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Duane hizo una nueva pausa.

– ¿A quién estaba acechando?

El viejo encogió los hombros.

– Nellie O'Rourke dijo que el director…, ¿cómo se llama…?, el señor Roon, llamó a Barney para hacer la denuncia. Le dijo que la niña estaba rondando con una escopeta alrededor del colegio y delante de su apartamento alquilado. ¿Por qué tenía que hacer una chiquilla una cosa así?

Duane asintió con la cabeza. Al darse cuenta de la curiosidad del viejo y de que parecía esperar algún comentario de su hijo, Duane acabó de colocar las latas en los estantes de la alacena, se volvió y dijo:

– Cordie es una buena chica, pero está un poco chiflada.

El viejo se quedó un momento plantado allí, asintió con la cabeza como si aceptase la respuesta, y se dirigió a su taller.

El viernes, a la salida del sol, Duane volvió a pie a Oak Hill para poder estar de vuelta en casa a media mañana. Quería comparar los datos de los libros y los periódicos de allí con las notas que había tomado en Bradley, pero no había nada nuevo. El artículo de The New York Times sobre la fiesta de 1876 en honor a la campana era interesante -una prueba evidente de que la cosa había existido fuera de Elm Haven-, pero no pudo encontrar más referencias. Trató de que la bibliotecaria le diese el número de teléfono de los Ashley-Montague, argumentando que no podía terminar su trabajo escolar sin consultar los libros de la Sociedad Histórica que habían sido legados a la familia; pero la señora Frazier le dijo que no tenía idea de cuál era su número -los teléfonos de las familias ricas no figuraban nunca en el listín, al menos el de los Ashley-Montague, según había podido comprobar Duane-, y después le dio una afectuosa palmada en la cabeza y dijo:

– No es saludable hacer trabajos escolares en verano. Vete por ahí, busca un lugar fresco y ponte a jugar. Sinceramente, creo que tu madre aún debería estar vistiéndote… imagínate, con esta temperatura de treinta y cinco grados que hoy tenemos.

– Sí, señora -le había respondido Duane, ajustándose las gafas y saliendo.

Llegó a casa a tiempo para ayudar al viejo a cargar cuatro cerdos y llevarlos al mercado de Oak Hill. Duane suspiró al pensar que había caminado cuatro horas y visto el mismo paisaje que observaba ahora en diez minutos de viajar en la camioneta. La próxima vez preguntaría lo que pensaba hacer su padre antes de emprender un viaje a pie.

El sábado, el cine gratuito, segundo de aquel verano, ofrecía Hércules, una vieja película que sin duda había retirado el señor Ashley-Montague de uno de los programas del cine al aire libre de Peoria. Duane iba raras veces al cine gratuito por la misma razón de que el viejo y él poseían un aparato de televisión pero nunca lo encendían, pero sobre todo porque encontraba que los libros y los programas de radio eran más agradables a la imaginación que las películas y lo que daban por la tele.

Pero a Duane le gustaban las películas italianas de hombres musculosos. Y había algo en el doblaje que le divertía: las bocas de los actores moviéndose como locas durante dos minutos, y después unas pocas sílabas brotando de la banda sonora. También había leído en alguna parte que un hombre solo, en un estudio romano, hacía todos los efectos de sonido de esas películas -pisadas, choques de espadas, cascos de caballo, erupciones de volcanes, absolutamente todo- y esta idea le encantaba.

Pero no era ésta la razón de que entrase a pie en la ciudad el sábado por la noche. Duane quería hablar con el señor Ashley-Montague, y éste era el único lugar donde sabía que podría encontrarlo.

Habría pedido a su padre que le llevase, pero el viejo había empezado a manipular una de sus máquinas de aprender después de la cena, y Duane no quería tentar al Destino sugiriendo un viaje que les obligaría a pasar por delante de la taberna de Carl.

El viejo no levantó la mirada de lo que estaba soldando cuando Duane le dijo adónde iba.

– Está bien -respondió, con el semblante oscurecido por las volutas de humo que brotaban del circuito-, pero no vuelvas a pie de noche.

– De acuerdo -dijo Duane, pero preguntándose cómo pensaba el viejo que iba a volver a casa.

Resultó que no tuvo que andar durante todo el camino. Acababa de pasar por delante de la casa del tío de Dale Stewart, cuando salió una camioneta del camino de entrada, llevando al tío Henry y a la tía Lena.

– ¿Adónde vas, muchacho?

El tío Henry sabía el nombre de Duane, pero llamaba «muchacho» a todos los varones de menos de cuarenta años.

– A la ciudad, señor.

– ¿Al cine gratuito?

– Sí, señor.

– Sube, muchacho.

La tía Lena mantuvo abierta la portezuela de la vieja International mientras subía Duane. Allí se estaba muy estrecho.

– Puedo ir en la parte de atrás -ofreció Duane, dándose cuenta de que ocupaba la mitad del tapizado asiento.

– Tonterías -dijo el tío Henry-. Así el ambiente es más acogedor. ¡Sujétate bien!

La camioneta empezó a rodar por las montañas rusas de la primera colina, traqueteando en la oscuridad y trepando hacia la cima de la colina del cementerio del Calvario.

– Circula por la derecha, Henry -dijo tía Lena.

Duane se imaginó que la anciana decía esto cada vez que pasaban por aquí, o sea cada vez que iban a la ciudad o a casi cualquier otra parte, ¿y cuántas veces habría sido en más de sesenta años? ¿Quizás un millón?

El tío Henry asintió cortésmente con la cabeza y se mantuvo exactamente donde estaba, en el centro de la carretera. No iba a ceder las rodadas a nadie. Aquí arriba había más luz, aunque hacía veinte minutos que se había puesto el sol. La camioneta traqueteó más fuerte en las roderas, parecidas a los surcos de una tabla de lavar, cerca de la cima, y entonces se adentró en la oscuridad de debajo de los árboles próximos al Arroyo de los Cadáveres. Las luciérnagas brillaban en la negrura del bosque a ambos lados. Las hierbas que crecían a lo largo de la orilla se habían cubierto de polvo durante el día y tenían el aspecto de haber sufrido alguna mutación albina. Duane se alegró de que alguien se hubiese ofrecido a llevarle.

Mientras circulaban en dirección a la torre del agua, Duane miró de reojo a Henry y a Lena Nyquist. Tenían unos setenta y cinco años. Duane sabía que en realidad eran tíos abuelos de Dale por parte de la madre de éste, pero en Creve Coeur County todos les llamaban tío Henry y tía Lena. Resultaban una pareja atractiva, al librarse como buenos escandinavos de los peores efectos devastadores de la vejez. Tía Lena tenía los cabellos blancos, pero espesos y largos, y su cara de mejillas sonrosadas conservaban cierta firmeza a pesar de las arrugas. Sus ojos eran muy brillantes. Tío Henry había perdido parte del pelo pero todavía le colgaba un mechón sobre la frente que le daba un aire de muchacho travieso a punto de ser detenido por la policía. Duane sabía por su padre que el tío Henry era un caballero a la antigua usanza, que sin embargo le gustaba contar chistes verdes mientras tomaba una cerveza.

– ¿No es ahí donde estuvieron a punto de atropellarte? -preguntó tío Henry, señalando hacia un lugar del campo donde aún eran visibles las señales.

– Sí, señor -dijo Duane.

– Mantén las dos manos sobre el volante, Henry -dijo con firmeza tía Lena.

– ¿Pillaron al tipo que lo hizo?

Duane respiró hondo.

– No, señor.

El tío Henry resopló.

– Apostaría cinco contra uno a que fue aquel maldito Karl van Syke. El hijo de… -El viejo captó la mirada admonitoria de su esposa-. El hijo de mala madre nunca valió para nada, y mucho menos para guardián de colegio y cuidador del cementerio. Bueno, nosotros podemos verlo durante todo el invierno y gran parte de la primavera, y ese… ese Van Syke nunca está allí. El lugar se llenaría de hierbajos y sería una porquería si no fuera por los que vienen de San Malaquías a ayudar todos los meses.