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El ritmo y la profundidad de sus envites continuaron hasta que se le nubló el pensamiento. Hasta que solo quedó el doloroso placer de hundirse y salir de ella. El abandono completo de la mujer a la que poseía.

El abandono de Hannah.

Su interior estaba caliente y mojado, al igual que el resto de su cuerpo por el efecto del sudor y del deseo. La escuchaba respirar de forma superficial.

En un momento dado su resistencia flaqueó, y el deseo físico se desbordó hasta acabar con el control. Introdujo las manos bajo ella para inmovilizarla y aumentó la fuerza y la rapidez de sus movimientos, para hundirse hasta el fondo y presionar y… derramarse en su interior. ¡Derramarse en su interior!

Notó que la tensión abandonaba por completo su cuerpo mientras se relajaba sobre ella. La duquesa tenía la cabeza bajo su hombro con la cara vuelta hacia el otro lado. Todavía lo abrazaba por la cintura y lo rodeaba con las piernas, de modo que también la notó relajarse.

Salió de ella y al sentir la frescura del aire sobre su cuerpo sudoroso, alargó un brazo para tirar de las sábanas y el cobertor. Una vez arropados, volvió la cabeza para mirarla. Tenía el pelo húmedo, rizado y alborotado. Sus ojos azules volvían a estar serenos a la luz de la vela mientras lo miraban a su vez.

– Mis suposiciones sobre usted no podían ser más ciertas -concluyó ella.

– ¿Eso es bueno o malo? -replicó.

– Para ser sincera -añadió-, no eran del todo ciertas. Es usted mucho mejor de lo que esperaba, señor Huxtable.

– Constantine -la corrigió él-. Con para la mayoría. Dejemos las formalidades.

– Siempre te llamaré Constantine -le aseguró la duquesa-. ¿Por qué acortar un nombre tan maravilloso y perfecto? Has superado la audición con honores. El papel de bailarín es tuyo para una larga temporada.

«¿Larga?», se preguntó él.

– Hasta el verano, me refiero -puntualizó la duquesa-. Hasta que vuelva a Kent para instalarme de nuevo en el campo y tú te vayas a tu propiedad de Gloucestershire.

– ¿Y cómo sabes que tú has superado la audición?

La pregunta hizo que ella enarcara las cejas.

– No seas tonto, Constantine -replicó.

Y de repente se percató de que no sabía si había alcanzado el clímax al mismo tiempo que él. Desde luego no lo había hecho ni antes ni después de ese momento.

¿Había tenido un orgasmo o no?

Y si la respuesta era negativa, ¿significaba que él había fallado? No obstante, sus palabras indicaban justo lo contrario. ¿Vería la duquesa el sexo como un ámbito más donde imponer su poder y control? Y donde disfrutar, claro. Porque era evidente que había disfrutado del momento.

Sin embargo, preferiría saber si lo había disfrutado al máximo o no. Eso sí, no se lo preguntaría.

– Más tarde repetiré la audición -le dijo-. De momento me has agotado, duquesa. Necesito recuperar las fuerzas.

– Hannah -lo corrigió ella-. Me llamo Hannah.

– Sí, lo sé -repuso mientras se volvía para tenderse de espaldas. Se tapó los ojos con el dorso de una mano-, duquesa.

No quería entablar una relación íntima con ella. Una ambición absurda dadas las circunstancias.

No iba a entablar una relación emocional.

La duquesa de Dunbarton no iba a controlarlo.

Ni por asomo.

La verdad era que estaba agotado. Pero era un cansancio placentero. Se desperezó satisfecho entre las sábanas. Sentía el calor que irradiaba el cuerpo femenino que tenía al lado. El olor, una mezcla de perfume caro y sudor. Un olor muy erótico y agradable.

Se durmió casi en el acto.

Y se despertó sin saber el tiempo que había pasado para descubrir la cama vacía a su lado y las cortinas descorridas. La duquesa de Dunbarton, ataviada con la camisa blanca que él se había quitado y la melena rubia platino suelta por la espalda, estaba sentada en el alféizar abrazándose la cintura, con las piernas dobladas frente a ella y la mirada clavada en el exterior.

Podía considerarse afortunada, muy afortunada, de que las velas se hubieran consumido en algún momento. Porque con la luz a su espalda y a pesar de llevar la camisa, habría sido un interesante ornamento que contemplar desde la calle.

El hecho de que las velas se hubieran apagado significaba, por supuesto, que se había pasado casi toda la noche durmiendo. Sin embargo, comprobó al mirar hacia el rincón que en realidad las velas no se habían consumido.

Comprendió que ella había tenido el buen tino de apagarlas antes de sentarse en el alféizar.

– ¿Hay algo interesante ahí afuera? -le preguntó al tiempo que entrelazaba los dedos bajo la cabeza.

Ella se volvió para mirarlo.

– No, nada -contestó-. Lo mismo que aquí dentro.

En fin… eso le pasaba por preguntar.

CAPÍTULO 06

En el exterior solo se veía la negrura de la noche, comprobó Hannah cuando descorrió las cortinas para mirar por la ventana. No había carruajes, ni transeúntes, ni luces en las ventanas de las casas de enfrente, salvo un breve resplandor en una ventana de la planta baja de la sexta casa de la hilera. Antes de descorrer las cortinas, había apagado las velas.

Las corrió de nuevo y se acercó al pie de la cama donde se demoró un instante. Constantine estaba dormido como un tronco, con un brazo sobre los ojos. Su respiración era profunda y regular. Tenía una pierna doblada por la rodilla, de forma que la ropa de la cama se asemejaba a una tienda. Pese a la penumbra, lo veía con total claridad.

Se preguntó si dormiría durante lo que quedaba de noche y esbozó una sonrisilla. Según le había asegurado, lo había agotado, cosa que no la sorprendía. Al fin y al cabo, había corrido un maratón.

Se sentía muy dolorida. Pero no era una sensación del todo desagradable.

El frío de la noche le provocó un escalofrío y echó un vistazo en busca de su vestido. Lo vio en el suelo, debajo del corsé, y debía de estar terriblemente arrugado. Se percató de que la camisa de Constantine también descansaba en el suelo. Se agachó para cogerla y se la llevó a la nariz un instante. Olía a su colonia, a él.

Se la pasó por la cabeza, metió los brazos por las mangas y se abrazó con ella puesta. «¡Por Dios, qué hombre más grande!», exclamó para sus adentros. Claro que no tenía nada que objetar sobre su tamaño…

Consideró la idea de volver a la cama, arroparse y acurrucarse a su lado para disfrutar de su calor corporal. Pero no quería dormir con él. Adormilarse conllevaba una pérdida de control. Y era imposible saber lo que se podía decir en sueños o nada más despertarse, antes de espabilarse por completo. O lo que se podía sentir durante esas horas de indefensión.

De modo que regresó junto a la ventana, apartó las cortinas con el dorso de las manos y examinó el alféizar. No estaba diseñado exactamente para ser un asiento, de hecho ni siquiera estaba acolchado, pero era lo bastante ancho como para sentarse. Descorrió las cortinas por completo y se sentó subiendo los pies al alféizar, con las piernas dobladas y abrazándose para entrar en calor. Apoyó la cabeza en el cristal.

Todo estaba en silencio. Y oscuro. Y tranquilo.

Escuchaba la respiración acompasada de Constantine. Era un sonido reconfortante. Porque evidenciaba la cercanía de otro ser humano.

No se arrepentía. Nunca se arrepentía de lo que hacía, más que nada porque jamás actuaba por impulso. En su vida todo estaba planeado y controlado. Como a ella le gustaba.

«Lo único que jamás podrás planear ni controlar, amor mío, es el amor en sí mismo», le había advertido el duque en una ocasión. «Cuando lo encuentres, debes rendirte a él. Pero solo en el caso de que se convierta en la única y verdadera pasión de tu vida. Jamás te conformes con menos o la vida te consumirá.»