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No había mirado ni una sola vez hacia donde él estaba. Un detalle que solo podía tener dos explicaciones: o no lo había visto todavía o ya no tenía interés en entablar una relación, del tipo que fuera, con él.

Sabía perfectamente que ninguna de esas explicaciones era la verdadera.

Estaba decidida a atraparlo. Y desde luego que lo había visto. No estaría dándole la espalda con tanto empeño si no lo hubiera visto.

La situación le hizo gracia.

Le dio un trago a su bebida y siguió con la conversación que mantenía con su grupo de amigos. No tenía prisa por acercarse a ella. De hecho, no tenía intención de dar el primer paso. Si quería darle la espalda toda la tarde, le traía sin cuidado.

Sin embargo, empezó a darle vueltas a la pregunta que llevaba preocupándolo esos tres días mientras reía con sus contertulios y observaba a los recién llegados, saludando a unos con una mano y a otros con una sonrisa.

¿De verdad quería a la duquesa de Dunbarton por amante?

Había respondido con un no rotundo a esa pregunta en Hyde Park, y lo había dicho en serio.

La mayoría de los hombres habría considerado que esa pregunta era ridícula, por supuesto. La duquesa era, al fin y al cabo, una de las mujeres más guapas que había visto en la vida y, en el caso de ser posible, había mejorado con la edad. Seguía siendo relativamente joven y sexualmente atractiva. Era una mujer solicitadísima… y se quedaba corto. Podría escoger a cualquier hombre como amante, los casados incluidos.

Pero…

Algo lo hacía titubear, y no sabía muy bien por qué.

¿Por el hecho de que hubiera sido ella quien lo había elegido? Sin embargo, no había razón para que una mujer no persiguiera lo que deseaba con el mismo celo que un hombre. Cuando él se decantaba por una mujer, siempre la perseguía con insistencia hasta que capitulaba… o no. Además, ¿no era halagador que una mujer guapa y atractiva que podría tener a cualquiera lo escogiese a él?

¿Se debía entonces a que le parecía demasiado dispuesta? ¿Acaso no había tenido un sinfín de amantes en vida del difunto duque? ¿No era lo normal que siguiera con la misma tónica cuando por fin era libre, no solo del duque sino del obligatorio año de luto? No obstante, nunca se había amedrentado por la competencia. Además, si al final la duquesa decidía entretener a más amantes aparte de él, siempre podía cortar la relación. Al fin y al cabo, no buscaba amor ni nada que se pareciera a un compromiso conyugal. Solo buscaba una amante. Su corazón no se involucraría.

Y durante el concierto de los Heaton le había insinuado que mientras fuera su amante, no habría sitio para ninguno más.

¿Se debía entonces a que ella era como un libro abierto, tal como le había dicho durante el concierto? Todo el mundo la conocía. Pese a la mirada lánguida y a la leve sonrisa que no abandonaba sus labios, la duquesa no encerraba ningún misterio, no se ocultaba bajo múltiples capas que ir apartando, como los pétalos de una rosa.

Salvo por su ropa.

Era imposible saber qué aspecto tendría una mujer desnuda, sin importar las veces que se admirara su cuerpo vestido. Era imposible saber qué se sentiría al tocarla, cómo se movería, qué sonidos emitiría cuando…

– Constantine -lo llamó su tía, lady Lyngate, la hermana de su madre, que se había acercado a él por detrás y le había colocado una mano en el brazo-, dime que todavía no has ido hasta la orilla. O si lo has hecho, miénteme y dime que estarás encantado de acompañarme.

Le cubrió la mano con la suya y la miró con una sonrisa.

– No te mentiría, tía María, aunque hubiera estado una docena de veces en la orilla, cosa que no ha sucedido -le dijo-. Siempre es un placer acompañarte a donde quieras ir. No sabía que estabas en la ciudad. ¿Cómo te encuentras? Los años y las canas te sientan de maravilla. Te otorgan una gran elegancia.

Tampoco mentía al decir eso. Su tía debía de rondar los sesenta y todavía se volvían a mirarla.

– En fin -replicó ella con una carcajada-, creo que es la primera vez que alaban mis canas.

Seguía teniendo el pelo muy oscuro, pero sus sienes comenzaban a aclararse de un modo muy atractivo. Era la madre de Elliott, el duque de Moreland, pero nunca le había retirado el saludo a pesar de que su hijo apenas le hablaba. Y lo mismo sucedía con las hermanas de Elliott.

– ¿Cómo está Cece? -le preguntó mientras conducía a su tía a la escalinata por la que se descendía hasta el prado. Se refería a Cecily, la vizcondesa de Burden, la benjamina de la familia y su prima preferida-. ¿Tendrá pronto a su hijo?

– Tan pronto que Burden y ella se han quedado en el campo este año -contestó su tía-, para el deleite de sus otros dos hijos, estoy segura. Es una idea magnífica la de colocar las mesas en la terraza junto al río. Así se puede disfrutar de los refrigerios junto a la orilla.

Hicieron justo eso. Estuvieron unos diez minutos sentados hasta que se les unieron tres amigos de su tía, una dama y dos caballeros.

– Lady Lyngate, ¿tendría la amabilidad de apiadarse de mí? Siempre y cuando su sobrino pueda prescindir de su presencia -le preguntó el caballero soltero después de un rato de conversación-. Hemos bajado a la terraza para dar una vuelta en bote, pero soy de la opinión de que tres son multitud. Por favor, acompáñenos para así ser cuatro.

– ¡Por supuesto! -accedió ella-. ¡Qué idea más maravillosa! Constantine, ¿me disculpas?

– Muy a regañadientes -respondió, guiñándole un ojo a su tía.

Los observó subirse a un bote que acababa de quedarse libre y uno de los caballeros se hizo cargo de los remos para alejarse por el río.

– ¿Está solo, señor Huxtable? -Preguntó una voz conocida a su espalda-. Sería un desperdicio dejar solo a un caballero tan disponible.

– Estaba esperando a que usted me viera y se apiadara de mí -replicó al tiempo que se ponía en pie-. Siéntese conmigo, duquesa.

– No tengo hambre ni sed, ni tampoco necesito un descanso -dijo ella-. Lléveme a los invernaderos. Quiero ver las orquídeas.

¿Alguna vez alguien le decía que no?, se preguntó Con mientras le ofrecía el brazo. Cuando anunció en la velada musical de los Heaton que se sentaría con él durante el concierto, ¿se le ocurrió que podía acabar muy avergonzada si él se negaba? Claro que ¿por qué temerle al rechazo cuando hasta el cascarrabias y arisco duque de Dunbarton había sucumbido a sus encantos después de llevar resistiendo los de las demás mujeres más de setenta años?

– Me he sentido ofendidísima -comentó ella cuando aceptó su brazo-. No se ha acercado a saludarme al llegar.

– Me parece que yo he llegado antes, duquesa. Y usted no se ha acercado a saludarme.

– ¿Ahora resulta que es la mujer la que debe dejar lo que esté haciendo para saludar al hombre?

– ¿Tal como acaba de hacer? -preguntó a su vez, mirándola.

No llevaba bonete ese día, sino un absurdo sombrerito, inclinado de forma muy sofisticada sobre la ceja derecha y que le quedaba, por supuesto, perfecto. Los rizos rubios lo rodeaban con un estilo desenfadado que su doncella posiblemente habría tardado una hora en conseguir. El vestido de muselina blanca, según comprobaba de cerca, estaba bordado con capullitos de rosas en un tono muy claro.

– Señor Huxtable, está muy feo que me lo eche en cara -replicó ella-. ¿Qué otra alternativa me ha dejado? Habría sido muy aburrido volver a casa sin hablar con usted.

Pasearon por el prado en diagonal, en dirección a los invernaderos. Con se dejó llevar por la sensación de inevitabilidad. La duquesa estaba decidida a conquistarlo. Y pese a sus dudas, reconocía que la idea de ser conquistado no le resultaba desagradable.

Acostarse con ella sería toda una aventura llena de emociones fuertes, no le cabía la menor duda. ¿Una lucha por hacerse con el control, tal vez? ¿Y un enorme placer mutuo mientras luchaban?