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– ¿Dónde está el coche ahora? ¿En casa de Ernie?

– Sí. O en la de J. P. Congden.

– ¿Congden? -Duane arrojó la corteza de pan en el cubo de la basura-. ¿Por qué tiene que estar en la casa del señor Congden?

Duane oyó que el sheriff lanzaba lo que podía ser un suspiro de disgusto.

– Bueno, J. P. se entera de los accidentes de carretera por la frecuencia de radio de la policía, y a veces hace un trato con Ernie. J. P. paga a Ernie por el coche destrozado y lo vende al taller de recuperación de automóviles de Oak Hill. Al menos eso es lo que creemos que hace con ellos.

Como la mayoría de los chicos de la población, Duane había oído comentar a los adultos que el juez de paz traficaba con coches robados. Duane se preguntó si algunas partes de estos coches destrozados serían útiles para aquel negocio sucio.

– ¿Sabe dónde ha ido a parar el de hoy?

– No -dijo el sheriff-. Probablemente al solar de Ernie, ya que ha tenido que llevar de nuevo allí la grúa. Es el único que está de servicio en domingo, y su mujer aborrece el bombeo de la gasolinera. Pero no te preocupes hijo; si encontramos algo personal, lo entregaremos a tu padre y a ti. Sois los parientes más próximos, ¿no?

– Sí -dijo Duane pensando en lo antigua y digna que era la palabra kin (pariente). Recordaba haber leído una obra de Chaufer, un libro del tío Art, donde la palabra se escribía cyn-. Sí -repitió, a media voz.

– Bueno, no te preocupes, hijo. Se os entregará el libro o cualquier cosa que estuviese en el coche. Iré por la mañana a casa de Ernie y lo comprobaré personalmente. Mientras tanto, puede que tenga que aclarar algunas cosas para el atestado que estoy redactando. ¿Estaréis tu padre y tú en casa esta noche?

– Sí.

La casa pareció vacía cuando terminó la conversación. Duane oyó el tictac del gran reloj de encima de la cocina y los mugidos del ganado en los pastos del oeste. Las nubes volvían a estar espesas. Hacía calor, pero no había verdadera luz de sol.

Dale Stewart se enteró de la muerte del tío de Duane avanzada la tarde; se lo comunicó su madre, que había estado hablando con la señora Grumbacher, la cual lo había oído de la señora Sperling, que era buena amiga de la señora Taylor. Lawrence y él estaban haciendo un modelo de Spad cuando su madre se lo dijo suavemente. Los ojos de Lawrence se llenaron de lágrimas.

– ¡Oh, pobre Duane! -dijo-. Primero su perro y ahora su tío.

Dale había dado entonces un fuerte golpe a su hermano en el hombro, sin saber exactamente por qué.

Tardó un rato en armarse de valor, pero al fin se dirigió al teléfono del pasillo y marcó el número de Duane, dejando que el timbre sonase dos veces, como era debido. Se oyó un chasquido y la misteriosa máquina se puso en funcionamiento y dijo, con la voz serena de Duane: «Oiga. Ahora no podemos contestar al teléfono, pero lo que diga quedará grabado y le llamaremos. Por favor, cuente hasta tres y hable.»

Dale contó hasta tres y colgó, con el rostro rojo. Le había costado bastante llamar al pobre Duane, pero expresar su condolencia a un magnetófono era superior a sus fuerzas. Dejó a Lawrence trabajando con el modelo, sacando la lengua y casi bizqueando de concentración, y fue calle abajo en bicicleta hasta la casa de Mike.

– ¡Iauquí! -gritó Dale, saltando de la bici y dejando que rodase sola unos metros antes de caer sobre la hierba.

– ¡Quiauí! -respondió Mike desde el arce gigantesco que extendía sus ramas sobre la calle.

Dale retrocedió, subió los pocos peldaños de la casa arbórea instalada a cuatro metros y medio de altura y continuó trepando entre las ramas hacia la más alta y secreta plataforma, a diez metros más arriba. Mike estaba sentado con la espalda apoyada en uno de los troncos divergentes y las piernas colgando sobre las tablas de aquélla. Dale acabó de subir y se sentó reclinando la espalda en el otro tronco. Miró hacia abajo, pero el suelo se perdía detrás de las hojas y comprendió que los dos eran invisibles desde abajo.

– Hola -dijo-, acabo de enterarme…

– Sí -dijo Mike. Estaba chupando un largo tallo de hierba-. Yo me he enterado hace un rato. Pensaba ir a hablar contigo. Tú conoces a Duane más que yo.

Dale asintió con la cabeza. Duane y él se habían hecho amigos cuando estudiaban cuarto al descubrir su interés común por los libros y los cohetes. Pero Dale había soñado en los cohetes; Duane los había construido. Dale era un lector precoz; había leído La Isla del Tesoro y el verdadero Robinson Crusoe cuando estaba en cuarto. Pero la lista de lecturas de Duane era increíble. Sin embargo los dos habían seguido siendo amigos, pasando juntos los períodos de descanso, viéndose algunas veces durante el verano. Dale creía que él podía ser la única persona a quien Duane había hablado de su ambición de convertirse en escritor.

– No he obtenido respuesta -dijo Dale. Hizo un raro ademán-. Le telefoneé.

Mike estudió el tallo de hierba que estaba chupando y lo dejó caer sobre la capa de hojas, a cuatro metros y medio debajo de ellos.

– Sí. Mi madre también llamó esta tarde. Le contestó aquella máquina. Va a ir allí más tarde, con unas cuantas señoras, para llevar comida. Probablemente también irá tu madre.

Dale asintió de nuevo. En Elm Haven o sus aledaños, una muerte significaba que un batallón de mujeres descenderían como valquirias llevando comida. «Duane me habló de las valquirias.» Dale no podía recordar exactamente lo que hacían las valquirias, pero sí que bajaban cuando alguien moría.

– Sólo vi a su tío un par de veces -dijo-. Era muy amable. Inteligente y amable. No quisquilloso como el padre de Duane.

– El padre de Duane es alcohólico -dijo Mike.

El tono de su voz expresaba que no era un juicio ni una crítica, sino sólo la declaración de un hecho. Dale se encogió de hombros.

– Su tío tiene… tenía los cabellos blancos y llevaba barba también blanca. Hablé con él una vez, cuando yo estaba jugando en la finca, y me pareció… raro.

Mike arrancó una hoja y empezó a romperla.

– Creo que la señora Somerset dijo a mi madre que la señora Taylor había dicho que al hombre le atravesó alguna cosa del volante y quedó destrozado. Dijo que la señora Taylor había dicho que no podría estar en un ataúd abierto. Y también dijo que el padre de Duane fue a la funeraria y amenazó al señor Taylor con hacerle un ojo del culo nuevo si tocaba el cuerpo de su hermano. Quiero decir el cuerpo del hermano del señor McBride.

Dale arrancó también una hoja. Asintió con la cabeza. No había oído nunca lo de «hacer un ojo del culo nuevo» y tuvo que esforzarse para no sonreír. Era una buena frase. Entonces recordó de qué estaban hablando, y se le fueron las ganas de sonreír.

– El padre Cavanaugh fue a la funeraria -iba diciendo Mike-. Nadie sabía la religión que profesaba el señor McBride, el tío, y el padre C. le dio la extremaunción por si acaso.

– ¿Qué es la extrema… o lo que sea? -preguntó Dale.

Terminó con la hoja y empezó con otra. Pasaron algunas niñas por debajo, sin sospechar que había alguien que hablaba en voz baja a doce metros encima de ellas.

– El último rito -dijo Mike.

Dale asintió con la cabeza, aunque se quedó tan a oscuras como antes. Los católicos tenían muchas cosas extrañas y se figuraban que todo el mundo sabía lo que eran. Cuando estaban en cuarto, Dale había visto que Gerry Daysinger se burlaba del rosario de Mike; se lo colgó del cuello, se puso a bailar y se burló de Mike por llevar un collar. Mike no dijo nada; simplemente derribó a Daysinger, se sentó sobre su pecho y le quitó cuidadosamente el rosario. Desde entonces nadie había vuelto a burlarse de Mike por esto.

– El padre C. estaba allí cuando llegó el padre de Duane -siguió diciendo Mike-, pero éste no quiso hablar de nada. Sólo dijo al señor Taylor que se guardase de tocar a su hermano con sus sucias manos, y le indicó dónde tenía que enviar el cadáver para la incineración.