– ¡Ay, Hannah! -Exclamó su amiga-. ¡Qué mala eres!
– Pues sí-admitió.
Y ambas estallaron de nuevo en carcajadas.
– ¿Qué vas a hacer de verdad? -insistió Barbara, que la miró de forma penetrante en espera de su respuesta.
– Voy a hacer lo que la alta sociedad espera de mí, por supuesto -contestó ella al tiempo que extendía los dedos de la otra mano sobre el brazo del sillón, para admirar también los anillos que llevaba en los dedos anular y meñique. Adelantó un poco la mano a fin de que la luz de la ventana se reflejara en los diamantes y los destellos que vio le resultaron la mar de satisfactorios-. Voy a buscarme un amante, Babs.
Dicho en voz alta parecía un poco… pecaminoso. Pero no lo era. Porque era una mujer libre. Ya no le debía nada a nadie. Y el hecho de que una viuda se buscara un amante, siempre y cuando la relación se llevara en secreto y con discreción, era irreprochable. Bueno, tal vez estaba exagerando al tildarlo de irreprochable. El término «aceptable» era más acertado.
Sin embargo, Barbara pertenecía a un mundo muy distinto del suyo.
– ¡Hannah! -Exclamó mientras el rubor se extendía por su cuello, por sus mejillas y por su frente hasta desaparecer por debajo del nacimiento del pelo-. ¡Eres de lo que no hay! Lo has dicho para escandalizarme, y la verdad es que lo has conseguido. Casi me ha dado un pasmo. Ponte seria.
Hannah enarcó las cejas.
– Estoy hablando en serio -le aseguró-. He tenido un marido que ya no está. Jamás podré reemplazarlo. He tenido acompañantes cuya presencia siempre me ha resultado agradable, pero ese arreglo no me acaba de satisfacer. Todos me parecen demasiado fraternales. Necesito alguien nuevo, alguien que añada un poco de… ¡no sé, un poco de sal y pimienta a mi vida! Necesito un amante.
– Lo que necesitas es alguien a quien amar -la corrigió su amiga con voz ya más firme-. De forma romántica, me refiero. Alguien de quien te enamores. Alguien con quien te cases y con quien tengas hijos. Sé que amabas al duque, Hannah, pero eso no era… -Guardó silencio y volvió a ruborizarse.
– ¿Un amor romántico? -dijo Hannah, que completó la frase por ella-. Babs, de todas formas duele. Perderlo, quiero decir. Aquí. -Se colocó una mano bajo el pecho-. Además, el amor romántico me sirvió de bien poco antes de conocerlo a él, ¿verdad?
– Solo eras una niña -le recordó Barbara-. Y lo que pasó no fue culpa tuya. El amor llegará a su debido tiempo.
– Es posible. -Hannah se encogió de hombros-. Pero no tengo la intención de esperar a que aparezca. Y tampoco tengo la intención de buscarlo desesperada para acabar convenciéndome de que lo he encontrado y descubrirme atrapada en otro matrimonio cuando acabo de librarme de uno. Soy libre, y voy a seguir siéndolo hasta que decida dejar de serlo, lo que tal vez no suceda hasta dentro de muchísimo tiempo. Tal vez no suceda nunca. La viudez tiene sus ventajas, ¿sabes?
– Hannah, ponte seria -le reprochó Barbara.
– Así que voy a buscarme un amante -insistió-. Ya lo he decidido y estoy hablando muy en serio. Será un arreglo por pura diversión, sin ningún tipo de compromiso. Buscaré un hombre guapísimo, y pecaminosamente atractivo. Experimentado y muy habilidoso en las lides amatorias. Alguien sin un corazón que herir y sin deseos de contraer matrimonio. ¿Crees que existirá semejante dechado?
Barbara volvía a sonreír, y el gesto parecía sincero.
– Se dice que en Inglaterra abundan los libertinos atractivos -respondió Barbara-. Y según he oído es casi obligatorio que sean guapos. De hecho, creo que hay una ley que lo exige. Además, casi todas las mujeres se enamoran de ellos… y se dejan llevar por la convicción generalizada de que serán capaces de reformarlos.
– ¿Por qué les gusta creer eso? -Preguntó Hannah-. ¿Por qué desea una mujer convertir a un pecaminoso libertino en un caballero respetable y aburrido?
Ambas acabaron dobladas de la risa.
– Supongo que el señor Newcombe no es un libertino, ¿verdad? -quiso saber.
– ¿Simón? -preguntó Barbara a su vez entre carcajadas-. Hannah, es un clérigo, y muy respetable además. Pero no es… te aseguro que no es un hombre aburrido. Me niego a aceptar la insinuación de que los hombres solo pueden ser o pelmazos o libertinos.
– Yo no he insinuado nada -protestó Hannah-. Estoy segurísima de que tu vicario es un ejemplar maravilloso y perfecto de romántica caballerosidad.
Las carcajadas de Barbara se convirtieron en una risilla tonta.
– ¡Me imagino la cara que pondría si le contara lo que acabas de decir!
– Lo único que quiero de un amante -puntualizó Hannah-, aparte de las cualidades que ya he mencionado y que por supuesto son obligatorias, es que solo tenga ojos para mí durante todo el tiempo que le permita mirarme.
– Un perrito faldero, en otras palabras -apostilló su amiga.
– Babs, insistes en poner un sinfín de palabras ridículas en mis labios -protestó Hannah, que se puso en pie para hacer sonar la campanilla del servicio a fin de que se llevaran la bandeja del té-. Quiero… o más bien exijo todo lo contrario. Buscaré un hombre dominante y muy viril. Alguien a quien sea un reto controlar.
Barbara meneó la cabeza con la sonrisa aún en los labios.
– Guapo, atractivo, encandilado y devoto -enumeró al tiempo que extendía los dedos para llevar la cuenta-, dominante y muy viril. ¿Me he dejado algo atrás?
– Habilidoso -contestó.
– Experimentado -añadió Barbara, que volvió a ruborizarse-. ¡Por Dios! Creo que ese tipo de hombres crecen en los árboles, Hannah. ¿Tienes a alguien en mente?
– Pues sí -respondió, pero guardó silencio mientras esperaba a que la doncella se llevara la bandeja y cerrara la puerta al salir-. Aunque no sé si este año está en Londres. Suele aparecer todas las primaveras. Si este año no aparece, será un inconveniente, pero tengo otros candidatos en caso de que sea necesario. Debería ser una tarea sencilla. ¿Quedaría como una vanidosa si digo que todos los hombres se vuelven a mirarme allá por donde voy?
– Es una afirmación vanidosa, sí -contestó una sonriente Barbara-, pero cierta. Siempre has causado ese efecto en ellos, incluso cuando eras una jovencita. En ellos y en ellas. Los hombres lo hacen por deseo y las mujeres por envidia. Nadie se sorprendió al ver que el duque de Dunbarton decidía hacerte su duquesa de repente, a pesar de ser un solterón reconocido. Aunque las cosas no fueran realmente así.
Barbara había estado a punto de sacar a colación un tema prohibido desde hacía once años. De hecho, lo había sacado en algunas de sus cartas a lo largo de esos años, pero Hannah jamás le había contestado.
– Por supuesto que fue así -dijo-. ¿Crees que me habría mirado dos veces si no hubiera sido guapa, Babs? Pero era un buen hombre. Y yo lo adoraba. ¿Te apetece salir? ¿Estás demasiado cansada después del viaje? ¿No te gustaría tomar el aire fresco y estirar las piernas? A esta hora Hyde Park será un hervidero de gente, al menos la zona de moda del parque, porque todos van a lucirse y a observar a los demás. Es obligatorio cuando se está en Londres.
– Recuerdo de una de mis visitas que hay más gente en el parque a la hora del paseo que en nuestro pueblo el día de la feria de mayo -comentó Barbara-. No conoceré a nadie, y a tu lado me sentiré como una provinciana, pero da igual. Vamos a pasear de todas formas. Necesito el ejercicio con desesperación.