El indígena remaba parejo, de pie, en la popa de la delgada embarcación. Al llegar junto al Sucre dio un par de paletadas que lo pegaron al barco.
Por la borda asomó la figura aburrida del patrón. El shuar le explicaba algo gesticulando con todo el cuerpo y escupiendo constantemente.
El dentista terminó de secar los instrumentos y los acomodó en un estuche de cuero. Enseguida tomó el recipiente con los dientes sacados y los arrojó al agua.
El patrón y el shuar pasaron por su lado rumbo a la alcaldía.
– Tenemos que esperar, doctor. Traen a un gringo muerto.
No le agradó la nueva. El Sucre era un armatoste incómodo, sobre todo durante los viajes de regreso, recargado de banano verde y café tardío, semipodrido, en los costales.
Si se largaba a llover antes de tiempo, cosa que al parecer ocurriría ya que el barco navegaba con una semana de retraso a causa de diversas averías, entonces debían cobijar carga, pasajeros y tripulación bajo una lona, sin espacio para colgar las hamacas, y si a todo ello se sumaba un muerto el viaje sería doblemente incómodo.
El dentista ayudó a subir a bordo el sillón portátil y enseguida caminó hasta un extremo del muelle. Ahí lo esperaba Antonio José Bolívar Proaño, un viejo de cuerpo correoso al que parecía no importarle el cargar con tanto nombre de prócer.
– ¿Todavía no te mueres, Antonio José Bolívar?
Antes de responder, el viejo se olió los sobacos.
– Parece que no. Todavía no apesto. ¿Y usted?
– ¿Cómo van tus dientes?
– Aquí los tengo -respondió el viejo, llevándose una mano al bolsillo. Desenvolvió un pañuelo descolorido y le enseñó la prótesis.
– ¿Y por qué no los usas, viejo necio?
– Ahorita me los pongo. No estaba ni comiendo ni hablando. ¿Para qué gastarlos entonces?
El viejo se acomodó la dentadura, chasqueó la lengua, escupió generosamente y le ofreció la botella de Frontera.
– Venga. Creo que me gané un trago.
– Vaya que sí. Hoy día sacó veintisiete dientes enteros y un montón de pedazos, pero no superó la marca.
– ¿Siempre me llevas la cuenta?
– Para eso son los amigos. Para celebrar las gracias del otro. Antes era mejor, ¿no le parece?, cuando todavía llegaban colonos jóvenes. ¿Se acuerda del montuvio aquel, ese que se dejó sacar todos los dientes para ganar una apuesta?
El doctor Rubicundo Loachamín ladeó la cabeza para ordenar los recuerdos, y así llegó la imagen del hombre, no muy joven y vestido a la manera montuvia. Todo de blanco, descalzo, pero con espuelas de plata.
El montuvio llegó hasta la consulta acompañado de una veintena de individuos, todos muy borrachos. Eran buscadores de oro sin recodo fijo. Peregrinos, los llamaban las gentes, y no les importaba si el oro lo encontraban en los ríos o en las alforjas del prójimo. El montuvio se dejó caer en el sillón y lo miró con expresión estúpida. -Tú dirás.
– Me los saca toditos. De uno en uno, y me los va poniendo aquí, sobre la mesa. -Abre la boca.
El hombre obedeció, y el dentista comprobó que junto a las ruinas molares le quedaban muchos dientes, algunos picados y otros enteros.
– Te queda un buen puñado. ¿Tienes dinero para tantas extracciones?
El hombre abandonó la expresión estúpida. -El caso es, doctor, que los amigos aquí presentes no me creen cuando les digo que soy muy macho. El caso es que les he dicho que me dejo sacar todos los dientes, uno por uno y sin quejarme. El caso es que apostamos, y usted y yo nos iremos a medias con las ganancias.
– Al segundo que te saquen vas a estar cagado y llamando a tu mamacita -gritó uno del grupo y los demás lo apoyaron con sonoras carcajadas.
– Mejor te vas a echar otros tragos y te lo piensas. Yo no me presto para cojudeces -dijo el dentista.
– El caso es, doctor, que, si usted no me permite ganar la apuesta, le corto la cabeza con esto que me acompaña.
Al montuvio le brillaron los ojos mientras acariciaba la empuñadura del machete.
De tal manera que corrió la apuesta.
El hombre abrió la boca y el dentista hizo un nuevo recuento. Eran quince dientes, y, al decírselo, el desafiante formó una hilera de quince pepitas de oro sobre el tapete cardenalicio de las prótesis. Una por cada diente, y los apostadores, a favor o en contra, cubrieron las apuestas con otras pepitas doradas. El número aumentaba considerablemente a partir de la quinta.
El montuvio se dejó sacar los primeros siete dientes sin mover un músculo. No se oía volar una mosca, y al retirar el octavo lo acometió una hemorragia que en segundos le llenó la boca de sangre. El hombre no conseguía hablar, pero le hizo una señal de pausa.
Escupió varias veces formando cuajarones sobre la tarima y se echó un largo trago que le hizo revolverse de dolor en el sillón, pero no se quejó, y tras escupir de nuevo, con otra señal le ordenó que continuase.
Al final de la carnicería, desdentado y con la cara hinchada hasta las orejas, el montuvio mostró una expresión de triunfo horripilante al dividir las ganancias con el dentista.
– Sí. Esos eran tiempos -murmuró el doctor Loachamín, echándose un largo trago.
El aguardiente de caña le quemó la garganta y devolvió la botella con una mueca.
– No se me ponga feo, doctor. Esto mata los bichos de las tripas -dijo Antonio José Bolívar, pero no pudo seguir hablando.
Dos canoas se acercaban, y de una de ellas asomaba la cabeza yaciente de un hombre rubio.
Capítulo segundo
El alcalde, único funcionario, máxima autoridad y representante de un poder demasiado lejano como para provocar temor, era un individuo obeso que sudaba sin descanso.
Decían los lugareños que la sudadera le empezó apenas pisó tierra luego de desembarcar del Sucre, y desde entonces no dejó de estrujar pañuelos, ganándose el apodo de la Babosa.
Murmuraban también que antes de llegar a El Idilio estuvo asignado en alguna ciudad grande de la sierra, y que a causa de un desfalco lo enviaron a ese rincón perdido del oriente como castigo.
Sudaba, y su otra ocupación consistía en administrar la provisión de cerveza. Estiraba las botellas bebiendo sentado en su despacho, a tragos cortos, pues sabía que una vez terminada la provisión la realidad se tornaría más desesperante.
Cuando la suerte estaba de su parte, podía ocurrir que la sequía se viera recompensada con la visita de un gringo bien provisto de whisky. El alcalde no bebía aguardiente como los demás lugareños. Aseguraba que el Frontera le provocaba pesadillas y vivía acosado por el fantasma de la locura.
Desde alguna fecha imprecisa vivía con una indígena a la que golpeaba salvajemente acusándola de haberle embrujado, y todos esperaban que la mujer lo asesinara. Se hacían incluso apuestas al respecto.
Desde el momento de su arribo, siete años atrás, se hizo odiar por todos.
Llegó con la manía de cobrar impuestos por razones incomprensibles. Pretendió vender permisos de pesca y caza en un territorio ingobernable. Quiso cobrar derecho de usufructo a los recolectores de leña que juntaban madera húmeda en una selva más antigua que todos los Estados, y en un arresto de celo cívico mandó construir una choza de cañas para encerrar a los borrachos que se negaban a pagar las multas por alteración del orden público.
Su paso provocaba miradas despectivas, y su sudor abonaba el odio de los lugareños.
El anterior dignatario, en cambio, sí fue un hombre querido. Vivir y dejar vivir era su lema. A él le debían las llegadas del barco y las visitas del correo y del dentista, pero duró poco en el cargo.
Cierta tarde mantuvo un altercado con unos buscadores de oro, y a los dos días lo encontraron con la cabeza abierta a machetazos y medio devorado por las hormigas.