Salió a la superficie sonriendo. Los otros aplaudieron y le arrojaron al agua los tejanos, la camiseta y los calcetines. Kevin salió gruñendo en alemán y apenas si observó cómo Lawrence hacía su sexta zambullida, esta vez con un salto mortal antes de caer al agua.
Como ya estaban mojados, los chicos corrieron alrededor de la cantera con las empapadas bambas y fueron a nadar con entusiasmo, sumergiéndose en la parte más honda de la charca desde unas peñas de dos metros y medio de altura. No era donde solían nadar porque generalmente la presencia de demasiadas serpientes de agua y la preocupación de los padres por la «cantera insondable», les hacía preferir que alguien les llevase hasta el estanque de Hartley, en Oak Hill Road, por lo que todavía les pareció más delicioso aquel baño de primera hora de la tarde.
Después se secaron en la orilla durante cosa de una hora -Dale se durmió y se despertó sobresaltado- y formaron equipos para jugar de nuevo al escondite en el bosque. Mike sonrió al grupo de muchachos vestidos con prendas que se habían arrugado de un modo extraño al secarse.
– ¿Quién viene conmigo?
Lawrence y McKown fueron con él. Dale, Gerry y Kev les dieron cinco minutos de ventaja -contando hasta trescientos como hace el Boy Scout- antes de meterse en el bosque para buscarlos. Dale sabía que, por acuerdo tácito, Mike y Lawrence no utilizarían uno de sus campamentos secretos.
Se persiguieron entre los árboles y en los pastos durante otra hora y media, cambiando los equipos según les parecía, deteniéndose para beber de la botella de agua que había traído McKown y rellenado en la charca, aunque su color verdoso no gustaba a Kevin, y acabando por volver juntos hacia el lado sur de la cantera y los primeros ochocientos metros de Gypsy Lane.
Sus bicis estaban donde las habían dejado, junto a la valla de atrás. El sol era una bulbosa esfera roja suspendida sobre los campos de maíz del viejo Johnson en el oeste. El aire estaba denso con la neblina del atardecer, el polen, el polvo y la humedad; pero el cielo parecía infinito y traslúcido al disponerse el azul a volverse más oscuro con el crepúsculo.
– ¡Maricón el que pase el último por delante de la Taberna del Arbol Negro! -dijo Gerry Daysinger, arrancando y pedaleando sobre la dura rodada de la carretera empedrada al hundirse ésta en la sombra del pie del monte.
Los otros gritaron y trataron de alcanzarle, rodando cuesta abajo a gran velocidad en la penumbra, sintiendo el aire fresco de encima del barranco al azotar sus cabellos cortados al cepillo, y levantándose después para pedalear con más fuerza al subir por la pendiente. Si hubiese aparecido un coche en la cuesta de delante de la Taberna del Arbol Negro, los muchachos habrían tenido que salir de las roderas hacia el lado donde la capa de grava era más gruesa, y casi con seguridad se habrían arañado las rodillas y se habrían rasgado alguna prenda. Pero no les importaba. Pedaleaban con fuerza, gritando menos para ahorrar el aliento en los últimos veinte metros, y jadeando y resoplando todos ellos al alcanzar el llano próximo al camino de entrada de la taberna.
Mike ganó. Miró atrás y sonrió, antes de agachar la cabeza y seguir la carrera hacia Jubilee College Road, a unos cientos de metros de distancia.
Se relajaron al torcer hacia el oeste en dirección a Elm Haven, rodando ahora los seis en dos filas de a tres. Lawrence fue el primero en levantar las manos del manillar y echarse atrás con los brazos cruzados y sin dejar de pedalear.
Después le imitaron todos, deslizándose entre las altas paredes de maíz.
Dale ni siquiera miró de soslayo al pasar por delante del lugar donde había sido reparada la valla después del intento de atropello de Duane McBride. Todavía se veían las roderas del camión en la cuneta, y el maíz estaba aplastado en una extensión de varios metros más allá de la valla. Pero Dale miraba hacia el oeste, en dirección al lugar donde el sol coronaba la baja línea de árboles de Elm Haven.
Dale estaba cansado, dolorido por una docena de contusiones y por la tensión de los músculos, con los brazos y las piernas arañados, con picor en la piel por los rígidos tejanos, deshidratado hasta el punto de dolerle la cabeza y tener los labios agrietados, y hambriento por no haber comido de verdad desde el desayuno, trece horas antes. Pero se sentía perfectamente.
Parecía como si se hubiese desvanecido toda la impresión de malos sueños y de agobiante oscuridad que había sentido desde el cierre del colegio.
El terror de C. J. y del rifle había dejado de existir. Dale se alegraba de que Mike, él y los demás hubiesen decidido tácitamente olvidar toda aquella cuestión de Tubby y Old Central.
El verano se dejaba sentir con toda su intensidad.
Los seis muchachos agarraron los manillares de las bicis al pasar de la carretera empedrada al más fresco pero todavía blando asfalto del principio de la Primera Avenida. Dale pudo ver los árboles de delante de la casa de Mike en la encrucijada, calle abajo, y la parte de atrás de su casa al otro lado de los amplios maizales y del campo de béisbol del Parque de la ciudad.
McKown y Daysinger saludaron con la mano y se adelantaron pedaleando, afanosos de llegar a dondequiera que fuesen. Dale, Kev, Mike y Lawrence se deslizaron cuesta abajo durante los últimos cincuenta metros, hacia la relativa oscuridad de debajo de los primeros árboles.
Dale se sintió feliz al despedirse de Mike y pedalear fácilmente por Depot Street hacia su casa. Así era como debía ser el verano. Así era.
Dale no había estado nunca tan equivocado.
14
El padre de Duane estuvo sereno durante el resto de la semana. No era exactamente un récord, pero hizo que toda la primera semana de vacaciones de verano fuese mucho más feliz para Duane.
El jueves, nueve de junio y día siguiente al de la excursión a la biblioteca de la Universidad de Bradley, el tío Art había dejado un mensaje por teléfono diciendo que estaba investigando sobre la campana de Duane, que no se preocupase porque encontraría algo sobre ella. Más tarde, por la noche, había hablado directamente por teléfono con Duane y le había dicho que ni el alcalde de Elm Haven, Ross Catton, ni ninguna de las personas con quienes se había puesto en contacto recordaban nada sobre una campana. Incluso había preguntado a la señorita Moon, la bibliotecaria, la cual había preguntado a su madre y le había telefoneado después. La señorita Moon dijo que su madre sólo había sacudido la cabeza, pero que se había mostrado muy inquieta al oír la pregunta. Desde luego, añadió, eran muchas las cosas que entonces la agitaban.
Aquella misma noche el viejo llegó a casa después de ir a la cooperativa; Duane había estado conteniendo el aliento hasta saber si la cooperativa había sido su verdadero destino, pero el viejo llegó sereno, y mientras guardaban la harina y las latas de conservas, dijo:
– Ah, he oído decir a la señora O'Rourke que una de tus compañeras de la escuela fue detenida ayer.
Duane interrumpió lo que estaba haciendo, con una pesada lata de judías en la mano derecha. Con la otra mano se subió las gafas.
– ¿Eh?
El viejo asintió con la cabeza, mordisqueándose los labios y rascándose la mejilla como solía hacer cuando estaba sereno y un poco dolido.
– Una tal Cordie. La señora O'Rourke dijo que iba un curso delante de su hijo Mike. -Miró a Duane-. Así que debe ser de tu curso.
Duane asintió con la cabeza.
– Bueno -siguió diciendo su padre-, no puede decirse que fue exactamente detenida. Barney la sorprendió andando por la población con una escopeta cargada. Se la quitó y llevó a la chica a su casa. Ella no quiso decir lo que estaba haciendo, sólo que tenía algo que ver con su hermano Tubby. -Se rascó la mejilla y pareció sorprendido al darse cuenta de que se había afeitado-. ¿No se llama Tubby el muchacho que se escapó hace un par de semanas?
– Si.
Duane siguió descargando la caja de latas en conserva.
– ¿Tienes alguna idea de por qué estaba su hermana acechando en la ciudad con una escopeta?