– Si lo hacen -dijo Mike- también nosotros podremos arrojarlas. -Les miró-. ¿Quién está conmigo?
– ¡Yo! -votó Lawrence, casi gritando.
Su cara resplandecía de entusiasmo.
– Sí -dijo Dale, estudiando todavía el mapa y pensando cómo había concebido Mike el complicado plan casi sin vacilación.
Cada palmo del camino que había dibujado entre el Campamento Tres y la colina de tierra quedaba perfectamente disimulado. Dale había recorrido estos bosques durante años, pero no se le habría ocurrido utilizar el hoyo de detrás del cementerio como refugio.
– Sí -dijo otra vez-. Hagamos lo que dices.
Kevin se encogió de hombros.
– Con tal de que no me hagan otra vez prisionero…
Mike les hizo un guiño, cerró un puño y luego se agachó para meterse en la abertura. Los otros le siguieron, haciendo el menor ruido posible.
– Pareces preocupado, chico -dijo el tío Art cuando volvían a casa. Estaban descendiendo al valle del río Spoon. El cielo se hallaba despejado y el calor de junio parecía haber aumentado después de las horas que habían pasado en la biblioteca con aire acondicionado y sin humedad. El tío Art había bajado las ventanillas, aunque el acondicionador de aire del Caddy zumbaba al mismo tiempo que el que entraba a ráfagas por ellas. Miró a Duane-. ¿Puedo ayudarte en algo?
Duane vaciló. Por alguna razón, no parecía adecuado contárselo todo a tío Art. Pero ¿por qué? Lo único que hacía era buscar alguna información antigua acerca de Old Central. Pasaron zumbando por el puente sobre el río Spoon. Duane miró el agua oscura de allá abajo, serpenteando hacia el norte bajo las altas ramas, y después miró de nuevo a su tío. «¿Por qué no?»
Duane le habló de los artículos periodísticos. De la Campana Borgia. De los escritos de Cellini que había encontrado en la biblioteca. Cuando terminó, se sintió extrañamente cansado y confuso, como si hubiese explicado algo vergonzoso sobre sí mismo. Pero al mismo tiempo se sentía aliviado.
El tío Art se puso a silbar y de momento no dijo nada, tamborileando con los dedos sobre el volante. Sus ojos azules parecían enfocar algo que no era la Hard Road. Llegaron a la carretera sin asfaltar que torcía hacia el norte, en dirección a la Seis del Condado. El tío Art giró a la derecha, reduciendo la marcha para que el Cadillac no levantase piedras contra el chasis o saltase con demasiada violencia en los baches.
– ¿Crees que esa campana todavía estará allí? -preguntó al fin-. ¿Crees que aún estará en el colegio?
Duane se ajustó las gafas.
– No lo sé. Nunca había oído hablar de ella. ¿Y tú?
El tío Art sacudió la cabeza.
– En todos los años que he vivido aquí no he oído nada. Desde luego ha sido desde después de la guerra. Era la familia de tu madre la que tenía raigambre en la región. De todas maneras, habría oído algo si esa campana hubiese sido de conocimiento general.
Llegaron a la confluencia de la Seis con la Jubilee College Road, y el tío Art detuvo el coche. Su casa estaba a cinco kilómetros al este por la empedrada Jubilee College Road, pero tenía que llevar a Duane a la suya. Al frente y a su izquierda, la Taberna del Arbol Negro apenas resultaba visible debajo de los olmos y los robles. Ya había unas cuantas camionetas aparcadas aunque todavía era temprano por la tarde. Duane desvió la mirada antes de saber si la camioneta del viejo estaba entre ellas.
– ¿Sabes una cosa? -dijo el tío Art-. Preguntaré por esa campana en el pueblo a algunos de esos vejestorios a los que conozco, y también veré si hay algo sobre la leyenda de esa maldita campana en mi casa. ¿De acuerdo?
Duane se animó.
– ¿Crees que puedes tener algo sobre ella?
El tío Art se encogió de hombros.
– Tal vez tenga más de mito que de metal. Pero siempre me han interesado las cosas sobrenaturales; me gusta desacreditarlas. Así que echaré un vistazo a mis libros de consulta: Crowley y otras obras parecidas. ¿Te parece bien?
– ¡Magnífico! -dijo Duane.
Era como si le hubiesen quitado un gran peso de encima.
Miró antes de bajar la primera cuesta. ¡La camioneta de su padre no estaba en la Taberna del Arbol Negro! Tal vez fuera un buen día. Más allá del cementerio, Duane vio un montón de bicicletas cerca de la valla de atrás: podían ser de Dale y de los otros chicos, y si se apeaba ahora los encontraría en el bosque. Pero sacudió la cabeza. Ya había robado demasiado tiempo a sus quehaceres.
El viejo estaba en casa y sereno, y trabajaba en su huerto que ocupaba una extensión de treinta áreas. Tenía la cara tostada por el sol y parecía tener ampollas en las manos, pero estaba de buen humor y el tío Art se quedó a tomar una cerveza mientras Duane bebía una RC Cola y escuchaba su conversación. El tío Art no mencionó en ningún momento la campana.
Después de marcharse su tío, Duane se arremangó las mangas de la camisa de franela y salió a desherbar, escardar y trabajar los surcos con el viejo. Lo hicieron en amigable silencio durante una hora o dos y después fueron a lavarse para la cena. El viejo se entretuvo con una de sus nuevas máquinas mientras Duane cocinaba las hamburguesas y el arroz y preparaba el café.
Hablaron de política durante la cena. El viejo se refirió a su trabajo en pro de Adlai Stevenson en las anteriores elecciones.
– No sé qué decir de Kennedy -dijo-. Seguro que obtendrá la nominación. Yo no he confiado nunca en los millonarios, aunque sería buena cosa que fuese elegido un católico. Acabaría con una de las discriminaciones del país.
Refirió la infructuosa campaña de Alfred E. Smith en 1928.
Duane había leído algo sobre aquello pero escuchó y asintió con la cabeza, contento de estar con el viejo cuando permanecía sereno y no estaba irritado contra alguien.
– Así que un católico tiene pocas probabilidades de ser elegido -concluyó el viejo.
Siguió sentado un momento, asintió con la cabeza, como confirmando que no había ningún punto flaco en su análisis, y se puso en pie para recoger la mesa, enjuagar los platos bajo el grifo y dejarlos a un lado para lavarlos después.
Duane miró al exterior. Eran más de las cinco, todavía temprano pero la sombra del álamo de detrás de la casa ya se estaba proyectando en la ventana. Hizo la pregunta que había tenido toda la tarde, tratando de mantener la voz natural.
– ¿Vas a salir esta noche?
El viejo se detuvo cuando estaba llenando el fregadero. El vapor le había enturbiado las gafas. Se las quitó y las enjugó con el faldón de la camisa, como considerando la pregunta.
– Supongo que no -dijo al fin-. Tengo algunas cosas que hacer en el taller y pensé que podríamos terminar aquella partida de ajedrez que se está cubriendo de polvo.
Duane asintió con la cabeza.
– Será mejor que vuelva a mis deberes -dijo, terminando el café y dejando la taza sobre el tablero.
Estaba ya en el granero, con el cubo del forraje en la mano, cuando se permitió esbozar una sonrisa.
El ataque por sorpresa fue un éxito total.
Aunque los últimos diez metros habían sido bastante difíciles, al tener que subir arrastrándose sobre la panza por la polvorienta pendiente, sin nada que les protegiese si McKown o Daysinger miraban por encima de sus murallas, Mike, Kev, Lawrence y Dale se habían salido con la suya, a pesar de unas ahogadas risitas nerviosas por parte de Lawrence, y cuando llegaron a la cima sorprendieron a Gerry y a Bob mirando en otra dirección, con sus municiones de terrones amontonados a dos metros detrás de ellos.
Mike fue el primero en lanzar un proyectil y alcanzó a Bob McKown en la espalda, encima mismo de la cintura. Entonces los seis chicos se enzarzaron en un combate desde cerca, lanzándose terrones al tiempo que trataban de protegerse la cara, y después agarrándose y luchando alrededor del borde de la cónica colina. Kevin, Daysinger y Dale fueron los primeros en caer, rodando por la pendiente de diez metros. Kevin fue el primero en levantarse y correr hacia la fortaleza y las municiones, pero McKown le atacó con una lluvia de terrones hasta que Mike derribó al chico más bajo desde atrás, y les tocó entonces a ellos rodar por la pendiente entre una nube de polvo.