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Hannah le quitó la carta y la dejó en la mesa, tras lo cual le cogió las manos. No se había dado cuenta de lo frías que las tenía hasta que notó el calor de las suyas.

– ¿Qué le pasará al pobre muchacho? -preguntó.

– El pobre muchacho tiene cuarenta años más o menos -señaló él-. Wexford lo arreglará. Está claro que Jess no quiso robar, sino que su intención era la de complacerme enmendando el error que había cometido. Además, Kincaid ha sido generosamente recompensado, aunque no lo culpo por enfadarse. El mayor temor de mis vecinos siempre ha sido la inseguridad de tener tan cerca a gente de mala reputación. De todas formas, no soporto pensar que el pobre Jess está en la cárcel, sin saber siquiera muy bien por qué está allí. Será mejor que me vaya a Ainsley Park cuando volvamos a Londres la semana que viene.

– ¿Quieres irte hoy? -sugirió ella.

– Eso suscitaría muchas preguntas -respondió mirándola a los ojos-. Y quiero pasar el resto del día contigo aunque insistas en que nos abstengamos de… satisfacernos el uno al otro.

Le sonrió.

Pero Hannah no le devolvió la sonrisa.

– Gracias, Constantine -dijo en cambio-. Gracias por contármelo.

¡Maldita fuera su estampa! ¡Acababan de llenársele los ojos de lágrimas, por Dios! Alejó las manos de las de Hannah con brusquedad y se volvió para coger la carta de Wexford. Esperaba que ella no se hubiera dado cuenta. Eso era lo que pasaba cuando uno se abría un poco y se desahogaba con alguien.

No debería haberla agobiado con sus problemas. Mucho menos cuando estaba preparando una fiesta.

– Te quiero -la oyó decir.

Con volvió la cabeza con rapidez, olvidadas repentinamente las lágrimas, y la miró, perplejo.

– Es cierto -susurró Hannah-. No te lo tomes como algo amenazador. El amor no impone cadenas al ser amado. Está ahí sin más. -Y con esas palabras se dio media vuelta y atravesó el prado de nuevo. En esa ocasión no volvió. ¡Maldita fuera su estampa!

Hasta qué punto no sería idiota que estaba asustado y todo. ¿No sería fascinante para la alta sociedad la noticia de que al mismísimo demonio le daba miedo el amor? Aunque tal vez tuviera cierto sentido, desde el punto de vista teológico, reflexionó con sarcasmo.

«Te quiero, Con. Te quiero más que a nadie en el mundo. Te quiero mucho, mucho, muchísimo. Amén.»

Esas habían sido las palabras de Jon la noche de su decimosexto cumpleaños.

A la mañana siguiente lo encontró muerto.

«Te quiero», acababa de decirle Hannah.

Cerró los ojos. Y le suplicó a Dios que Wexford hubiera logrado sacar a Jess de la cárcel a esas alturas. Y fue una oración de verdad. La primera que rezaba en mucho, muchísimo tiempo.

La fiesta infantil fue larga, caótica y espantosamente ruidosa. Los niños se divirtieron de lo lindo, salvo quizá el bebé de Cassandra y otro más que aún no sabía andar. Ambos se pasaron la mayor parte del tiempo durmiendo como si lo que estaba sucediendo no tuviera nada de especial.

Los adultos parecían un poquitín cansados cuando los vecinos por fin se llevaron a sus hijos a casa, y después de recoger todos los juguetes y los trastos para volver a la casa con sus propios hijos.

– Si después de una fiesta infantil -dijo la señora Finch- se acaba tan cansado que es imposible poner un pie delante de otro sin hacer un gran esfuerzo, es que la fiesta ha sido un gran éxito. Su fiesta ha sido magnífica, excelencia.

Todos rieron, exhaustos, para darle la razón.

Hannah estaba feliz y orgullosa de sí misma mientras se arreglaba para la cena alrededor de una hora más tarde. Se había involucrado en los juegos con los niños durante toda la tarde en vez de mantenerse en un segundo plano, como podría haber hecho si hubiera ejercido el papel de anfitriona elegante. Incluso había participado en una carrera de tres piernas acompañando a una niña de diez años que no había parado de chillar en ningún momento, dejándola un pelín sorda del oído más cercano a ella y un tanto dolorida en más de un sitio por las numerosas caídas que habían sufrido. Estaba feliz.

Le había confesado a Constantine que le quería y no se arrepentía. Le quería y era algo que tenía que decirle. No esperaba nada a cambio, o al menos intentaba convencerse de ello. Porque a lo largo de la vida se dejaban muchas cosas en el tintero que, si se dijeran, podrían suponer un antes y un después.

Le había dicho que le quería.

Apenas se habían hablado durante la tarde. Y no porque quisieran evitarse. Más bien porque habían pasado todo el rato jugando con los niños y hablando con los vecinos, de modo que apenas se habían cruzado.

Claro que Hannah tampoco se había esforzado por cruzarse con él. Se sentía un poco avergonzada, la verdad. Sabía que Constantine no se burlaría de ella por confesar algo así, pero…

¿Y si se reía?, se preguntó.

No pensaba darle más vueltas al asunto. Era la última noche de su fiesta campestre, y aunque seguro que todos estaban cansados, tenía la impresión de que les encantaría pasar una relajante velada en el salón. Estaba deseando relajarse con todos ellos.

Además, tenía la impresión de que contaba con unas amigas que seguirían siéndolo una vez que todos volvieran a Londres. Amigas además de Barbara, claro. Había percibido dicha amistad esa tarde. Con Cassandra y sus dos cuñadas, e incluso con la señora Park y la señora Finch. Tanto lady Montford como la condesa de Sheringford habían encontrado un momento para invitarla a que las tuteara. A partir de entonces serían Katherine y Margaret.

Ojalá en Londres pudiera encontrar el valor para ser quien realmente era, además de mostrarse como la duquesa de Dunbarton.

La vida era complicada. Y emocionante. E incierta. Y… En fin, que merecía la pena vivirla.

– Adele, así está perfecto -dijo al tiempo que volvía la cabeza a un lado y al otro para verse en el espejo. Llevaba el pelo rizado y recogido de forma muy sencilla. Había elegido un vestido de color rosa oscuro. En un principio pensó en descartar las joyas, pero el pronunciado escote del corpiño necesitaba algo para no parecer demasiado desnuda. Se decidió por un sencillo diamante, auténtico en ese caso, que colgaba de una cadena de plata. En la mano izquierda se puso su anillo más preciado, su regalo de boda, junto con su alianza-. Eso es todo, gracias -añadió y siguió mirándose en el espejo después de que su doncella se marchara.

Tal como acostumbraba a hacer de vez en cuando, intentó verse como la veían otros. En Londres, por supuesto, se aseguraba de que los demás la vieran de cierto modo. Pero ¿en Copeland Manor? Había percibido amistad durante los últimos días. Aparte del hecho de ser la anfitriona, se había sentido como si nadie la viera como alguien más especial que el resto de las damas.

¿Sería por la ropa? No se había vestido de blanco ni una sola vez. ¿O tal vez era el pelo? Esa noche llevaba un peinado más sofisticado que en las anteriores veladas, pero no era tan elegante como los que solía llevar en Londres. ¿O se debía más bien a la relativa escasez de joyas? ¿Sería otra cosa? ¿Habrían visto sus invitados a lo largo de esos días lo mismo que ella veía en ese instante? ¿A ella misma?

¿Sería capaz de inspirar amor, o al menos simpatía y respeto, como ella misma?

Al fin y al cabo, no era la única mujer guapa del mundo. Ni siquiera en esos momentos. Cassandra y sus cuñadas eran despampanantes. La señora Finch era bonita. Al igual que Marianne Astley y Julianna Bentley. Barbara era preciosa.

Suspiró y se puso en pie. Se alegraba muchísimo de haber organizado la fiesta campestre. Había disfrutado como no recordaba haber disfrutado con nada en mucho tiempo. Además, todavía quedaba una noche. Al día siguiente volvería a Londres. Constantine y ella podrían pasar la noche juntos. A menos, claro estaba, que él sintiera la necesidad de trasladarse de inmediato a Ainsley Park para comprobar que el asunto de su trabajador se había arreglado.