– Ven de todas formas -insistió su amiga-. Te querrán por ti misma, al igual que yo. Soy muy puritana y mojigata, Hannah. Sigo siendo una solterona que ha crecido pegada a la iglesia. He estado a punto de quedarme para vestir santos, pero en mi caso el dicho casi es cierto. Detesto lo que te has hecho durante estos últimos días porque no creo que seas feliz. Y creo que tu infelicidad crecerá a medida que tu relación con el señor Huxtable progrese. Crees que quieres placer, cuando en realidad quieres encontrar el amor. Pero ya me he ido por las ramas y me había prometido que no te echaría un sermón. Ven a mi boda de todas formas. ¿No te parece que es hora de regresar? Han pasado más de once años.
– Precisamente por eso -replicó-. Babs, ahora llevo una vida totalmente distinta, en un universo distinto. Todo lo anterior ha dejado de existir para mí. No quiero que exista.
– ¿Y en qué me convierte eso? -Preguntó su amiga-. ¿En un fantasma?
– ¡Ay, Babs! -Exclamó, y tuvo que volver de nuevo la cabeza para ocultar las lágrimas que le inundaban los ojos-. No me abandones nunca. -Escuchó el frufrú de la seda a su espalda y, acto seguido, se vio envuelta en un fuerte abrazo.
Se aferraron la una a la otra un buen rato, mientras ella se sentía como una tonta. Y por extraño que pareciera, tan apenada como el día que el duque murió.
– Mira que eres tonta -dijo Barbara con una voz un tanto temblorosa-. ¿Cómo quieres que deje de ser tu amiga cuando eres tan rica y me llevas a los bailes de la alta sociedad e insistes en comprarme un frívolo bonete cada vez que te engatuso para que me invites a venir a Londres?
Hannah bajó las piernas del alféizar de la ventana y se alisó las faldas del vestido de muselina.
– Era un bonete espléndido, ¿verdad? -replicó-. Si no me hubieras dejado comprártelo ayer, me lo habría comprado yo, y ¿dónde lo habría metido? Ya tengo todo el vestidor y el dormitorio de invitados adyacente a reventar de ropa… o eso se rumorea, y todo el mundo sabe lo fiables que son los rumores.
– Yo estoy en el dormitorio de invitados adyacente a tu vestidor -comentó Barbara al tiempo que se enderezaba y se giraba para doblar la tela.
– Pues te compadezco -dijo-. Tiene que ser dificilísimo pasar por la puerta, aunque vayas de costado.
Barbara soltó una carcajada.
– ¿Vendrás a mi boda? -preguntó en voz baja.
Hannah suspiró en silencio. Había albergado la esperanza de que hubiera olvidado el tema.
– No puedo, Babs -respondió-. No volveré. Pero tal vez tú vicario y tú podáis pasar parte de vuestra luna de miel conmigo en Kent.
Una doncella entró en ese momento, llevándoles el té, y la conversación derivó hacia otros temas.
No era infeliz, se dijo Hannah. Barbara estaba muy equivocada. Y su infelicidad no aumentaría. ¿Cómo iba a hacerlo cuando ni siquiera era infeliz?
Estaba deseando que llegara la noche, el momento posterior al baile. El anhelo que sentía tal vez fuera superficial, pero también era muy poderoso.
La posibilidad de llegar a cansarse algún día de la forma en la que Constantine le hacía el amor le resultaba inconcebible. Claro que todo tendría que acabar en cuanto terminase la temporada social. Pero para eso faltaba mucho tiempo. Ni siquiera merecía la pena planteárselo en ese momento.
Se puso en pie y sirvió el té.
A primera hora de la tarde llegó una nota a casa de Con, de parte de Cassandra, la condesa de Merton y esposa de Stephen, para invitarlo a cenar en Merton House antes del baile de los Kitteridge. No tenía compromisos previos, de modo que se alegró de responder que asistiría.
A lo largo de los años había intentado muchas veces guardar rencor, incluso odiar, a Stephen, que había heredado el título de Jon y que se había presentado con diecisiete años en Warren Hall como su nuevo propietario, acompañado de sus hermanas. Los cuatro eran entonces unos desconocidos para él, y ni siquiera sabía de su existencia hasta que Elliott y sus abogados estudiaron el árbol genealógico en busca de un heredero lejano. E incluso después de haber localizado esa rama familiar no fue nada fácil encontrarlos en el pueblecito perdido de Shropshire donde vivían.
El odio lo había consumido antes de conocerlos. Iban a invadir su hogar, a pisotear sus recuerdos, a apoderarse de algo que debería haber sido suyo. Pero lo peor era quejón estaba enterrado en unas tierras que pertenecían a un desconocido.
Los odió durante un tiempo después de conocerlos.
Pero ¿cómo odiar a Stephen una vez que se le conocía? Sería como odiar a los ángeles. E igual de difícil era odiar a sus hermanas. Los cuatro se alegraron muchísimo cuando descubrieron su existencia. Lo acogieron como a un hijo pródigo. Todos comprendieron cómo debía de sentirse por la sucesión.
Al llegar a Merton House, Con descubrió que Margaret y Duncan, el conde de Sheringford, también habían sido invitados a la cena. Margaret era la mayor de las tres hermanas, la que se había ocupado de que la familia siguiera unida después de la muerte de sus padres. Había mantenido su soltería con terquedad hasta que sus hermanos fueron mayores. Y entonces se casó. Su elección de marido pareció desastrosa en su momento. Sin embargo, el matrimonio había sobrevivido y también parecía haber florecido.
Con se relajó y disfrutó de la cena. La comida era buena, y la compañía y la conversación, agradables. No sospechó siquiera que pudiera existir un motivo oculto para haberlo invitado hasta que se retiraron al salón después de cenar, una hora antes de que llegara el momento de salir hacia el baile.
– Cassandra y yo hemos ido a casa de Kate esta mañana -comentó Margaret mientras Cassandra servía el té-. Nessie nos ha acompañado. Kate está embarazada otra vez después de tanto tiempo. ¿Lo sabías, Constantine? Está muy contenta y también algo mareada por las mañanas. Nos ha dicho que Jasper y ella pasaron una noche muy agradable.
«¡Ah!», pensó Con.
– No estaba al tanto de su embarazo -repuso-. Supongo que los dos están muy contentos.
Habían hablado de él durante esa visita matinal, no le cupo la menor duda. Esperó a que se lo confirmaran.
– Estuvimos hablando de ti -continuó Margaret.
– ¿De mí? -Repitió, fingiendo asombro-. ¿Debo sentirme halagado?
– Ya tienes más de treinta años -señaló Margaret.
Se preguntó cómo abordarían el tema. No podían echarle un sermón abiertamente por aceptar a la duquesa de Dunbarton como amante, ¿verdad? Como damas de buena educación, no podían admitir estar al tanto de semejante arreglo, ni siquiera de sospecharlo.
Por supuesto, Margaret era la encargada de hablar. Cassandra fingía estar muy ocupada con la tetera. Stephen y Sherry trataban de aparentar que la conversación no tenía nada de extraordinario.
– En fin -replicó él con un suspiro-, Dios no quiere que nos quedemos estancados en los veinte años, Margaret. Qué poca consideración por su parte.
Todos se echaron a reír, Margaret incluida, pero su prima no se dejó desviar de su objetivo, fuera cual fuese.
– Constantine, todos estamos de acuerdo en que deberías empezar a pensar en el matrimonio. Eres nuestro primo y…
– Primo segundo -la corrigió con énfasis-. Y en el caso de Cassandra, solo político.
– Esta noche está de buen humor, Meg -comentó Cassandra-. No está taciturno, así que no piensa tomarse nada en serio.
Stephen bebió un sorbo de té. Con intercambió una mirada exasperada con Sherry.
– Me tomo muy en serio la idea del matrimonio -les aseguró-. Sobre todo del mío. Y sobre todo cuando la idea parte de un comité formado por las mujeres de mi familia. Porque hay un comité, ¿no? ¿Hay también alguna dama en particular que queráis que tenga en cuenta?
Margaret abrió la boca para hablar y la volvió a cerrar. Cassandra se limitó a sonreír. Sus respectivos maridos se limitaron a seguir bebiendo té.