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Una vez dicho esto se volvió de espaldas y se sentó de nuevo, como dando por terminada la conversación.

– Sería estupendo si pudiese citar esto del libro y tal vez fotografiar un par de viejas ilustraciones para mi ensayo -dijo Duane.

El millonario suspiró, como en respuesta a la creciente extensión del dominio comunista en la pantalla. La voz de Walter Cronkite retumbó tan fuerte como la película de Tom y Jerry.

– Jovencito, no hay tal libro. Lo que me dio el doctor Priestmann no fue más que un montón de papeles heterogéneos, desordenados y anónimos Varias carpetas, si no recuerdo mal. Te aseguro que no los guardé.

– ¿Podría decirme a quién se los…? -empezó a preguntar Duane.

– ¡No se los di a nadie! -dijo el señor Ashley-Montague casi a voz en grito-. Los quemé. Yo había patrocinado los estudios del profesor, pero de nada me sirvieron. Te aseguro que no hay ningún misterio con el que puedas terminar tu ensayo. Cítame a mí, joven. La campana fue un error, uno de los muchos trastos que trajo el abuelo de su viaje de luna de miel por Europa. Fue retirada de Old Central al terminar el siglo, guardada en un almacén, creo que en Chicago, y fundida para hacer balas o algo parecido en 1917, cuando entramos en la guerra. Bueno, esto es todo.

El documental de la 20th Century había terminado, el operador estaba colocando rápidamente el primer rollo grande de Hércules, y varias cabezas se volvieron para mirar al quiosco de la música donde retumbaba la voz del señor Ashley-Montague en el relativo silencio de la sala.

– Si sólo pudiese… -empezó Duane.

– No hay «sólo» que valga -cortó el millonario-. Se acabó la conversación, jovencito. La campana no existe. Y esto es todo.

Señaló hacia la escalera del quiosco con un gesto de muñeca que a Dale le pareció bastante femenino. Otro ademán hizo que se acercase el ayudante -estaba a punto de empezar la película con una cuenta atrás voceada por el público- y Duane se encontró delante de un hombre de un metro ochenta con las mangas arremangadas. Por lo que Dale sabía, el ayudante podía ser un mayordomo, un guardaespaldas o un acomodador de uno de los cines del señor A.-M.

Duane se encogió de hombros, dio media vuelta y bajó la escalera mucho más despacio de lo que habría hecho Dale si un adulto le hubiese echado a cajas destempladas. Incluso dándose cuenta de que pasaba inadvertido en el rincón de atrás del quiosco, envuelto en la oscuridad, Dale saltó sobre la barandilla y fue a dar en la hierba, un metro y medio más abajo, casi chocando con el tío Henry y la tía Lena al aterrizar.

Corrió para alcanzar a Duane, pero el grandullón había salido ya del parque y caminaba por Broad Avenue, con las manos en los bolsillos, silbando una tonadilla y encaminándose sin duda a las ruinas de la vieja casa Ashley, a dos manzanas hacia el sur. Dale ya no tenía miedo a la noche; esta tontería pertenecía al pasado, pero en realidad no tenía ganas de pasear con aquella oscuridad por debajo de los olmos. Además, la música y el diálogo doblado sonaban con fuerza detrás de él, y quería ver Hércules.

Volvió al parque, pensando que si no hablaba con Duane más tarde esta noche… bueno…, lo haría otro día. No había prisa. Estaban en verano.

Duane caminó hacia el oeste por Broad Avenue, demasiado agitado para prestar atención a la película de Hércules. Las hojas proyectaban densas sombras en la calle. Los faroles a lo largo de los callejones que se dirigían hacia el sur eran oscurecidos por las ramas y las hojas. Hacia el norte había una sola hilera de casas pequeñas, con sus sencillos jardines confundiéndose los unos con los otros y convirtiéndose en maleza donde las vías del ferrocarril torcían un poco hacia el sur y se adentraban en los campos de maíz donde terminaba la calle. Sólo la vieja casa de Ashley-Montague, que la gente aún llamaba Mansión Ashley, se alzaba en el último callejón oscuro.

Duane contempló el curvo paseo de entrada, convertido en túnel por las altas ramas y los arbustos desatendidos. Quedaba poco del edificio salvo los chamuscados restos de dos columnas, tres chimeneas y unas cuantas vigas ennegrecidas y derrumbadas en el sótano infestado de ratas. Duane sabía que Dale y los otros muchachos solían jugar bajando en bicicleta por aquel paseo, pasando por delante del porche principal e inclinándose para tocar las columnas o los escalones sin desmontar ni reducir la marcha. Pero ahora estaba muy oscuro; ni siquiera las luciérnagas iluminaban las espesas zarzas del paseo circular. El ruido, la luz y el público del cine gratuito habían quedado a dos manzanas detrás de él, pero los árboles intermedios los hacían más lejanos.

Duane no tenía miedo a la oscuridad. En absoluto. Pero esta noche tampoco tenía interés en andar por aquel pasillo. Silbando torció hacia el sur por un camino enarenado para salir a las nuevas calles donde vivía Chuck Sperling.

Detrás de él, en la parte del paseo más oscura y llena de matorrales, algo se agitó, movió unas ramas y se deslizó alrededor de una fuente largo tiempo olvidada entre la mala hierba y las ruinas.

15

El domingo, doce de junio, fue un día cálido y brumoso, con una capa de nubes que convertía el cielo en un cuenco gris invertido. La temperatura era de veintiocho grados a las ocho de la mañana, y de treinta y cinco al mediodía. El viejo se levantó temprano y se marchó al campo, por lo que Duane dejó la lectura de The New York Times para después de hacer algún trabajo.

Estaba recorriendo las hileras de alubias de detrás del granero y arrancando los tallos de maíz que empezaban a invadirlas, cuando vio penetrar el coche en el largo camino de entrada. Al principio creyó que era el del tío Art, pero entonces se dio cuenta de que era un coche blanco más pequeño. Después vio la bombilla roja en el techo.

Duane salió del campo, enjugándose la cara con el faldón de su camisa desabrochada. No era el coche de policía de Barney; en la portezuela del conductor figuraba en letras verdes la inscripción SHERIFF DE CREVE COEUR COUNTY. Un hombre de cara flaca y curtida, y ojos ocultos por unas gafas de sol de aviador, dijo:

– Niño, ¿está el señor McBride?

Duane asintió con la cabeza, caminó hasta el borde del huerto de alubias, se llevó los dedos a la boca y silbó con fuerza. Pudo ver la lejana silueta de su padre que se detenía, miraba hacia arriba y venía en su dirección. Duane casi esperó que Wittgenstein saliese cojeando del granero. El sheriff se había apeado del coche. A Duane le pareció un hombre alto, de al menos un metro noventa de estatura. Tal vez más. Llevaba puesto un sombrero de ala ancha de sheriff de condado, y esto, unido a la estatura del hombre, su cara chupada, las gafas de sol, el cinturón con revólver y las botas de cuero, a Duane le hizo pensar en un cartel de reclutamiento. El efecto sólo quedaba un poco empañado por el sudor que empapaba la camisa caqui debajo de las axilas.

– ¿Algo malo? -preguntó Duane, pensando que tal vez el señor Ashley-Montague había lanzado al policía contra él.

El millonario se había mostrado muy disgustado la noche pasada y no estaba en el cine gratuito cuando volvió para que el tío Henry y la tía Lena le llevasen en el coche.

El sheriff asintió con la cabeza.

– Lo siento, pero así es, hijo.

Duane se quedó plantado allí, con el sudor goteando de su barbilla, hasta que llegó el viejo.

– ¿El señor McBride? -dijo el sheriff.

El viejo asintió con la cabeza y se pasó un pañuelo por la cara sudorosa, dejando un surco terroso sobre el pelo gris.

– Soy yo. Ahora bien, si se trata de esa maldita cuestión del teléfono, ya le dije a Ma Bell…

– No, señor. Ha habido un accidente.

El viejo se quedó petrificado, como si le hubiesen dado una bofetada.

Duane observó la cara de su padre y vio en ella un segundo de vacilación, y después el impacto de la certidumbre. Sólo una persona podía llevar el nombre del viejo en una tarjeta en la cartera para un caso de accidente.