«Pero ¿cómo voy a distinguirlo?», le había preguntado ella.
«Lo harás», fue la única respuesta que se dignó a ofrecerle.
La idea de no encontrar jamás el amor la asustaba un poco. Al menos ese tipo de amor. Ese amor arrollador que solo se presentaba una vez en la vida del que le había hablado el duque, dado que él lo conocía por experiencia propia. Seguro que no le pasaba a todo el mundo. No podía pasarles a muchas personas. Tal vez ella ni siquiera lo conociera.
Había querido al duque. Se estremeció y se abrazó con más fuerza. A veces pensaba que era la única persona a la que había querido en la vida. Pero eso no era del todo cierto, y había distintos tipos de amor. Quería a Barbara.
No, no se arrepentía de esa noche.
Y no se sentía culpable. No había ninguna razón de peso por la que no pudiera estar con su amante, en su dormitorio, después de haber mantenido relaciones conyugales con él. Claro que en realidad no eran cónyuges. Su vocabulario pecaba de un exceso de puritanismo en ocasiones. Debía solucionarlo. Era una mujer libre, sin compromisos, al igual que él. Podían mantener todas las relaciones que quisieran porque no había cabida para la culpa.
Debería haberse percatado de que ya no escuchaba su respiración. Su voz la tomó por sorpresa.
– ¿Hay algo interesante ahí afuera?
Volvió la cabeza para mirarlo, pero sus ojos se habían acostumbrado a la suave penumbra del exterior y solo fue capaz de distinguir una silueta oscura.
– No, nada -respondió-. Lo mismo que aquí dentro.
– ¿Te estás quejando porque he utilizado tanta energía que me he quedado dormido, duquesa?
– ¿Estás buscando otro halago, Constantine? -le preguntó a su vez-. Creo haberte dicho que has superado con creces mis expectativas.
Constantine había apartado la sábana y el cobertor para salir de la cama. Una vez de pie, se agachó para rebuscar entre la ropa que descansaba en el suelo, cogió los calzones y después los pantalones. Lo vio darle la espalda y escuchó el tintineo del cristal. Se acercó a ella con dos copas de vino. Le ofreció una antes de apoyar un hombro desnudo en el marco de la ventana. La postura enfatizaba su altura, su fuerza y su virilidad.
Atributos que ella contemplaba con franca aprobación mientras bebía un sorbo de vino. Sería imposible haber elegido un espécimen más perfecto aunque lo hubiera intentado. Estaba mucho más espléndido desnudo, e incluso medio desnudo, que vestido. Muchos utilizaban la ropa para disimular un sinfín de imperfecciones.
Ciertamente, Constantine había superado con creces sus expectativas.
Por tonto que pareciera, dado que todavía se sentía muy dolorida, notó un palpitante hormigueo solo con pensar en lo grande, lo duro y lo satisfactorio que le había parecido.
Constantine cruzó una pierna por delante de la otra y apuró su copa, tras lo cual la dejó en el otro extremo del alféizar.
– Eres espantosamente guapo -le dijo, mientras lo observaba cruzarse de brazos.
– ¿Espantosamente? -Puntualizó él, enarcando las cejas-. ¿Te inspiro espanto?
Hannah volvió a llevarse la copa a los labios.
– Muchos se refieren a ti como al demonio -contestó-. Supongo que lo sabes. Causa cierto espanto haber corrido un maratón con el mismísimo demonio.
– Y haber sobrevivido -añadió él.
– ¡Ah, pero yo siempre sobrevivo! -Exclamó Hannah-. Y me encantan las cosas espantosas, porque nada me da miedo.
– Sí -comentó él-. Supongo que es cierto.
Observaron la calle en silencio unos minutos mientras ella apuraba el vino. Constantine le quitó la copa vacía y la dejó junto a la suya.
– Tu hermano, el conde, ¿era tu único hermano? -quiso saber.
– El único vivo -contestó él-. El mayor y el benjamín fuimos los únicos lo bastante fuertes como para sobrevivir a la infancia. Aunque Jon murió a los dieciséis.
– ¿Por qué? ¿Cuál fue la causa de su muerte? -preguntó.
– Debería haber muerto cuatro o cinco años antes, según los doctores -respondió-. Desde pequeño fue diferente a los demás, me refiero a sus rasgos faciales y a su físico. Mi padre lo tildó de imbécil desde el principio. Igual que muchos otros. Pero no lo era. La mente de Jon era más lenta, sí, pero no era tonto ni mucho menos. Más bien al contrario. Y era todo amor.
Hannah siguió sin moverse, abrazándose con fuerza aferrada a la camisa. Constantine tenía la mirada clavada al otro lado de la ventana, como si la hubiera olvidado por completo.
– No me refiero a que quisiera a todo el mundo, que también lo hacía -precisó-. Era el amor en sí mismo. Un amor libre, incondicional y total. Y murió. Lo tuve durante cuatro años más de lo previsto.
Hannah sospechaba que su sinceridad se debía a la hora, a la oscuridad de la noche y al hecho de acabar de despertarse y de no haber tenido tiempo para levantar por completo sus defensas habituales. Había hecho bien en no quedarse dormida.
– Le querías mucho -susurró.
Esos ojos oscuros se clavaron en ella. Parecían muy negros.
– Y también lo odiaba -confesó-. Porque tenía todo lo que debería haber sido mío.
– Salvo la salud -añadió ella.
– Salvo la salud -repitió-. Y salvo la inteligencia. Porque nos quería a todos, incluso a mí. Sobre todo a mí.
Hannah se estremeció otra vez, y él se inclinó para aferrarla por los brazos y levantarla del alféizar como si no pesara nada. En cuanto sus pies tocaron el suelo Constantine la estrechó con todas sus fuerzas, la pegó a él y la besó con ferocidad y pasión.
Paralizada por la sorpresa en un primer momento, llegó a la conclusión de que cualquier intento por resistirse sería en vano. Además, siempre era aconsejable no provocar una pelea que no se pudiera ganar. En realidad, presentaría batalla si de verdad no le apeteciera nada de nada lo que estaba haciendo, pero…
En fin, era mejor dejar de pensar. Y dedicarse a disfrutar. Porque sí que le apetecía. Sí que lo deseaba.
Se acercó hasta que sus pies descalzos rozaron los de Constantine, lo abrazó y le devolvió el beso con apasionado fervor. Había algo distinto en ese beso. No era el mismo juego al que habían jugado a primeras horas de la noche, antes de meterse en la cama. Había algo más… más real. Más sincero.
Dejó de pensar.
Se encontró de repente sin camisa, y la ropa de Constantine volvió a acabar en el suelo. Regresaron a la cama, entrelazados y rodando sobre el colchón. Tan pronto se encontraba encima de él como giraban e invertían las posiciones en un frenesí de bocas, manos e incluso dientes. Aquello no era un juego. Era pasión pura y dura.
Y la había poseído por completo. Aquello era…
Debería ponerle fin, pensó. Debería decirle que no y Constantine se detendría de inmediato. Sabía que lo haría. No tenía miedo. No necesitaba tener miedo. Era su amante. Lo había elegido precisamente para eso. Pero…
En ese instante se colocó sobre ella, le separó las piernas y el momento de detenerlo pasó. De hecho, no pudo decir nada.
La penetró de repente.
Fue como si la hubieran apuñalado en una herida abierta. Dio un respingo, jadeó, intentó relajarse y…
Y él se apartó. Bueno, no se apartó del todo. Salió de ella pero siguió sobre su cuerpo, apoyado en un codo y mirándola. Se alegró de haber apagado las velas. Aunque una vez que los ojos se acostumbraban a la oscuridad era imposible ocultar nada.
– ¿Qué pasa? -preguntó él.
Hannah levantó una mano y le acarició el pecho con la yema de un dedo.
– Eso digo yo -respondió.
– ¿Te he hecho daño?
– Era hora de parar -adujo-. Con una vez por noche es suficiente, Constantine. Debo volver a casa. No esperes que me quede contigo toda la noche ahora que somos amantes. Sería aburrido.