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Posiblemente ese comentario fuese la semilla de su decisión de conseguir al señor Constantine Huxtable como amante.

Esa noche había admitido odiar a su retrasado hermano pequeño. Sin embargo, estaba convencida de que también lo había querido mucho. Hasta un punto rayano en el dolor.

De lo que no se había dado cuenta hasta esa noche, craso error por su parte, era de que no se podía mantener una relación unilateral. Constantine había descubierto más cosas sobre ella que ella sobre él.

¡Por el amor de Dios!

Su reputación acabaría hecha jirones si a Constantine se le ocurría comentar entre la alta sociedad lo que había descubierto esa noche. Aunque no lo haría, claro.

Sin embargo, lo cierto era que estaba al tanto.

Y eso resultaba de lo más irritante.

No quería una relación. Solo quería… bueno, debía aprender a emplear la palabra. El duque la había utilizado siempre en su presencia y ella no era mojigata ni mucho menos. Lo único que quería de Constantine Huxtable era sexo.

Y la verdad era que la noche, en cuanto al sexo, había sido gloriosa. Ni siquiera había notado el dolor hasta que todo pasó. El momento en cuestión podría haberse alargado durante toda la noche por lo que a ella se refería. Pobre Constantine. Habría acabado muerto.

Soltó un resoplido muy poco elegante mientras pasaba las piernas por el borde de la cama y comenzaba a buscar las medias.

La duquesa no quería que la acompañara, pero Con pasó por alto sus protestas. La ayudó a subir al carruaje y la siguió al interior. Una vez sentados, cogió su mano y se la colocó en el muslo.

Ataviada con la capa blanca y con la cabeza cubierta por la amplia capucha, parecía la de siempre.

No obstante, jamás volvería a verla de esa forma. Lo que era comprensible, claro. La había visto sin ropa y sin sus artísticos peinados. Había poseído su cuerpo. Pero no era solo eso.

Al menos en un aspecto concreto no era la mujer que todos creían, que todos suponían que era. El tipo de mujer que le habría costado la misma vida aparentar que era.

El matrimonio con el duque no había sido consumado. Un detalle en absoluto sorprendente. Porque, de hecho, se había especulado mucho sobre el tema. Sin embargo, todos esos amantes con los que había paseado orgullosa: Zimmer, Bentley, Hardingraye por nombrar unos cuantos…

No habían sido sus amantes.

Él había sido el primero.

Era una idea desconcertante. Nunca había desvirgado a una mujer. Nunca había querido hacerlo. ¡Dios santo!

– Duquesa, necesitarás unos cuantos días para reponerte -dijo cuando el carruaje se acercaba a Hanover Square-. ¿Fijamos una cita para el próximo martes, después del baile de los Kitteridge?

Ella, por supuesto, jamás le permitiría decir la última palabra, aunque había cedido en el almuerzo al aire libre del día anterior. De modo que era su turno para decidir.

– Mejor el lunes por la noche -respondió-. El duque tiene un palco en el teatro, pero nadie lo usa salvo yo. Le he prometido a Barbara que iríamos una noche. Invitaré al señor y a la señora Park y tal vez también a su hijo, el clérigo, si sigue en la ciudad. Tú serás mi acompañante.

– Un grupo perfecto -comentó él-. Un clérigo, la prometida de un clérigo, aunque no del anteriormente mencionado, los padres de dicho clérigo y la duquesa de Dunbarton con su nuevo amante, a quien llaman «demonio» en ocasiones.

– Es agradable promover temas de conversación interesantes en los salones -replicó ella.

Con pensó que sería una buena meta siempre y cuando se tratase de la duquesa de Dunbarton.

Se llevó su mano a los labios al percatarse de que el carruaje doblaba en la esquina, tras lo cual aminoró la velocidad hasta detenerse. En ese momento inclinó la cabeza y la besó en la boca.

– Esperaré la llegada del lunes por la noche con ansia -le dijo.

– ¿Pero no del lunes por la tarde? -preguntó ella.

– Tendré que tolerarlo -comentó-. Al fin y al cabo, el postre siempre resulta más apetecible después de una cena, tal como hemos descubierto esta noche. -Le dio unos golpecitos a la portezuela para indicarle al cochero que estaban listos para apearse.

Alguien se había levantado ya en casa de la duquesa. La puerta se abrió justo cuando él pisaba la acera y se volvía para tenderle la mano a ella.

La observó subir los escalones sin prisas, con la espalda erguida y la cabeza en alto. La puerta se cerró en silencio tras ella.

Aquello distaba un poco de su acostumbrada aventura primaveral, pensó.

Era un poco menos cómoda.

Pero un poco más erótica.

¿Qué demonios había querido decir con eso de que «también lo odiaba»?

Nunca había odiado a Jon. Jamás. Lo había querido muchísimo. Todavía lloraba su muerte. A veces tenía la impresión de que nunca dejaría de hacerlo. Había un negro y enorme vacío allí donde antes estaba Jon.

«También lo odiaba.»

Le había confesado esas palabras a la duquesa de Dunbarton, ni más ni menos.

¿Qué demonios había querido decir?

¿Y qué más ocultaba la duquesa aparte del pequeño y ya descubierto detalle de su virginidad?

La repuesta era «nada», por supuesto. Había confesado abiertamente que se había casado con Dunbarton por el título y por el dinero. Y en esos momentos estaba usando la libertad y el poder que ostentaba para disfrutar del placer sensual.

No era el más indicado para recriminarle nada.

Se volvió y miró ceñudo a su cochero, que aguardaba a que volviera a subirse al carruaje.

– Vete a casa -le ordenó-. Yo iré caminando.

El cochero meneó la cabeza despacio mientras cerraba la portezuela.

– Como quiera, señor -replicó.

CAPÍTULO 07

El hijo del señor y la señora Park, el clérigo, no se encontraba en la ciudad. Sin embargo, el hermano menor de la señora Park estaba pasando una temporada con ellos y le encantó la idea de acudir como invitado al palco de la duquesa de Dunbarton el lunes por la noche, acompañando a su hermana y a su cuñado. Hannah también invitó a los barones Montford después de que Barbara y ella se los encontraran en la biblioteca de Hookham el lunes por la mañana y se detuvieran a charlar con la pareja.

Lady Montford era prima del señor Huxtable.

– Una ópera y una obra de teatro en la misma semana -dijo Barbara mientras viajaban la una al lado de la otra en el carruaje el lunes por la noche-. Por no mencionar las galerías de arte, los museos, las bibliotecas y las compras. Todos los días les escribo un libro a mis padres y a Simón en vez de una sencilla carta. Voy a quedarme sin tinta, Hannah.

– Tienes que venir más a menudo a la ciudad -replicó ella-. Aunque supongo que tu insoportable vicario no dejará que te escapes una vez que os caséis.

– Seguro que yo no quiero escaparme una vez que nos casemos -replicó Barbara-. Estoy ansiosa por emprender la vida de esposa de un vicario y de regresar a la vicaría. Aunque convenceré a Simón para que me traiga de vez en cuando y así nos veremos otra vez. Y tal vez tú puedas venir a… -Sin embargo, guardó silencio de repente y se volvió para mirarla en la penumbra del carruaje. Se disculpó con una sonrisa-. No, por supuesto que no vendrás -continuó-. Pero ojalá lo hicieras. Tal vez ya sea hora de que…

– Es hora de ir al teatro, Babs -la interrumpió ella.

El carruaje aminoró la marcha hasta detenerse en Drury Lane, donde contemplaron a la multitud que deambulaba por el lugar, muchos a la espera de que llegaran más personas para poder entrar. Constantine Huxtable se encontraba entre ellas, con aspecto elegante y demoníaco a la vez debido a su frac negro y su sombrero de copa.