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– ¿A Gloucestershire? -preguntó-. ¿Ya? ¿Ahora?

Por absurdo que pareciera, solo podía pensar en la posibilidad de que Constantine no deseara después de todo la orgía que le había prometido.

– Tenía una carta esperándome en el dormitorio -contestó él-. Van a ahorcarlo.

– ¿Cómo? -replicó, boquiabierta.

– Por robo. Para dar ejemplo a otros posibles ladrones -siguió Constantine-. Tengo que irme.

– ¿Qué vas a hacer?

– Salvarlo. Hacer que cualquiera de los responsables entre en razón. ¡Por el amor de Dios, Hannah! No sé lo que voy a hacer. Tengo que irme. ¿Puedo llevarme a Jet? -Sus ojos parecían muy negros mientras la miraba con desesperación y se pasaba una mano por el pelo.

– Iré contigo -se ofreció ella.

– Ni hablar -rehusó-. ¿Me prestas el caballo?

– El carruaje -lo contradijo antes de abrir la puerta y salir al pasillo, dejándolo atrás-. Voy a dar las órdenes precisas. Vete en mi carruaje directamente a Ainsley Park. Eso te ahorrará al menos medio día de viaje. -Ella misma fue hasta el establo y la cochera, como si su presencia pudiera contribuir a acelerar todo el proceso.

Tanto los caballos como el carruaje tardaron muy poco en estar listos, aunque para ella fue un proceso agónicamente lento, al igual que para Constantine, que no cesaba de pasearse de un lado para otro como un animal enjaulado.

Volvió a cogerlo de las manos cuando vio que el carruaje casi estaba listo, y que el cochero ya se acercaba, ataviado con su librea.

Sin embargo, no se le ocurrió nada que decirle. ¿Qué se decía en esas circunstancias?

¿«Que tengas un buen viaje» o «Espero que llegues a tiempo»? A tiempo ¿de qué?

«Ojalá los convenzas de que no ahorquen a Jess.» «Es improbable que lo consigas.»

Se llevó sus manos a la cara y las dejó sobre sus mejillas. Volvió la cabeza y le besó las palmas, primero una y luego la otra. Sentía un doloroso nudo en la garganta, pero no pensaba llorar.

Lo miró a los ojos. Él la miró con expresión inescrutable. Ni siquiera estaba segura de que la estuviera viendo.

– Te quiero -susurró Hannah.

Eso hizo que Constantine le prestara atención.

– Hannah… -dijo.

Otra vez su nombre. Era casi una declaración de amor, aunque no estuviera pensando en semejantes trivialidades de forma consciente, por supuesto.

Constantine se volvió, subió al carruaje y en cuanto cerró la portezuela el vehículo se puso en marcha y se alejó.

Hannah levantó una mano, pero él no se asomó.

La presencia de Constantine en Ainsley Park no supondría ningún cambio, reflexionaba Hannah con el alma en los pies mientras el carruaje desaparecía a gran velocidad por la recta avenida. Ese pobre hombre moriría ahorcado por haber robado. Y

Constantine jamás se perdonaría por haberlo llevado a vivir a Ainsley Park y después fallar de algún modo a la hora de evitarle cualquier mal. Probablemente jamás se recuperaría de ello aunque, por supuesto, no fuera el responsable.

Tenía que haber un modo de salvar a Jess Barnes. Se había llevado catorce gallinas del gallinero de un vecino, pero las había devuelto y se había disculpado. El administrador de Constantine había pagado el valor de dichas gallinas aun cuando habían sido devueltas. Y por eso un hombre estaba a punto de perder la vida… para dar ejemplo a los demás.

En ocasiones el sistema judicial parecía capaz de las decisiones más disparatadas y aterradoras.

De repente, recordó un antiguo refrán: «Si te van a colgar por robar un cordero, mejor roba una oveja». Al final también ahorcaban a las personas por robar gallinas.

Seguro que había alguien que pudiera ser de ayuda. Alguien con influencia. A pesar de su linaje, Constantine era un plebeyo. Pero seguro que había alguien…

Miró hacia la casa y echó a andar casi a la carrera, alzándose las faldas. Habría llegado antes si la hubiera rodeado y hubiera entrado en el salón por las puertas francesas, pensó mientras subía a toda prisa los escalones del pórtico y atravesaba la puerta principal.

¡Dios santo, debía de ser tardísimo! Todos estarían preguntándose por ella y por la bandeja del té. Todos estaban cansados.

Todos seguían en el salón, comprobó nada más entrar, en cuanto un criado que se había apresurado a cumplir su cometido al verla le abrió la puerta. Todos se volvieron a mirarla con curiosidad. Comprendió demasiado tarde que debía de presentar un aspecto desaliñado y que estaría sonrojada… otra vez. Algunos de los presentes se pusieron en pie. Barbara se acercó corriendo a ella.

– ¿Hannah? -dijo-. ¿Qué ha pasado? Hemos oído un carruaje. -La cogió de las manos.

Hannah le dio un fuerte apretón mientras buscaba al conde de Merton con la mirada.

– Lord Merton -dijo-, me gustaría hablar en privado con usted, si no le importa. Por favor. ¡Por favor, dese prisa!

Por suerte había una silla tras ella, porque se desplomó de repente soltando las manos de Barbara. La asaltó un temblor incontrolable. Le castañeteaban los dientes. Su cabeza era un hervidero de pensamientos. Comprendió, con cierta mortificación, que había perdido la compostura.

En ese momento se percató de que el conde de Merton estaba frente a ella, con una rodilla hincada en el suelo y tomándola de las manos con firmeza.

– Excelencia -lo oyó decir-, dígame qué ha pasado. ¿Se trata de Con? ¿Ha tenido algún accidente?

– Se ha… se-se ha ido -respondió. Cerró los ojos un instante a fin de recuperar un poco de autocontrol-. Siento mucho que no hayan podido tomar el té todavía. Babs, por favor, ¿te importa ordenar que lo traigan? Lord Merton, ¿podemos hablar fuera? -preguntó al tiempo que le daba un apretón en las manos.

Nadie se movió.

– Hannah -dijo Barbara-, dinos qué ha pasado. Todos estamos preocupados. ¿Has discutido con el señor Huxtable? No, debe de ser algo mucho peor.

Las manos del conde seguían siendo cálidas y firmes. Hannah miró esos ojos azules.

– ¿En qué puedo ayudarla? -preguntó él.

El conde no sabía nada. Ninguno de ellos sabía nada. ¡Ay, qué error más tonto el de Constantine por haberlo mantenido todo en secreto durante tantos años!

No le correspondía a ella divulgarlo.

Pero ya no era momento para guardar secretos.

– Se ha ido a Ainsley Park -dijo-, su residencia en Gloucestershire. Y la residencia de un buen número de madres solteras, de personas impedidas, de criminales reformados y de otros muchos rechazados por la sociedad. Uno de los impedidos, creo que debe de sufrir un retraso mental similar al del hermano de Constantine, dejó abierta la puerta del gallinero y cuando descubrió que el zorro había matado a unas cuantas gallinas, intentó remediar la pérdida robando las de un vecino para reemplazarlas y así evitar que Constantine se sintiera decepcionado con él. Después las devolvió con una disculpa, y además el administrador de Ainsley Park indemnizó al dueño con el valor de las mismas, pero de todas formas han sentenciado al pobre Jess a la horca. -Jadeó en busca de aire. No estaba segura de haber respirado en absoluto durante su explicación.

Algunos de los presentes imitaron su gesto. Unas cuantas damas se llevaron las manos a la boca y cerraron los ojos. Hannah no fue consciente de mucho más, sin embargo, porque estaba concentrada en los penetrantes ojos del conde de Merton.

– Así que eso es lo que Constantine ha estado haciendo en Gloucestershire -susurró lady Sheringford.

Hannah se inclinó un poco hacia el conde.

– Se ha llevado mi carruaje -dijo-. Cree que puede salvar al pobre hombre, pero es muy probable que no sea capaz de hacerlo. ¿Me permite usar su carruaje? ¿Me acompañará a Londres?