Parecía que solo había pasado un día desde que pisó Hyde Park por última vez. Le costaba creer que hubiera transcurrido otro año. En algún momento llegó a pensar que no se molestaría en aparecer por Londres esa primavera. Lo pensaba todos los años, claro. Pero todos los años volvía.
Había cierta atracción irresistible que lo llevaba de vuelta a Londres cada primavera, admitió en silencio mientras los tres saludaban a una pareja de ancianas con enormes bonetes que paseaban despacio en un viejo cabriolé con un cochero todavía más viejo en el pescante. Las damas les devolvieron el saludo con idénticos gestos de la mano y asentimientos de cabeza. Como si fueran de la realeza.
Le encantaba estar en casa, en Ainsley Park, en Gloucestershire. Jamás se sentía tan feliz como cuando estaba en casa, sumergido en la ajetreada vida de la granja o en las igualmente ajetreadas tareas domésticas. Apenas tenía un momento de tranquilidad cuando se encontraba en el campo. Y no se podía quejar de soledad. Sus vecinos siempre estaban ansiosos por que participara en las celebraciones que organizaban, aunque tuvieran sus reservas acerca de las actividades que llevaba a cabo en Ainsley Park.
Y en cuanto a la mansión en sí… En fin, la casa estaba tan atestada de gente que hacía dos años que se había mudado a la residencia de la viuda para disfrutar de un mínimo de intimidad… y también para que sus aposentos quedaran libres y pudieran alojar a los que iban llegando. El arreglo había funcionado de maravilla hasta el invierno anterior, cuando un grupo de niñas descubrió el invernadero adyacente a la residencia de la viuda y lo convirtió en su sala de juegos. Después, cómo no, invadieron la cocina en busca de platos y agua con los que hacer el té de sus muñecas. Y después…
Y después, un día, aprovechando la ausencia de su cocinero,
Con se descubrió saqueando la cocina en busca del tarro de las galletas… y sumándose al té, ¡por el amor de Dios!
Era normal que se escapara a Londres todas las primaveras. Un hombre necesitaba un poco de paz y tranquilidad en su vida. Por no mencionar un poco de cordura.
– Siempre es maravilloso regresar a la ciudad, ¿verdad? -les preguntó Monty con tono jovial.
– Pues sí, aunque me acaben de echar de mi propia casa -contestó Stephen.
– Pero las damas necesitan admirar al heredero sin la interferencia masculina -comentó Monty-. No querrás estar presente, ¿verdad, Stephen? Sobre todo cuando tus hermanas se han tomado la molestia de invitar a una docena de damas para que admiren con ellas al niño y para que lo agasajen con sus regalos, que Cassandra tendrá que admirar y que todas tendrán que examinar y… esto… elogiar con embeleso… -Se estremeció de forma teatral.
Stephen sonrió.
– En eso tienes razón, Monty -repuso el conde.
Su condesa acababa de alumbrar a un hijo varón. Su primogénito. Un heredero. El futuro conde de Merton. A Con no le importaba en absoluto. Después de su padre, el papel de conde lo ocupó durante unos años su hermano Jonathan, Jon, y en ese momento lo desempeñaba Stephen. Y con el tiempo el título recaería en el hijo de Stephen. En los años venideros Cassandra y él podrían tener un montón de hijos varones para curarse en salud si así lo deseaban. Para él no cambiaría nada. Nunca podría heredar el título.
Le daba igual. Siempre lo había sabido. No le importaba.
Se detuvieron para saludar a unos conocidos. El parque estaba lleno de rostros familiares, se percató Con cuando echó un vistazo a su alrededor. Casi no había caras nuevas, y las únicas que había eran las de las jovencitas, la nueva hornada de muchachas con aspiraciones de contraer un gran matrimonio.
Había algunas bellezas entre ellas, sí. Sin embargo, a Con le sorprendió, aunque no le resultó alarmante, descubrir lo aséptico que era su análisis. No sintió la menor atracción hacia ninguna de ellas. Podría haber expresado su interés sin temor a parecer presuntuoso. Su ilegitimidad era una mera formalidad legal. Le impedía heredar el título y las propiedades vinculadas a este, cierto, pero no afectaba a su posición social como hijo de un conde. Había crecido en Warren Hall. Había recibido una herencia considerable a la muerte de su padre.
Podría participar en el mercado matrimonial y contraer un matrimonio bastante ventajoso. Sin embargo, a sus treinta y cinco años tenía la incómoda impresión de que todas esas bellezas eran niñas. La mayoría tendría diecisiete o dieciocho años.
En realidad, sí que era alarmante. Porque no iba a rejuvenecer, ¿verdad? Y nunca había querido quedarse soltero. En ese caso, ¿cuándo pensaba casarse? Y lo más importante: ¿con quién iba a casarse?
Por supuesto, él mismo había disminuido sus posibilidades de contraer matrimonio al comprar Ainsley Park unos años atrás y llenar la propiedad con indeseables sociales: vagabundos, ladrones, antiguos soldados, retrasados mentales, prostitutas, madres solteras con sus hijos y otras muchas categorías. Ainsley Park era un enjambre de actividad y, para su satisfacción, la propiedad era muy próspera después de los primeros años de gastos… y trabajo duro.
No obstante, una joven esposa, en particular si procedía de noble cuna, no apreciaría que la llevara a vivir rodeada de semejantes personas y en semejante lugar… donde además tendría que alojarse en la residencia de la viuda. Hacía un mes que su salón fue designado como habitación infantil para las muñecas que estaban demasiado cansadas como para mantener los ojos abiertos después de tomar el té en el invernadero.
– Déjame adivinar -dijo Monty al tiempo que se inclinaba hacia él-. ¿La de verde?
En ese momento Con se percató de que había estado mirando fijamente a dos jovencitas acompañadas por sendas doncellas de caras largas, que caminaban unos pasos por detrás, y las cuatro se habían dado cuenta. Las muchachas estaban riendo por lo bajo, muy orgullosas, mientras que las doncellas se apresuraban a acortar la distancia que las separaba.
– Es la más guapa de las dos -reconoció, apartando la mirada-. Aunque la de rosa tiene mejor cuerpo.
– Me pregunto cuál de las dos tendrá un padre más rico -apostilló Monty.
– La duquesa de Dunbarton ha vuelto a la ciudad -les dijo Stephen mientras los tres reemprendían la marcha-. Tan guapa como de costumbre. Ya debe de haber abandonado el luto. ¿Os parece que vayamos a presentarle nuestros respetos?
– Por supuesto -respondió Monty-, siempre y cuando podamos acercarnos sin que nos atropellen los siguientes seis carruajes y arrollemos a los siguientes seis transeúntes. Insisten en abandonar el camino pese al peligro para su seguridad. -Dicho lo cual procedió a avanzar con habilidad entre los carruajes y los jinetes hasta que llegaron a los transeúntes, la mayoría de los cuales paseaba tranquilamente por el sendero habilitado para ellos.
Con por fin vio a la duquesa. Claro que ¿qué hombre con dos ojos en la cara no iba a fijarse en ella? Era alta y delgada, con un cutis de alabastro, mejillas y labios sonrosados, y ojos azules, insondables y siempre entornados.
Si hubiera escogido ser una cortesana en vez de la esposa de Dunbarton, a esas alturas sería la más aclamada de toda Inglaterra. Y habría amasado una fortuna. Aunque, por supuesto, la fortuna la había conseguido de todas formas al convencer a ese vejestorio para que se casara por primera y única vez en su vida. Y después procedió a exprimirlo para quedarse con todo lo que no estaba vinculado al título.
A su lado caminaba una acompañante de aspecto respetable. A su alrededor se había reunido un buen número de personas (hombres en su mayoría) para rendirle pleitesía. La duquesa se dejaba adorar con esa enigmática media sonrisa y algún que otro gesto de una de sus manos, enfundadas en guantes blancos, en cuyo índice brillaba un diamante tan grande como para abrirle la cabeza al hombre que tuviera la osadía de sobrepasarse.
– ¡Vaya! -Exclamó la duquesa, desviando la lánguida mirada de su séquito, que en su mayor parte se vio obligado a seguir camino, empujado por la multitud-. Lord Merton. Tan angelical y apuesto como de costumbre. Espero que lady Paget valore el trofeo que se ha llevado.