– En ese caso, vayamos a disfrutar de él sin más demora -sugirió.
Hannah lo miró con los párpados entornados.
– Espero que este chef en concreto tampoco me defraude -dijo.
– Si lo hace, duquesa -replicó él-, no solo lo despediré por la mañana, además lo llevaré a algún páramo remoto y le pegaré un tiro.
– Una medida un tanto drástica -repuso ella-. Y un desperdicio de toda esta belleza griega. Aunque no creo que sea necesario llegar a esos extremos. Porque no me decepcionará. No lo permitiré.
El señor Huxtable la invitó a tomarlo del brazo y la condujo fuera de la estancia.
Las palabras a menudo eran insuficientes para expresar los pensamientos, hecho del que Con había sido muy consciente durante toda la velada. ¿Qué palabras podían describir algo que era más bello que la belleza y más perfecto que la perfección?
Siempre había tenido a la duquesa de Dunbarton por una mujer de belleza perfecta, aunque nunca se había sentido atraído en lo más mínimo por ella.
Esa noche hasta un superlativo se quedaría corto.
No recordaba haberla visto nunca con otro color que no fuera el blanco. Y siempre había pensado que era un recurso muy ingenioso hacer de dicho color su firma, por llamarlo de alguna manera. Sin embargo, el abandono de la norma era igual de ingenioso… y abrumador.
La duquesa de Dunbarton estaba… En fin, no encontraba las palabras adecuadas para describirla. Tal vez «abrumadora» fuera la única palabra que alcanzaba remotamente a definirla.
Su cocinero bien podría haberles servido cuero y gravilla para cenar, dada la atención que le había prestado a la comida. Y para colmo había tenido que hacer el supremo esfuerzo de no pasarse toda la cena contemplándola boquiabierto.
El color de su vestido y de sus piedras preciosas la transformaba de una reina de hielo en una especie de diosa de la fertilidad. Y su pelo, que posiblemente todos los caballeros sin excepción habrían soñado con ver suelto sobre sus hombros, estaba recogido con un pasador en la nuca y caía por su espalda en una cascada de ondas alborotadas.
El escote de su vestido dejaba bien poco a la imaginación, pero la despertaba de todas formas. Porque si fuera un solo centímetro más bajo…
Monty la había tildado de peligrosa la tarde que la vieron en Hyde Park.
Era más peligrosa que las sirenas de la mitología.
La duquesa había llevado el peso de una conversación carente de las habituales insinuaciones que solían prodigarse. De hecho, cuando le describió su casa de Kent le resultó… cercana. Como si de verdad le gustara la propiedad.
Era una mujer lista, muy lista. Tendría que ser muy cuidadoso con ella, pensó mientras la conducía en silencio por la escalera en dirección a su dormitorio. Aunque no acababa de entender de qué tendría que cuidarse. Al fin y al cabo, estaban a punto de convertirse en amantes. Y posiblemente seguirían siéndolo durante toda la temporada social.
Ese sería el límite, por supuesto. Si la duquesa no quería prolongar tanto su relación… pues muy bien. Él no acabaría con el corazón hecho añicos, ¿verdad?
Emplazado en el baúl que ocupaba uno de los rincones de su dormitorio había un candelabro con las velas encendidas. La ropa de la cama estaba apartada; las cortinas, corridas. Junto a la cama habían dispuesto una bandeja con un decantador de vino y dos copas. Todo estaba listo.
Cerró la puerta tras él.
La duquesa de Dunbarton suspiró mientras le soltaba el brazo y se volvía para mirarlo. El sonido le recordó al ronroneo de una gata satisfecha.
– No hay nada como el placer de la expectación, ¿verdad? -preguntó ella-. Me corre por las venas desde esta tarde, lo confieso. No me arrepiento en lo más mínimo de haber cancelado mi cita para aceptar su invitación. -Le colocó un dedo en la barbilla que procedió a mover con delicadeza mientras lo seguía con los ojos.
– Yo tampoco me arrepiento -le aseguró Con.
– Espero que disfrute de cada minuto -siguió ella-. Confío en que no se parezca a esos hombres que demuestran su virilidad mediante la velocidad que emplean en la carrera. -Lo miró a los ojos, aunque no movió la cabeza.
– ¡Caray, duquesa! -exclamó-. Mi idea era correr. Pero en mi caso será un maratón. ¿Conoce la historia griega?
– ¿Muchos kilómetros? -Preguntó ella a su vez-. ¿Muchas horas? ¿Una resistencia casi sobrehumana?
– Veo que la conoce -repuso.
La duquesa bajó la mano hasta colocarla sobre su hombro al tiempo que hacía lo mismo con la otra.
– En ese caso, será mejor que no consuma más energía hablando, señor Huxtable -le aconsejó-. Será mejor que comience con esta carrera de resistencia, con este maratón, sin más demora. -Y sus sensuales ojos azules lo miraron con expresión soñadora.
Con inclinó la cabeza para besarla en los labios.
Le colocó las manos a ambos lados de su estrecha cintura mientras ella unía las manos en su nuca y le devolvía el beso.
Estaba excitada, muchísimo, pese a la clara advertencia de no olvidar la importancia de los preliminares.
No había esperado descubrir una mujer apasionada, y tal vez su primera impresión resultara cierta una vez metidos en materia. Quizá después de todo fuera la amante experimentada, habilidosa, sensual y dominante que esperaba que fuese. Y quizá fuera lo bastante inteligente, lo bastante segura de sí misma, como para añadir unas gotas de pasión a la mezcla.
En ese momento cayó en la cuenta de que aunque disfrutaba de la pasión, rara vez la encontraba con sus amantes. Porque la pasión requería de ciertos sentimientos, de cierta emoción, de cierto riesgo. La mayoría de las mujeres con las que se acostaba solo buscaban compañía y sexo sudoroso. Fines que a él le satisfacían plenamente. La ausencia de pasión era mejor que un exceso de pasión exaltada.
Porque la pasión podía llevar a establecer un vínculo emocional indeseado. Y él no quería ataduras de ese tipo con ninguna mujer. No quería hacerlas sufrir.
Sin embargo, sus pensamientos racionales se disolvieron al instante. La duquesa había pegado sus pechos a su torso, y también notaba su abdomen y sus muslos apoyados en él. Además de sus labios, que estaban pegados a los suyos.
Sintió una intensa oleada de deseo.
¡Por fin!
Habían pasado demasiados meses desde la última vez que estuvo con una mujer. No se había percatado de lo desesperado que estaba.
Levantó las manos para tomarle la cara entre ellas y la apartó un poco, poniendo fin al beso. Deslizó las manos hasta su nuca para quitarle el pasador de esmeraldas que le sujetaba el pelo y lo dejó caer sobre la alfombra. Le introdujo las manos en el pelo para ordenárselo a placer. La abundante melena no necesitó que hiciera nada, porque rápidamente se extendió por su espalda y por encima de sus hombros como una reluciente nube de delicadas ondas.
La imagen estuvo a punto de arrancarle un siseo.
Parecía diez años más joven. Parecía… inocente. Con esos párpados entornados y esos ojos que aun a la suave luz de las velas eran azulísimos. Una sirena inocente… un incitante oxímoron.
– Yo no puedo hacerle lo mismo -comentó la duquesa-, aunque algunos afirmarían que ya no se lleva el pelo tan largo. De todas formas, no se lo corte. Se lo prohíbo.
– ¿Tendré que ser su esclavo sexual, siempre dócil? -preguntó mientras inclinaba la cabeza para besarla detrás de una oreja, para lo cual le apartó el pelo con un dedo.
En el último momento decidió pasarle la lengua suavemente por esa zona tan delicada y tuvo la satisfacción de sentir su estremecimiento.
– En absoluto -contestó ella-, pero sí hará lo que me complazca porque le complacerá satisfacerme. Le quitaré la chaqueta ya que no lleva ningún pasador en el pelo.