bando si les decía dónde teníamos los escondites. Me negué. Entonces el imbécil de Fussner me ató los brazos a la espalda con una cuerda para tender la ropa y me llevaron con ellos como si fuese su esclavo o algo parecido.

Kev extendió los brazos para mostrar las señales rojas en las muñecas y los brazos.

– ¿Cómo pudiste escapar? -preguntó Dale.

Kevin sonrió, con los grandes dientes, los cabellos cortados al cepillo y la nuez de Adán subiendo y bajando, en una divertida imagen del muchacho satisfecho de sí mismo.

– Cuando empezaron a perseguirnos por aquí, Fussner no pudo seguir tirando de mí. El estúpido me ató a un árbol y corrió sendero arriba para ver hacia dónde iban los otros. Como aún tenía los dedos libres, me eché atrás y pude desatar la cuerda.

– Quedaos aquí -murmuró Mike y se deslizó por la abertura sin tocar una rama.

Los otros tres permanecieron sentados en silencio durante varios minutos, Kev frotándose las muñecas y Lawrence comiendo algunos Milk Duds que había traído consigo. Dale, mientras, esperaba un grito, una pelea, alguna señal del hombre al que había visto a través de los arbustos.

Mike volvió a entrar.

– Se han marchado. He oído sus voces por allá, por la Seis del Condado. Parece que Sperling y Digger se marchan a casa.

– Sí -dijo Kevin-. Se estaban cansando de esto. Dijeron que tenían cosas mejores que hacer en casa. Daysinger quería que se quedasen. Los Fussner querían ir con Sperling.

Mike asintió con la cabeza.

– Daysinger y McKown se quedarán por ahí, esperando a que salgamos para tendernos una emboscada. -Con el palo dibujó un mapa en un trozo de suelo sin hierbas cerca de la entrada-. Estoy seguro de que Gerry volverá a la cantera donde hay montones de terrones, para poder vernos si volvemos desde los pastos del tío de Dale o desde los bosques y Gypsy Lane hacia aquí. Probablemente él y Bob se ocultarán en esta tierra alta… -Marcó los senderos, las charcas de la cantera, y un montículo en el lado oeste de los montones de grava-. Hay una especie de hoyo en la cima de la colina más alta, ¿os acordáis?

– Acampamos allí hace un par de veranos -dijo Dale.

Lawrence sacudió la cabeza.

– Yo no me acuerdo.

Dale le dio un codazo.

– Eras demasiado pequeño para pasar con nosotros una noche fuera de casa. -Miró de nuevo a Mike-. Continúa.

Mike trazó unas rayas en la tierra, mostrando un camino desde el Campamento Tres, por encima de la colina, a través de los bosques y los pastos de más allá del cementerio, y subiendo por detrás de la montaña de grava donde imaginaba que esperarían Daysinger y McKown.

– Mirarán en estas tres direcciones -dijo, dibujando unas flechas hacia el sur, el este y el oeste-. Pero si nos escondemos en los pinares de la vertiente sur, podremos subir hasta ellos sin que nos vean.

Kevin frunció el entrecejo, mirando el mapa.

– Los últimos quince metros estaremos al descubierto. Aquella cima sólo es de tierra.

– Cierto -dijo Mike, sin dejar de sonreír-. Tendremos que andar en total silencio. Pero recordad que los huecos en su pequeño fuerte se hallan todos en la otra dirección. Si no hacemos ruido, estaremos encima y detrás de ellos antes de que se den cuenta de nada.

Dale sintió crecer su entusiasmo.

– Y podremos recoger terrones mientras subamos. Tendremos muchas municiones.

Kevin seguía con el ceño fruncido.

– Si nos pillan en campo abierto, estaremos perdidos. Quiero decir que han estado arrojando piedras.