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– Pero esta noche será el baile de los Kitteridge -le recordó-. ¿Estás segura de que quieres ir?

– Por supuesto -contestó su amiga-. Si yo no voy, tú no podrás ir.

– ¿Porque no tendría carabina? -preguntó Hannah con una sonrisa.

– Ni siquiera tú te atreverías a ir a un baile sola -adujo su amiga, alzando la vista.

– Podría mandarle una nota urgente a lord Hardingraye o al señor Minter, o a un buen número de caballeros, y tendría un acompañante dispuesto enseguida -replicó.

– ¿No al señor Huxtable? -Barbara enarcó las cejas.

– Después de haber aparecido juntos en el teatro, aunque estuviésemos acompañados por el señor y la señora Park, por el hermano de esta, por los barones Montford y también por ti, estoy segurísima de que todas las conversaciones que se han mantenido esta tarde en todos los salones londinenses nos han catalogado como amantes. Sin embargo, debemos ceñirnos a eso que llaman «decoro», Babs. El señor Huxtable no me acompañará esta noche aunque nadie más lo haga, así que estoy condenada a quedarme en casa.

– Vaya por Dios, pues iré -dijo Barbara, que retomó su labor-. No hay necesidad de que le escribas a ningún caballero.

– Solo si te apetece de verdad -señaló-. No eres mi dama de compañía, Babs. Eres mi amiga. Y si quieres quedarte esta noche en casa, yo también lo haré.

– Debo confesar que después de haber asistido a un baile de la alta sociedad contigo -repuso Barbara-, estoy ansiosa por asistir a otro. ¿Crees que me estoy convirtiendo en una persona… inmoral?

Hannah miró la coronilla de su amiga con una sonrisa.

– Te queda muchísimo camino por recorrer antes de que puedas aplicarte ese calificativo -le aseguró-. Que no es mi caso.

Estaba un poco adormilada debido al calorcito del sol, que entraba a raudales por la ventana. Se había despertado a las cinco de la mañana y había despertado a Constantine para que la llevara a casa, pero eran más de las seis cuando por fin se pusieron en marcha. Había estado en lo cierto sobre los peligros de dormir con un hombre, sobre todo si ese hombre se había levantado por la noche sin despertarla y se había desnudado. De modo que por la mañana se encontraron muy calentitos, soñolientos y amorosos. Y abrazados. Tardaron una hora la mar de placentera en salir de la cama.

– ¿Te resultó muy difícil dejar atrás a la mujer que eras para convertirte en la que eres ahora, Hannah? -preguntó Barbara tras unos minutos de silencio, con la cabeza inclinada sobre la costura-. Me refiero a después de casarte.

Tardó un rato en contestar. Barbara nunca le había hecho esa pregunta antes.

– En absoluto -respondió a la postre-. Tuve un maestro excelente. El mejor, de hecho. Y no me gustaba mi antigua forma de ser. Me gustaba la persona en la que me convertí. Me gusta la persona en la que me he convertido. El duque me enseñó a madurar, a valorarme mientras me formaba. Y me enseñó a ser una duquesa, ese fue su regalo. Me enseñó a ser independiente y autosuficiente. Me enseñó a no necesitar a nadie.

Esa última parte no era estrictamente verdad. No había sido consciente de lo mucho que lo necesitaba hasta que murió. Su duque nunca le había dicho que no necesitaba a nadie. Más bien había sido al contrario. Le había dicho que necesitaba amor y al precioso grupo de personas que acompañaría al amor cuando lo encontrara: una pequeña comunidad unida por la sensación de pertenencia, lo había llamado. Le había asegurado que algún día la encontraría. Le había enseñado a no ser dependiente mientras esperaba, sino a utilizar su fuerza interior para no caer en la tentación de aferrarse a un pálido sustituto del amor.

Como el sexo, pensó en ese momento, cerrando los ojos un instante. Era muchísimo más adictivo de lo que había imaginado. Le resultaría muy sencillo aferrarse a él, vivir para las horas que pasaba en casa de Constantine, para esos momentos en los que veía colmadas todas sus necesidades.

Bueno, no todas. No debía olvidarlo. No debía cometer el error de creer que las necesidades que Constantine colmaba eran las necesidades fundamentales de su ser.

Porque dichas necesidades no tenían nada que ver con el amor. Constantine no tenía nada que ver con el amor.

– A mí sí me gustabas, Hannah -dijo Barbara-. De hecho, te quería muchísimo. Me acuerdo muchas veces de lo maravilloso que era tenerte siempre tan cerca, a un simple paseo a través de un sembrado y un prado. Y me encantaría que siguieras viviendo allí.

– Pues si ese fuera el caso, no tardaría en verme abandonada -replicó-. Vas a casarte con tu vicario dentro de nada.

– No es exclusivamente mi vicario -le recordó su amiga con una sonrisa sin apartar la mirada de la costura-, aunque sí es exclusivamente mi Simón. Le quiero muchísimo, ¿sabes? Le encanta leer, es inteligente y casi incapaz de mantener una conversación frívola, aunque el pobrecillo lo intenta. Lleva anteojos y empieza a tener entradas en las sienes, aunque todavía no ha cumplido los treinta y cinco años. Tal vez sea un par de centímetros más bajo que yo, aunque cuando lleva botas de montar quedamos a la misma altura. Y tiene la sonrisa más dulce del mundo entero… todos lo dicen. Pero para mí tiene una sonrisa especial. Que me llega justo al corazón. -Barbara dejó la aguja en el aire. Siguió con la vista clavada en el bordado, con las mejillas un poco sonrojadas y los ojos brillantes, contemplando a un hombre que físicamente se encontraba muy lejos de allí.

Hannah sintió una punzada de envidia.

– Me alegro mucho por ti, Babs -dijo-. Sé que hasta ahora te veías abocada a la soltería pese a los pretendientes adecuados que has tenido a lo largo de los años. Pero has esperado hasta encontrar el amor.

– Hannah, ¿nunca has deseado haber esperado? -le preguntó su amiga, con la aguja todavía suspendida en el aire. El rubor se extendió por sus mejillas y bajó una vez más la aguja.

– No -contestó en voz baja-. No, nunca, en ningún momento.

– Pero… -Barbara dejó la tela en sus rodillas sin haber dado una sola puntada más-. Pero no estabas en condiciones de tomar una decisión tan importante en ese preciso momento. Estabas muy alterada. Y con toda la razón del mundo.

– Tuve un ángel de la guarda -adujo-, que era el duque de Dunbarton. En una ocasión se lo dije. Y casi se atragantó con el oporto.

– Pero, Hannah -insistió su amiga-, era tan… viejo. ¡Ay, por Dios, perdóname!

– Solo tenía cincuenta y cuatro años más que yo -le recordó con una leve sonrisa-. Apenas lo bastante viejo como para ser mi abuelo. De hecho, una vez me enseñó unas cuentas en las que demostraba que podría haber sido su bisnieta. Déjalo ya, Babs. Nunca admitiré haberme casado con él sin reflexionar y haberme arrepentido después. Me casé con él muy deprisa y jamás me he arrepentido, en ningún momento. ¿Por qué iba a arrepentirme? Me mimó y me cubrió de oro, y ascendí hasta entrar en este mundo. -Abarcó la estancia con un gesto de la mano-. Y ahora soy libre. -Volvió la cara hacia la ventana a toda prisa.

¿Lágrimas? ¿¡Lágrimas!?

– Hannah, deberías volver a casa -le aconsejó Barbara-. Deberías…

– Ya estoy en casa -la interrumpió. Su amiga la miró con expresión triste.

– Ven a mi boda -le suplicó-. Puedes quedarte con mis padres. Nuestra casa no es en absoluto a lo que estás acostumbrada, pero sé que les encantaría acogerte. Y el día de mi boda sería perfecto si mi mejor amiga estuviera presente. Sé que Simón quiere conocerte. Por favor, ven.

– Se le quitarán las ganas de conocerme cuando sepa en lo que me he convertido -aseguró-. Además, estaría engañando a tus padres si me quedara bajo su techo tal como soy. Su mundo es distinto al mío, Babs. Tu mundo es distinto al mío. Vivís en un mundo más inocente, en uno más decente.