El viejo y su compañero lo ayudaron a salir.
– La bota. Búsquenme la bota -mandó.
– Le dijimos que iban a estorbarle. Ya no aparece más. Camine como nosotros, pisando las ramas caídas. Descalzo va mucho más cómodo y avanzamos mejor.
El alcalde, furioso, se hincó y trató de apartar porciones de lodo con las manos. Tarea inútil. Apartaba un puñado de crema oscura y chorreante sin conseguir alterar la superficie.
– En su lugar, no haría eso. Vaya uno a saber qué bicharracos estarán durmiendo felices allá abajo -comentó uno.
– Cierto. Escorpiones, por ejemplo. Se entierran hasta que pasan las lluvias y no les gusta ser molestados. Tienen un humor de la gran puta -agregó el viejo.
El alcalde, hincado, los miraba con odio.
– ¿Se creen que me trago esas pendejadas? ¿Me quieren asustar con cuentos de vieja?
– No, excelencia. Espere un resto.
El viejo cortó una rama, le abrió una punta en horquilla y la hundió repetidas veces en el lodo burbujeante. Al fin la retiró, la limpió cuidadosamente con el machete, y al suelo cayó un escorpión adulto. Venía cubierto de lodo, pero aun así dejaba ver su ponzoñosa cola levantada.
– ¿Ve? Y usted, que traspira tanto, todo saladito, es una invitación para estos bichos.
El alcalde no respondió. Con la mirada perdida en el escorpión tratando de sumergirse de nuevo en la tranquilidad del lodazal, sacó el revólver y lo descargó disparando los seis tiros sobre el bicho. Entonces se quitó la otra bota y la arrojó entre el follaje.
Con el gordo descalzo, la marcha se hizo un poco más ágil, pero siempre perdían tiempo en las subidas. Todos trepaban sin dificultades y se detenían para mirar al alcalde a cuatro patas, avanzando un par de metros y retrocediendo cuatro.
– Pise con el culo, excelencia. Fíjese cómo lo hacemos nosotros. Abra bien las piernas antes de posar la pata. Usted las abre no más de las rodillas para abajo. Eso es caminar como monja pasando frente a una gallera. Ábralas bien y pise con el culo -le gritaban.
El gordo, con los ojos enrojecidos de furia, intentaba subir a su manera, pero su cuerpo amorfo lo traicionaba una y otra vez, hasta que los hombres formaban una cadena de brazos y tiraban de él hasta la altura.
Los descensos eran rápidos. El alcalde los hacía sentado, de espaldas o boca abajo. Llegaba siempre primero, envuelto en barro y restos de plantas.
A media tarde nuevos y gruesos nubarrones se condensaron en el cielo. No podían verlos, pero los adivinaban en la oscuridad, que volvía impenetrable la selva.
– No podemos seguir. No se ve nada -dijo el alcalde.
– Eso suena sensato -respondió el viejo.
– Bueno, entonces aquí nos quedamos -ordenó el alcalde.
– Ustedes se quedan. Voy a buscar un lugar seguro. No me tardo. Fumen para orientarme el regreso -dijo el viejo, y le entregó su escopeta a uno de los hombres.
El viejo desapareció tragado por la oscuridad y los hombres se quedaron fumando sus cigarros de hoja dura, protegiéndolos con las manos ahuecadas.
No le llevó mucho tiempo dar con un terreno plano. Lo recorrió midiéndolo por pasos y con la hoja del machete palpó la textura de las vegetaciones. De pronto, el machete le devolvió un sonido metálico y el viejo respiró satisfecho. Regresó hasta el grupo orientándose por el olor a tabaco y les comunicó que había encontrado un lugar para pasar la noche.
El grupo llegó al terreno plano y dos hombres se dieron a la tarea de cortar hojas de bananos silvestres. Con ellas alfombraron el suelo y se sentaron satisfechos a echarse un merecido trago de Frontera.
– Lástima no poder hacer una fogata. Estaríamos más seguros junto a un buen fuego -se quejó el alcalde.
– Es mejor así -opinó uno de los hombres.
– No me gusta esto. No me gusta la oscuridad. Hasta los salvajes se protegen con el fuego -alegó el gordo.
– Mire, excelencia, estamos en un lugar seguro. Nosotros no podemos ver a la bestia, si es que anda cerca, y ella no puede vernos a nosotros. Si encendemos una fogata le estaríamos regalando la ocasión de vernos, y nosotros no la veríamos a ella porque el fuego nos encandilaría. Quédese tranquilo y trate de dormir. A todos nos hace falta echar un sueño. ¡Ah!, y, sobre todo, evitemos hablar.
Los hombres secundaron las palabras del viejo y, tras una breve consulta, acordaron los turnos de guardia. El viejo haría el primero y se encargaría de despertar a su relevo.
El cansancio de la caminata se adueñó pronto de los hombres. Dormían encogidos, abrazándose las piernas y cubriéndose los rostros con sombreros. Sus respiraciones tranquilas no interrumpían el ruido de la lluvia.
Antonio José Bolívar estaba sentado, con las piernas cruzadas, apoyando la espalda en un tronco. Acariciaba a ratos la hoja del machete y recibía, atento, los sonidos de la selva. Los repetidos golpes de algo voluminoso cayendo en el agua le indicaron que estaban cerca de un brazo de río o de un arroyo crecido. En las épocas de lluvia el aguacero arrastraba miles de insectos desde las ramas y los peces se daban festines. Saltaban de felicidad, ahitos y satisfechos.
Recordó la primera vez que vio un verdadero pez de río. Hacía ya muchos años de aquello. Fue cuando todavía era un aprendiz en la selva.
Una tarde de cacería, sintió que el cuerpo le hedía ácido de tanto sudar y al llegar a un arroyo se aprestó a darse un chapuzón. Quiso la suerte que un shuar lo viera a tiempo y le lanzara el grito de advertencia.
– No te metas. Es peligroso.
– ¿Pirañas?
El shuar le indicó que no. Las pirañas se agrupan en las aguas mansas y profundas, jamás en las cerrentosas. Son peces torpes y adquieren velocidad solamente impulsados por el hambre o el olor a sangre. Nunca tuvo problemas con las pirañas. De los shuar aprendió que basta con untarse el cuerpo con leche de caucho para ahuyentarlas. La leche de caucho pica, arde, amenaza con levantar la piel, pero la comezón se marcha al entrar en contacto con el agua fresca y las pirañas huyen apenas sienten el olor.
– Peor que las pirañas -dijo el shuar, y le hizo seguir el movimiento de su mano indicando la superficie del arroyo. Vio una mancha oscura de más de un metro de largo deslizándose rápida.
– ¿Qué es?
– Un bagre guacamayo.
Un pez enorme. Más tarde, pescó algunos ejemplares que alcanzaban los dos metros, superando los setenta kilos de peso, y también supo que eran inofensivos pero mortalmente amistosos.
Al ver a un ser humano en el agua se acercaban para jugar, propinando tales coletazos de aprecio que fácilmente partían un espinazo.
Oía repetirse los golpes pesados en el agua. Tal vez se trataba de un bagre guacamayo hartándose de comejenes, catza machos, palitos vivientes, langostas, grillos, arañas, o delgadas culebras voladoras arrastradas por el aguacero.
Era un ruido vital en medio de la oscuridad. Era como dicen los shuar: «De día, es el hombre y la selva. De noche, el hombre es selva».
Lo escuchó complacido hasta que dejó de repetirse.
El relevo se le adelantó. El hombre hizo sonar los huesos al estirarse y se le acercó.
– Ya dormí suficiente. Anda, tiéndete en mi cama. Te la dejé tibiecita.
– No estoy cansado. Prefiero dormir cuando aclare.
– Algo saltaba en el agua, ¿no?
El viejo se disponía a hablarle de los peces, pero lo interrumpió un ruido nuevo llegando desde la espesura.
– ¿Oíste?
– Callado. Callado.
– ¿Qué será?
– No sé. Pero es bastante pesado. Despierta a los otros sin hacer ruido.
El hombre no alcanzó a levantarse y ambos se vieron atacados por un destello de plata que hería la vegetación húmeda aumentando el efecto enceguecedor.
Era el alcalde, alarmado por el ruido, y se acercaba con la linterna encendida.