– No -contestó al tiempo que se ponía en pie-. Se lo agradezco, pero debo irme. Tengo que atender otro asunto urgente esta mañana y tampoco quiero impedir que pase un poco de tiempo con su marido antes de que se vaya. ¡Ojalá pudiera ir con él y con el conde de Merton! Pero mi presencia solo serviría para retrasarlos.
– Cierto. -La duquesa sonrió-. Y no sería apropiado, ni siquiera para la duquesa de Dunbarton. Elliott puede ser muy despótico cuando se lo propone, duquesa. No aceptará un no por respuesta en Gloucestershire así como así. Ni Stephen. A veces da la errónea impresión de que es un hombre apocado, incluso un pusilánime, porque es muy amigable y tiene la apariencia de un ángel, pero puede ser un ángel vengador cuando se lo propone. Se lo propondrá por el bien de Constantine.
– Gracias -replicó Hannah.
La duquesa la acompañó a la puerta, momento en el que se dio cuenta de que su hermano se había ido en el carruaje. Sin embargo, Hannah no le permitió que mandara preparar otro vehículo.
– Iré andando -insistió-. El aire fresco me sentará bien y corre una brisa agradable.
La duquesa la sorprendió al abrazarla con fuerza antes de que se fuera.
– Tiene que venir una tarde a tomar el té -dijo-. Le mandaré una invitación. ¿La aceptará? Siempre he deseado conocerla mejor.
– Gracias -contestó-. Será un placer.
¿Dónde estaba Constantine en ese momento?, se preguntó mientras volvía a casa a toda prisa. Estaba segurísima de que habría viajado toda la noche, deteniéndose únicamente para pagar en los fielatos y para cambiar de caballos. Le había advertido a su cochero que esperase un viaje sin paradas. ¿Habrían llegado ya? ¿O seguiría en el camino, preguntándose si llegaría a tiempo, preguntándose si podría salvar a su protegido?
¿Y a qué hora podría presentarse en el palacio de Saint James sin ofender a nadie para pedir una audiencia con el rey?
¿La recibiría?
¿Llegarían a decirle que había ido a verlo?
Pero por supuesto que la recibiría. Era la duquesa de Dunbarton, la viuda del duque de Dunbarton.
«Cuenta con algo», le había enseñado el duque, «y será tuyo».
De modo que contó con hablar personalmente con el rey en breve. Pero primero tenía que llegar a casa para ponerse su mejor armadura.
Ni un diamante falso vería la luz esa mañana. Y no habría más color que el blanco.
Con llegó a Ainsley Park en mitad de una tarde lluviosa, exhausto y sin afeitar. Encontró a todo el mundo con muy mala cara y desconsolado, desde Harvey Wexford hasta Millie Carver, la ayudante de la cocinera a quien había rescatado a los diez años de un burdel londinense a punto de ser vendida al mejor postor para desvirgarla. Habían pasado dos años desde entonces.
A Jess Barnes le quedaba una semana de vida.
Se bañó, se afeitó y se cambió de ropa (pero no durmió) antes de marcharse a caballo a la prisión, emplazada en el pueblo a unos seis kilómetros de distancia. Jess estaba sucio, pero salvo por eso parecía que lo cuidaban bien. Se echó a llorar nada más verlo pero no porque fuera a morir, sino porque le había fallado a su benefactor y esperaba que le echara una buena reprimenda.
Con lo abrazó, sin importarle la suciedad y los piojos, y le dijo que le quería por encima de todo y de todos.
Después de escucharlo, Jess lo miró con una sonrisa deslumbrante y se tranquilizó.
– Todo el mundo te manda recuerdos -dijo-. La cocinera te ha enviado casi todos tus platos preferidos, así que te pondrás como un tonel si te los comes todos. Voy a sacarte de aquí, Jess, y a llevarte a casa. Pero hoy no. Tienes que ser paciente. ¿Puedes hacerlo?
Al parecer Jess podía hacerlo si el señor Huxtable decía que tenía que hacerlo.
Aunque tampoco le quedaba otro remedio.
Con pasó el día siguiente intentando inútilmente que retirasen los cargos contra Jess, que la condena se suspendiera, que conmutaran la pena, que admitieran la locura en su defensa… cualquier cosa que salvara su vida y que, de ser posible, lo devolviera a Ainsley Park.
Kincaid, el agraviado vecino que había logrado recuperar sus gallinas y su valor en dinero contante y sonante, se negó a mirarlo a la cara, pero se reafirmó en que la dureza del castigo era necesaria tanto para erradicar el mal del vecindario como para evitar que otros residentes de Ainsley Park se convirtieran en futuras amenazas para la paz y la seguridad de la zona. Añadió que si podía encontrar la manera de demandarlo personalmente por haber esto en peligro de forma tan temeraria a sus vecinos o algo sí, lo haría. Y por último dijo que estaba consultando el tema con sus abogados.
La mayoría de los vecinos le recibieron con amabilidad, incluso con compasión, pero ninguno estaba dispuesto a enfrentarse a Kincaid. Sospechaba que unos pocos incluso aplaudían al hombre en secreto.
Un abogado le advirtió de que esgrimir la locura como defensa no serviría de nada, ya que Jess Barnes no mostraba signos de locura, solamente de padecer un retraso mental. No había negado el robo. Había admitido que sabía que robar estaba mal. En realidad, no tenía defensa, solo podían pedir clemencia.
El propio juez lo recibió con cortesía, incluso con cierto buen humor. Pero se negó a cambiar de opinión en el caso de Jess Barnes. Según él, era una amenaza para la sociedad. El condado, todo el país de hecho, se alegraría de librarse de él cuando lo colgaran. Señaló que podría haberlo condenado a varios años de trabajos forzados de estar en su sano juicio, pero que dadas las circunstancias… Y concluyó diciéndole que había sido muy listo al llenar sus campos y su casa con mano de obra barata y mujeres ligeras de cascos para mantener a todos los hombres contentos, incluido él, y que debía esperar que de vez en cuando sucedieran algunos incidentes de ese tipo. Como dos hombres de mundo que eran, añadió, a ninguno podía pillarlos por sorpresa.
En casa, Wexford era incapaz de hacer nada productivo. Le dijo a Con que si pudiera cambiarse por Jess, lo haría sin vacilar. Que todo era culpa suya. Porque le había dicho a Jess que el señor Huxtable se sentiría decepcionado creyendo que eso lo enseñaría a no volver a ser descuidado. En cambio, había provocado todo ese lío… y ni siquiera era verdad. Porque el señor Huxtable nunca se sentía decepcionado con ninguno de los habitantes de Ainsley Park, salvo con aquellos que se marchaban por propia voluntad, renuentes a trabajar a cambio de su manutención y a respetar las pocas reglas necesarias para que la comunidad fuera feliz y productiva.
Con le había dado un apretón en el brazo, pero era el único consuelo que podía ofrecerle.
Los demás estaban prácticamente igual de desanimados. Jess era el preferido de la mayoría.
A la mañana siguiente Con estaba desesperado. Ni siquiera recordaba la última vez que había dormido… o comido. Fue a ver de nuevo a Jess y después volvió a casa. Ya no sabía qué hacer. No recordaba haberse sentido tan impotente en la vida.
Seguro que había algo que pudiera hacer.
Se quedó en el establo para cepillar a su caballo. Escuchó el carruaje antes de verlo. Una dolorosa esperanza hizo que le diera un vuelco el estómago. ¿Sería Kincaid? ¿Habría cambiado de idea después de todo? ¿Serviría para que el juez también cambiara de opinión?
Se acercó a la puerta del establo y miró hacia el camino cuando el carruaje estuvo cerca. Intentó no hacerse ilusiones.
Era un carruaje imposible de confundir con otro. Llevaba un blasón ducal a ambos lados. El cochero y el lacayo que ocupaban el pescante lucían las libreas ducales. El carruaje debió de causar sensación mientras cruzaba Inglaterra… y mientras cruzaba el pueblo de camino a Ainsley Park.
Era el carruaje del duque de Moreland.
El carruaje de Elliott.
Con estaba demasiado cansado como para sorprenderse. La furia lo invadió, si bien fue un sentimiento moderado. Elliott había ido para regodearse.
Ni siquiera intentó analizar el motivo que lo había llevado a hacer semejante trayecto solo para ese fin.