El Rosario, de Florence Barclay, contenía amor, amor por todas partes. Los personajes sufrían y mezclaban la dicha con los padecimientos de una manera tan bella, que la lupa se le empañaba de lágrimas.
La maestra, no del todo conforme con sus preferencias de lector, le permitió llevarse el libro, y con él regresó a El Idilio para leerlo una y cien veces frente a la ventana, tal como se disponía a hacerlo ahora con las novelas que le trajera el dentista, libros que esperaban insinuantes y horizontales sobre la alta mesa, ajenos al vistazo desordenado a un pasado sobre el que Antonio José Bolívar Proaño prefería no pensar, dejando los pozos de la memoria abiertos para llenarlos con las dichas y los tormentos de amores más prolongados que el tiempo.
Capítulo quinto
Con las primeras sombras de la tarde se desató el diluvio y a los pocos minutos era imposible ver más allá de un brazo extendido. El viejo se tendió en la hamaca esperando la llegada del sueño, mecido por el violento y monocorde murmullo del agua omnipresente.
Antonio José Bolívar Proaño dormía poco. A lo más, cinco horas por la noche y dos a la hora de la siesta. Con eso le bastaba. El resto del tiempo lo dedicaba a las novelas, a divagar acerca de los misterios del amor y a imaginarse los lugares donde acontecían las historias.
Al leer acerca de ciudades llamadas París, Londres o Ginebra, tenía que realizar un enorme esfuerzo de concentración para imaginárselas. Una sola vez visitó una ciudad grande, Ibarra, de la que recordaba sin mayor precisión las calles empedradas, las manzanas de casas bajas, parejas, todas blancas, y la plaza de Armas repleta de gentes paseándose frente a la catedral.
Esa era su mayor referencia del mundo, y al leer las tramas acontecidas en ciudades de nombres lejanos y serios como Praga o Barcelona, se le antojaba que Ibarra, por su nombre, no era una ciudad apta para amores inmensos.
Durante el viaje a la amazonia, él y Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo pasaron por otras dos ciudades, Loja y Zamora, pero las vieron muy fugazmente, de manera que no podía decir si en ellas el amor encontraría territorio.
Pero, sobre todo, le gustaba imaginar la nieve.
También de niño la vio como una piel de cordero puesta a secar en los bordes del volcán Imbabura, y en algunas ocasiones le parecía una extravagancia imperdonable que los personajes de las novelas la pisaran sin preocuparse por si la ensuciaban.
Cuando no llovía, abandonaba la hamaca de noche y bajaba hasta el río para asearse. Enseguida cocinaba las porciones de arroz para el día, freía lonjas de banano verde, y si disponía de carne de mono acompañaba las comidas con unos buenos pedazos.
Los colonos no apreciaban la carne de mono. No entendían que esa carne dura y apretada proveía de muchísimas más proteínas que la carne de los puercos o vacas alimentadas con pasto elefante, pura agua, y que no sabía a nada. Por otra parte, la carne de mono requería ser masticada largo tiempo, y en especial a los que no tenían dientes propios les entregaba la sensación de haber comido mucho sin cargar innecesariamente el cuerpo.
Bajaba las comidas con café cerrero tostado en una callana de fierro y molido a piedra, el que endulzaba con panela y fortalecía con unos chorritos de Frontera.
En la estación de las lluvias las noches se prolongaban y se daba el gusto de quedarse en la hamaca hasta que los deseos de orinar o el hambre lo impulsaban a abandonarla.
Lo mejor de la estación de las lluvias era que bastaba con bajar al río, sumergirse, mover unas piedras, hurgar en el lecho fangoso, y ya se disponía de una docena de camarones gordos para el desayuno.
Así lo hizo esa mañana. Se desnudó, se ató a la cintura una cuerda cuyo otro extremo estaba firmemente atado a un pilote, no fuera cosa que llegara una crecida súbita o un tronco a la deriva, y con el agua en las tetillas se sumergió.
El río corría espeso hasta en el fondo, pero sus manos expertas tantearon el fango luego de mover una piedra, hasta que los camarones se le prendieron de los dedos con sus vigorosas tenazas.
Emergió con un puñado de bichos moviéndose frenéticos, y se aprestaba. a salir del agua cuando escuchó los gritos.
– ¡Una canoa! ¡Viene una canoa!
Agudizó la vista tratando de descubrir la embarcación, mas la lluvia no permitía ver nada. El manto de agua caía sin descanso perforando la superficie del río, con tal intensidad que ni siquiera alcanzaban a formarse aureolas.
¿Quién podría ser? Sólo un demente se atrevería a navegar en medio del aguacero.
Escuchó cómo los gritos se repetían y divisó unas inciertas figuras corriendo hacia el muelle.
Se vistió, dejó los camarones tapados con un tarro a la entrada de la choza y, cubriéndose con un manto de plástico, se dirigió también al lugar.
Los hombres se hicieron a un lado al ver llegar al alcalde. El gordo venía sin camisa y, protegido bajo un amplio paraguas negro, soltaba agua por todo el cuerpo.
– ¿Qué demonios pasa? -gritó el alcalde acercándose a la orilla.
Por toda respuesta le indicaron la canoa atada a uno de los pilares. Era una de aquellas embarcaciones mal construidas por los buscadores de oro. Llegó semisumergida, flotando nada más que por ser de madera. A bordo se mecía el cuerpo de un individuo con la garganta destrozada y los brazos desgarrados. Las manos, asomadas a los costados de la embarcación, mostraban los dedos mordisqueados por los peces, y no tenía ojos. Los gallos de peña, esos pequeños y fuertes pájaros rojos, los únicos capaces de volar en medio del diluvio, se habían encargado de quitarle toda expresión.
El alcalde ordenó que subieran el cuerpo, y al tenerlo sobre las tablas del muelle lo reconocieron por la boca.
Era Napoleón Salinas, un buscador de oro al que la tarde anterior había atendido el dentista. Salinas era uno de los pocos individuos que no se sacaban los dientes podridos, y prefería que se los parcharan con pedazos de oro. Tenía la boca llena de oro y ahora enseñaba los dientes en una sonrisa que no provocaba admiración, mientras la lluvia le alisaba los cabellos.
El alcalde buscó al viejo con la mirada.
– ¿Y? ¿La gata de nuevo?
Antonio José Bolívar Proaño se inclinó junto al muerto sin dejar de pensar en los camarones que había dejado prisioneros. Abrió la herida del cuello, examinó los desgarros de los brazos, para asentir finalmente con un movimiento de cabeza.
– Qué diablos, uno menos. Tarde o temprano, se lo iba a llevar la parca -comentó el alcalde.
El gordo tenía razón. Durante la época de lluvias los buscadores de oro permanecían encerrados en sus chozas mal construidas, esperando por las pocas pausas que no duraban demasiado y eran más bien respiros que se daban las nubes para luego dejar caer su carga con mayores bríos.
Se tomaban muy al pie de la letra aquello de «el tiempo es oro», y si las lluvias no se daban un descanso jugaban a los cuarenta con naipes grasientos, de figuras a menudo irreconocibles, odiándose, deseando ser dueños del garrote del rey de bastos, codiciándose mutuamente, y al finalizar el diluvio era normal que varios de ellos desaparecieran, quién sabe si tragados por la corriente o por la voracidad de la selva.
A veces, desde el muelle de El Idilio miraban pasar un cuerpo hinchado entre las ramas y troncos arrastrados por la crecida, y nadie se preocupaba de echarle un lazo.
Napoleón Salinas tenía la cabeza colgando y sólo los brazos desgarrados indicaban que trató de defenderse.
El alcalde vació los bolsillos. Encontró un desteñido documento identificatorio, algunas monedas, restos de tabaco y una bolsita de cuero. La abrió, y contó veinte pepitas de oro, pequeñas como granos de arroz.