No pareció sorprenderse. Pero Hannah vislumbró algo. Un indicio de pasión, quizá. En el fondo lo había sorprendido.
En ese momento deseó haber llevado un abanico después de todo.
– Duquesa, esta noche está especialmente guapa -dijo él mientras le ofrecía el brazo.
La condujo a una estancia pequeña y acogedora de planta cuadrada. Las gruesas cortinas que ocultaban la ventana impedían el paso de la mortecina luz del atardecer. La única fuente de luz era el fuego que chisporroteaba en la chimenea, más dos velas altas situadas en sendos candelabros de cristal sobre una mesita emplazada en el centro. Una mesita dispuesta para dos comensales.
Ese no era el comedor, supuso Hannah.
Había elegido un lugar más íntimo.
Lo vio acercarse a un aparador para servir dos copas de vino, tras lo cual tiró del cordón de la campanilla. Le ofreció una de las copas a ella.
– ¿Con el estómago vacío, señor Huxtable? -le preguntó-. ¿Quiere verme bailar encima de la mesa?
– No estaba pensando en la mesa precisamente, duquesa -contestó él, que acercó su copa a la suya a modo de silencioso brindis.
Hannah probó el vino.
– Necesito poco incentivo para bailar sea donde sea -le aseguró-. Estará malgastando el vino.
– En ese caso, espero que al menos le parezca exquisito -replicó el señor Huxtable.
Estaba exquisito, por supuesto.
El mayordomo y un criado entraron en ese momento con la comida, y ellos ocuparon sus respectivos lugares a la mesa.
El chef era excelente, descubrió Hannah casi al instante. Durante unos minutos comieron casi en silencio.
– Señor Huxtable -dijo ella a la postre-, hábleme de su hogar.
– ¿Se refiere a Warren Hall?
– Ese fue su hogar en el pasado -señaló ella-. Pero ahora pertenece al conde de Merton. ¿Se lleva bien con él?
Al fin y al cabo, lo había visto cabalgando con el conde en el parque.
– De maravilla -contestó.
– ¿Dónde vive usted ahora? -le preguntó Hannah. Él hizo un gesto con la mano que abarcó la estancia.
– Aquí.
– No todo el año, supongo -replicó-. ¿Dónde vive cuando no está en la ciudad?
– Tengo una casa en Gloucestershire -respondió.
Lo observó en silencio mientras retiraban los cuencos de la sopa y servían el pescado.
– No piensa hablarme de ella, ¿verdad? Qué irritante es usted. Otro secreto que añadir al referente a su distanciamiento con el duque de Moreland. Y al misterio de su maravillosa relación con el conde de Merton después de que le robara el título que le pertenecía por derecho.
El señor Huxtable soltó sus cubiertos sobre el plato sin hacer ruido. La miró a los ojos desde el otro lado de la mesa. Sus iris parecían negros.
– Duquesa, está usted mal informada -repuso-. El título jamás pudo ser mío. No había la menor posibilidad de que pudiera serlo. Perteneció a mi padre y después a mi hermano pequeño, y ahora es de mi primo. No tengo motivos para guardarles rencor a ninguno de ellos. Quise mucho a mi padre y a mi hermano. Le tengo cariño a Stephen. Todos forman parte de mi familia. Y a la familia hay que quererla.
«¡Ah!», exclamó Hannah para sus adentros. Acababa de poner el dedo en una llaga. Aunque su voz y sus gestos eran serenos, parecían…
¿Demasiado serenos?
– Salvo al duque de Moreland -apostilló ella. El señor Huxtable siguió mirándola, desentendiéndose por completo de la comida.
Les retiraron los platos para servir el siguiente.
– ¿Qué me dice de su familia, duquesa?
Hannah se encogió de hombros.
– Está el duque -contestó-. Me refiero al actual. Un hombre intachable, inofensivo y tan interesante como el maíz y las ovejas a los que adora. El duque, mi difunto marido, tenía un ejército de parientes con quienes apenas se relacionaba.
– ¿Y su familia? -insistió él.
Hannah cogió la copa y la hizo girar muy despacio para contemplar el reflejo de la luz de las velas en el cristal antes de llevársela a los labios.
– No tengo -respondió-. Así que no puedo contarle nada. No hay secretos que ocultar ni que descubrir. Pero le hablaré de Copeland Manor, mi casa de Kent. El duque me la compró hace cinco años como un regalo. Decía que era mi rústica casita de campo, pero ni es rústica ni es una casita. Es una mansión en toda regla. Rodeada por una inmensa propiedad que extiende su esplendor en las cuatro direcciones, con terrenos de labor y otras zonas no cultivables, pero bien atendidas. Hay arboledas, pastos y un lago natural. Pero no hay cenadores, ni jardines de parterres ni senderos agrestes. Todo es muy… rústico. En ese sentido, el duque no podía llevar más razón al tildarla así. -Hannah guardó silencio mientras cortaba un trozo de ternera, que por su aspecto y su blandura parecía haber sido cocinada a la perfección.
– ¿No será tal vez demasiado natural para usted, duquesa? -le preguntó el señor Huxtable.
– A veces me temo que así es -reconoció-. Creo que debería imponer mi voluntad humana para embellecerla un poco, para lograr el mismo efecto que tenía esta tarde el jardín.
– ¿Pero…? -la instó a explicarse, olvidada de nuevo la comida.
– Pero confieso que me gusta tal como está -contestó-. La naturaleza necesita ser domesticada en ocasiones. En aras de la civilización. Pero ¿debemos obligarla a ser algo distinto de lo que debería ser en aras de la belleza? ¿Qué es la belleza?
– La pregunta del siglo -replicó él.
– Debería verla con sus propios ojos y decirme qué le parece -sugirió.
– ¿Debería verla? -El señor Huxtable enarcó las cejas-. ¿Me está invitando a Kent?
– Organizaré una breve fiesta campestre, si bien será más adelante, cuando la gente empiece a cansarse de los interminables bailes -contestó-. Le aseguro que todo será muy respetable, aunque para entonces todo el mundo sabrá, por supuesto, que somos amantes. La gente siempre lo sabe, aunque a veces no sea cierto. Que no será nuestro caso. Así me dirá qué opina de la propiedad.
– ¿Y tendrá en cuenta mi opinión? -le preguntó él.
– Posiblemente no -respondió Hannah-. Pero, de todas formas, escucharé lo que tenga que decirme.
– Me siento honrado.
– Y yo me siento llena -anunció-. ¿Sería tan amable de felicitar al chef de mi parte, señor Huxtable?
– Lo haré -dijo-. Le alegrará muchísimo saber que no será despedido mañana por la mañana. ¿Le apetece un poco de queso o una taza de café? ¿Té, quizá?
No le apetecía nada. Llevaba toda la noche intentando distraerse mediante la conversación. E intentando fingir que tenía hambre, cosa que debería ser cierta porque no había comido desde el almuerzo al aire libre, cuando el señor Huxtable le ofreció un plato con entremeses en la terraza superior.
Apoyó un codo sobre la mesa, se colocó la barbilla en la mano y lo miró a la cara. Su rostro quedaba enmarcado por las dos velas.
– Solo el postre, señor Huxtable -contestó al tiempo que sentía la deliciosa emoción de lo que había soñado durante la segunda mitad del año de luto y de lo que había planeado durante los meses posteriores a la Navidad.
Emoción y nerviosismo. No debía mostrar lo último. Parecería una reacción impropia de ella.
Le alegraba mucho que fuera él. Se habría sentido desilusionada si el señor Huxtable no hubiera ido ese año a la ciudad. Pero no desolada. Porque tenía otras alternativas, magníficas también. Aunque ninguno podía compararse con el señor Constantine Huxtable.
Lo tenía por un amante extraordinario. Estaba convencida de que no la defraudaría a ese respecto.
No le faltaba mucho para descubrir si sus suposiciones eran ciertas. El señor Huxtable se había levantado, había apartado la silla con las piernas y estaba rodeando la mesa para ofrecerle la mano.
Era una mano cálida y firme, descubrió nada más aceptarla. Y él le pareció más alto y más corpulento cuando se puso en pie. Su colonia, la misma que llevaba en la otra ocasión, volvió a saturarle los sentidos.