Durante unos quince minutos, aquello fue la guerra del Rey de la Colina, con los defensores de las tierras altas que eran arrojados cuesta abajo y luego trataban de encaramarse para recobrarlas generalmente bajo una granizada de terrones. Después de ser destronados, Daysinger y McKown se retiraron al borde de la charca de la cantera, disparando desde lejos. Pero la fiebre del Rey de la Colina hizo que estallase una guerra civil entre la tropa de Mike, y muy pronto cada uno luchó por su propia cuenta.
Dale recibió un terrón en pleno pecho y se quedó unos minutos sentado y jadeando mientras se desarrollaba la acción a su alrededor. Entonces Mike chocó con una piedra medio enterrada al rodar cuesta abajo y se hizo una herida en la frente; el corte no era profundo, pero le manó mucha sangre. Daysinger asomó la cabeza en la cumbre y un terrón arrojado desde corta distancia le dio en la boca. Se retiró, lanzando maldiciones, al pie de la colina y caminó de un lado a otro tapándose la boca con las manos durante un par de minutos, hasta que estuvo seguro de no haber perdido ningún diente. Entonces sacudió el polvo del cortado labio inferior y atacó de nuevo, con la barbilla sucia de barro y sangre. Kevin estaba detrás de su antiguo caudillo cuando Mike se volvió en redondo para arrojar un terrón, y Kev lo recibió en la frente. La acción se interrumpió un momento mientras los chicos que estaban en la cima observaron con curiosidad; pero Grumbacher aprovechó el incidente para producir un efecto cómico, bizqueando, tambaleándose en círculos cada vez más pequeños, hasta que se le doblaron las piernas y se dejó caer de espaldas cuesta abajo, con las piernas rígidas como un cadáver. Los otros chicos rieron y aplaudieron, sin dejar de arrojarle terrones.
Lawrence fue quien llevó el juego a su esencia más pura.
Durante un minuto lleno de emoción fue el único que se mantuvo en la cima mientras todos los belicosos muchachos mayores que él se sentían destronados. Lawrence se irguió en la fortaleza, levantó los brazos sobre la cabeza y gritó:
– ¡Yo soy el Rey!
Hubo un momento de respetuoso silencio, seguido de tres salvas de terrones. Al menos seis o siete proyectiles dieron en el blanco. Lawrence había vuelto la cabeza en el último segundo, pero su mugrienta ropa empezó a despedir polvo al ser alcanzado en la espalda y las piernas con una especie de fuego de ametralladora que le hizo saltar también la gorra de béisbol de la cabeza.
– ¡Eh! -gritó Dale, haciendo un ademán de alto el fuego a los demás.
Lawrence se había quedado petrificado en la posición que tenía al ser alcanzado, y Dale sabía que si empezaba a llorar eso significaría que realmente le habían hecho daño.
Lawrence hizo una lenta y graciosa pirueta, envuelto todavía en el polvo levantado a su alrededor por los impactos, y después cayó hacia delante.
En realidad no cayó hacia delante; se arrojó al aire con la gracia de cisne moribundo de un doble de cowboy en una escena peligrosa, terminando con una voltereta antes de chocar con la vertiente e incorporándose después para otro salto mortal. Tenía abiertos los brazos y las piernas, fláccidos, ablandados por la muerte. Los otros muchachos se echaron atrás cuando saltó aquel cuerpo volante entre ellos, rodando hasta el borde de la charca y deteniéndose, con un brazo doblado sobre el agua.
– ¡Bravo! -dijo Kevin.
Todos lanzaron gritos de aprobación.
Lawrence se levantó, se sacudió el polvo de la ropa y del pelo al cepillo e hizo una profunda reverencia.
A partir de entonces y durante las dos horas siguientes, mientras se extinguía la tarde en el bosque, fueron muriendo los muchachos. Se turnaban en la cima mientras los otros arrojaban terrones. Cada vez que uno era alcanzado, empezaba a morirse.
La muerte de Kevin era innegablemente cómica, en su rigidez. Parecía un actor anciano que tuviese que tumbarse en el suelo después de recibir un tiro. Generalmente conservaba la gorra en su sitio al caer. Daysinger y McCown eran los que gritaban mejor, marchando hacia su fatal destino entre gemidos, alaridos y gruñidos. Mike caía con una gracia singular y era el que más tiempo conservaba su posición al pie de la colina. Ni siquiera una segunda lluvia de terrones podía hacerle mover contra su voluntad. Dale mereció la aprobación general lanzándose el primero de cara a la muerte, perdiendo piel de la nariz al abrir un surco cuesta abajo con la cabeza.
Pero fue Lawrence quien retuvo la corona.
Su coup de grace definitivo consistió en tambalearse hacia atrás y perderse de vista durante medio minuto, mientras los otros chicos empezaban a murmurar preguntándose dónde estaría, y aparecer de pronto sobre la cumbre, saltando a toda velocidad. Dale lanzó una exclamación ahogada, y sintió el corazón en la garganta cuando su hermano pequeño saltó al espacio, a diez metros encima de él. Su primer pensamiento fue: «Dios mío, se va a matar.» Y el segundo e inmediato: «Mamá me va a matar.»
Lawrence no se mató. No del todo. El salto fue tremendo, fuerte y lo bastante largo para llevarle dentro de la charca de la cantera -no dio en el duro borde por muy pocos centímetros-, y a consecuencia del golpe lanzó agua sobre McKown y Kevin.
Este extremo de la charca era el menos profundo, apenas un metro y medio en este punto, y Dale se imaginó a su hermano pequeño hundiendo la cabecita puntiaguda en el lodo del fondo. Dale se había quitado la camiseta de manga corta, con intención de saltar para salvarle, sintiendo ciertas náuseas al pensar que tendría que hacer la respiración boca a boca al pequeño desgraciado para reanimarle, cuando Lawrence emergió a la superficie, mostrando los dientes en una amplia sonrisa.
Esta vez, el aplauso fue real.
Todos tenían que intentar lo que Kev llamó el Salto de la Muerte. Dale lo ejecutó después de tres falsas salidas y sólo porque no podía volverse atrás con los otros observándole desde abajo. ¡La charca estaba tan lejos! Incluso con las largas piernas de un alumno de sexto, había que correr rápidamente cuesta arriba, al cruzar la cima, y tomar el impulso adecuado en el borde de ésta para poder salvar la dura orilla del estanque. Dale no lo había intentado nunca, y tampoco lo habría hecho ninguno de los otros si no hubiesen visto que era posible. Dale sintió nacer una envidiosa admiración por su hermano menor en el fondo de su mente, aunque se sorprendió a sí mismo cuando consiguió ejecutar el salto en el cuarto intento.
Dale Stewart voló durante unos pocos segundos, pareciendo cernerse a ocho metros sobre las cabezas de sus amigos, todavía al nivel de la cima de su pequeña colina, con la charca a una distancia imposible más allá del fangoso suelo endurecido por el sol. Entonces la fuerza de la gravedad se acordó de él, y cayó agitando los brazos Y las piernas como si quisiera pedalear en el aire…, seguro de que no lo conseguiría…, después absolutamente seguro de no lograrlo… y luego consiguiéndolo por centímetros y sintiendo que el agua verde y tibia del estanque de la cantera le envolvía y le llenaba la nariz; estiró las dobladas piernas para tomar impulso en el cenagoso fondo, y salió de nuevo al aire y a la luz, chillando de puro entusiasmo, mientras los otros muchachos gritaban y aplaudían.
Kevin fue el último en saltar. Los otros muchachos tuvieron que esperar durante diez minutos mientras él carraspeaba, vacilaba, observaba el viento, se ataba una y otra vez los cordones de las bambas y subía la rampa para lanzarse al fin desde la cima como una bala de cañón. Su salto fue el más largo de todos y cayó al agua a más de un metro de la orilla, con las piernas juntas y tapándose la nariz con los dedos. Kev había sido el único en tomar la precaución de quitarse los tejanos y la camiseta de manga corta, quedándose en calzoncillos y bambas para el salto.