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– Usted sabe que los shuar evitan meterse en problemas. Seguro que no vieron ni a uno. Si, como dicen, el colono los llevó hasta la cordillera del Yacuambi, sepa que hace tiempo que los shuar se marcharon de ahí. Y sepa también que los monos atacan. Es cierto que son pequeños, pero mil de ellos destrozan un caballo.

– No lo entiendo. Los gringos no iban de cacería. Ni siquiera llevaban armas.

– Hay demasiadas cosas que usted no entiende, y yo tengo muchos años de monte. Escuche. ¿Sabe cómo hacen los shuar para entrar al territorio de los monos? Primero dejan todos los adornos, no portan nada que pueda picarles la curiosidad, y los machetes los empavonan con corteza de palmera quemada. Piense. Los gringos, con sus máquinas fotográficas, con sus relojes, con sus cadenas de plata, con sus hebillas, cuchillos plateados, fueron una provocación brillante para la curiosidad de los monos. Conozco sus regiones y sé cómo actúan. Puedo decirle que si a uno se le olvida un detalle, si lleva consigo algo, cualquier cosa que atraiga la curiosidad de un mico y éste baja de los árboles para tomarlo, ese algo, lo que sea, es mejor dejárselo. Si por el contrario uno presenta resistencia, el mico se largará a chillar y en cosa de segundos caerán del cielo cientos, miles de pequeños demonios peludos y furiosos.

El gordo escucha, secándose el sudor.

– Te creo. Pero tú tienes la culpa por haberte negado a acompañarles, a servirles de guía. Contigo no les hubiera pasado nada. Y traían una carta de recomendación del gobernador. Estoy metido hasta el cogote en el lío y tienes que ayudarme a salir.

– A mí tampoco me hubieran hecho caso. Los gringos se las saben siempre todas. Pero hasta ahora no me dice qué quiere de mí.

El alcalde sacó del bolsillo una botella culera de whisky y le ofreció un trago. El viejo aceptó nada más que por conocer el sabor, y se avergonzó enseguida de esa curiosidad de mico.

– Quieren que alguien vaya a recoger los restos del compañero. Te juro que nos pagan un buen precio por hacerlo, y tú eres el único capaz de conseguirlo.

– Está bien. Pero yo no me meto en sus negocios. Le traigo lo que quede del gringo y usted me deja en paz.

– Desde luego, viejo. Como dije, hablando se entienden los cristianos.

No le significó un gran esfuerzo llegar hasta el lugar donde los norteamericanos habían acampado la primera noche, y abriéndose camino a machete alcanzó la cordillera del Yacuambi, la selva alta, rica en frutos silvestres en la que varias colonias de monos establecían su territorio. Ahí, ni siquiera hubo de buscar un rastro. Los norteamericanos dejaron tal cantidad de objetos abandonados en su fuga, que le bastó con seguirlos para encontrar los restos de los desdichados.

Primero encontró al colono. Lo reconoció por la calavera desdentada, y a los pocos metros al norteamericano. Las hormigas realizaron su trabajo de manera impecable dejando huesos mondos que parecían de yeso. El esqueleto del norteamericano recibía la última atención de las hormigas. Trasladaban su cabellera pajiza de pelo en pelo, como diminutas leñadoras de árboles cobrizos, para fortalecer con ellos el cono de entrada del hormiguero.

Moviéndose lentamente, encendió un cigarro y fumó mirando la labor de los insectos, indiferentes a su presencia. Al escuchar un ruido proveniente de la altura, no pudo evitar una carcajada. Un mico pequeñito cayó de un árbol arrastrado por el peso de una cámara fotográfica que insistía en cargar.

Terminó el cigarro. Con el machete ayudó a las hormigas rapando la calavera, y metió los huesos en un costal.

Un solo objeto del infortunado norteamericano logró llevar consigo: el cinturón de hebilla plateada en forma de herradura que los micos no consiguieron desabrochar.

Regresó a El Idilio, entregó los restos, y el alcalde lo dejó en paz, en esa paz que debía cuidar porque de ella dependían los momentos placenteros frente al río, de pie ante la mesa alta, leyendo pausadamente las novelas de amor.

Y esa paz se veía de nuevo amenazada por el alcalde que lo obligaría a participar de la expedición, y por unas afiladas garras ocultas en algún lugar de la espesura.

Capítulo séptimo

El grupo de hombres se reunió con las primeras difusas luces del alba adivinada sobre los nubarrones. De uno en uno llegaron dando saltos por el sendero enlodado, descalzos y con los pantalones subidos hasta las rodillas.

El alcalde ordenó a su mujer servirles café y patacones de banano verde, en tanto él repartía cartuchos para las escopetas. Tres cargas dobles para cada uno, además de un atado de cigarros, cerillas y una botella de Frontera por nuca.

– Todo esto es con cargo al Estado. Al regreso me tienen que firmar un recibo.

Los hombres comían y se echaban los primeros tragos del día entre pecho y espalda.

Antonio José Bolívar Proaño permanecía algo alejado del grupo y sin tocar el plato de hojalata.

Había desayunado temprano y sabía de los inconvenientes de cazar con el cuerpo pesado. El cazador ha de ir siempre un poco hambriento, pues el hambre agudiza los sentidos. Le daba piedra al machete escupiendo a ratos sobre la hoja, y luego, mirando con un solo ojo, comprobaba la perfección del acero afilado.

– ¿Tiene un plan? -preguntó uno.

– Primero iremos hasta lo de Miranda. Enseguida, ya se verá.

El gordo no era, por cierto, un gran estratega. Tras comprobar aparatosamente la carga de su Smith and Wesson, «mitigüeso» para los lugareños, se enfundó en un impermeable de hule azul que resaltaba su cuerpo amorfo.

Ninguno de los cuatro hombres hizo el menor comentario. Gozaban viéndolo sudar como a un oxidado grifo interminable.

«Ya verás, Babosa. Ya verás qué tibiecito es el impermeable. Se te van a cocer hasta los huevos ahí dentro.»

Exceptuando al alcalde, iban todos descalzos. Habían forrado los sombreros de paja con bolsas plásticas, y en morrales de lona engomada protegían los cigarros, las municiones y las cerillas. Las escopetas descargadas viajaban terciadas a la espalda.

– Si me permite. Las botas de goma le van a estorbar la marcha -apuntó uno.

El gordo simuló no haber oído y dio la orden de partir.

Abandonaron la última casa de El Idilio y se internaron en la selva. Adentro llovía menos pero caían chorros más gruesos. La lluvia no conseguía traspasar el tupido techo vegetal. Se acumulaba en las hojas y al ceder las ramas bajo el peso se precipitaba aromatizada por todas las especias.

Caminaban lento a causa del lodazal, de las ramas y plantas que cubrían con renovadas fuerzas el estrecho sendero.

Para avanzar mejor se dividieron. Adelante, dos hombres abrían brecha a machete, en medio iba el alcalde respirando agitadamente, mojado por dentro y por fuera, y detrás los dos hombres restantes cerraban la marcha desmochando los vegetales escapados a los macheteros de vanguardia.

Antonio José Bolívar era uno de los que viajaban detrás del alcalde.

– Monten las escopetas. Más vale andar preparados -ordenó el gordo.

– ¿Para qué? Es mejor llevar los cartuchos secos en las bolsas.

– Yo doy las órdenes aquí.

– A su orden, excelencia. Total, los cartuchos son del Estado.

Los hombres simularon cargar las escopetas.

A las cinco horas de caminata habían avanzado algo más de un kilómetro. La marcha se interrumpió repetidamente por causa de las botas del gordo. Cada cierto tiempo, hundía los pies en el lodazal burbujeante y parecía que el fango se tragara aquel cuerpo obeso. Enseguida venía la lucha por sacar los pies moviéndose con tal torpeza que sólo lograba hundirse más. Los hombres lo sacaban jalándolo de los sobacos, y unos cuantos pasos más adelante otra vez estaba el alcalde hundido hasta las rodillas.

De pronto, el gordo perdió una de las botas. El pie libre apareció blanco y liviano, pero, para conservar el equilibrio, lo hundió de inmediato junto al hueco donde había desaparecido la bota.