Todos sabían, por supuesto, que Elliott y Stephen habían ido a hablar con el juez, si bien no se lo había dicho nadie. Y todos sabían por qué Constantine estaba cortando leña con tanta ferocidad. Nadie le habló. Ni tampoco hablaron entre ellos. Salvo Roseann con sus alumnos, supuso, aunque no escuchó a ninguno.
Y después todos los que habían desaparecido un instante reaparecieron, y todos los que habían estado ocupados (o habían fingido que lo estaban) dejaron lo que estaban haciendo, incluidas las mujeres que quitaban las malas hierbas, que se pusieron de pie. Millie dejó caer los dos leños que llevaba en las manos. La cocinera soltó el delantal. Con se detuvo con el hacha por encima del hombro.
Caballos.
Y ruedas de un carruaje.
Bajó el hacha muy despacio y se volvió.
El mismo carruaje ducal del día anterior. El mismo cochero y el mismo lacayo, con sus relucientes libreas, cepilladas con brío para el nuevo día.
Con incluso se olvidó de respirar por un instante. Si le hubiera dado por reflexionar sobre ese detalle, habría apostado que los demás también se olvidaron de hacerlo.
El carruaje no prosiguió hasta la puerta principal. Se detuvo junto al establo. Quizá sus ocupantes habían visto a todos los concentrados en el patio, en cuyo centro estaba Con.
Stephen fue el primero en salir, sin esperar a que desplegaran los escalones. Miró a su alrededor y después a Con, que estaba clavado en el suelo. No había dado un solo paso hacia el carruaje.
– La cosa pende de un hilo -dijo Stephen, alzando la voz para hacerse oír.
Una desafortunada elección de palabras.
Elliott también se apeó sin la ayuda de los escalones.
– El juez va a considerar el asunto -dijo, también lo bastante fuerte como para que todos se enterasen-. Su veredicto final aún no es firme, pero en el caso de que indulte a Jess Barnes, lo hará dejándolo bajo mi custodia y con la condición de que me lo lleve bien lejos de aquí y de que no regrese jamás a Gloucestershire.
Con estaba casi seguro de haber escuchado un suspiro colectivo. O tal vez solo escuchó el suyo. Soltó el hacha junto a un montón de madera sin cortar y se acercó a sus primos, quienes a su vez se acercaron a él.
– Elliott ha estado increíble, Con -dijo Stephen-. Casi me eché a temblar al escucharlo.
– No, de eso nada -lo contradijo Elliott-. Estabas demasiado ocupado rezumando tu legendario encanto, Stephen. Estuve a un paso de quedarme obnubilado.
– Pero el juez no se ha decidido -puntualizó Con.
– Para ser justos, tiene carácter -dijo Elliott-. Me ha dado la impresión de que se arrepiente cada vez más de la dureza de la sentencia a medida que se acerca el fatídico día, pero que no encuentra una salida digna. Seguro que tu intervención lo ha ablandado. Quería concedernos lo que le pedíamos, pero se niega a dar la impresión de haberse dejado avasallar por dos aristócratas sin autoridad real sobre él.
– ¿Crees que soltará a Jess? -preguntó Con.
– Lo creo -contestó-. Pero no puedo asegurarlo. No.
– ¿Ha dicho cuándo tomará una decisión? -quiso saber.
– Mañana -respondió Stephen.
– Pero sea como sea, Con -dijo Elliott-, Jess no volverá a Ainsley Park. Lo siento. La mejor solución que se me ocurrió fue prometerle que me lo llevaría conmigo.
Con asintió con la cabeza. Y sus ojos volaron por encima del hombro de Elliott, más allá del carruaje, hasta el camino que discurría por detrás. Un jinete solitario se acercaba al trote.
Los demás también lo habían escuchado. Se volvieron a un tiempo.
¿El juez ya había tomado una decisión? ¿Era una visita al azar?
Sin embargo, conforme se acercaba el jinete, vieron que lucía una brillante librea y que parecía estar un poco cansado. Era evidente que había recorrido un largo trayecto, posiblemente sin hacer paradas salvo para cambiar de montura y tomar algo.
– ¡Por Dios! -Exclamó Stephen-. Es la librea real.
No cabía la menor duda al respecto. El jinete era un mensajero del rey.
El recién llegado detuvo el caballo detrás del carruaje y miró a su alrededor con expresión altiva antes de reparar en Elliott.
– Tengo órdenes de entregarle un mensaje al señor Constantine Huxtable -dijo.
– Soy yo. -Con alzó un brazo, un brazo desnudo salpicado con virutas de madera, y dio un paso al frente.
La expresión del mensajero se tornó más altiva si cabía.
– Doy fe de su identidad -terció Stephen, con cierta sorna-. Soy Merton.
El mensajero buscó en su alforja y sacó dos pergaminos lacrados con el sello real.
– Señor, primero debo entregarle este por orden expresa de Su Majestad el rey.
Y le ofreció uno de los pergaminos a Con, que lo miró como si así pudiera desentrañar sus secretos. Intercambió una mirada con Elliott y Stephen, rompió el sello y desplegó el pergamino.
La sangre se le fue a los pies. Se humedeció los labios. El pergamino tembló entre sus dedos. Alzó la vista.
– Un perdón -susurró. Y después levantó la cabeza, miró a su alrededor y alzó la voz. Sostuvo el pergamino en alto-. Un perdón. Un perdón real para Jess. El rey ha revocado la sentencia.
– Si me indica cómo llegar hasta el juez en cuestión, señor -dijo el mensajero-, le llevaré un duplicado de ese documento sin más demora.
Nadie le hizo caso. Hubo una oleada de vítores, risas y aplausos. Y todo el mundo se puso a hablar a la vez. El volumen de sus voces aumentó al darse cuenta de que nadie escuchaba a los demás porque todos estaban hablando al mismo tiempo. Casi todos. Dos de las mujeres que quitaban malas hierbas se pusieron a bailar cogidas de las manos, chillando mientras daban vueltas. La cocinera se había cubierto el rostro con el delantal. Millie estaba sollozando sin tapujos mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Con cerró los ojos con fuerza y levantó la cara al cielo.
– La muy bruja -murmuró con cariño.
– En fin -dijo Elliott-, ya veo lo necesaria que era mi presencia, Con.
Sin embargo, estaba sonriendo cuando Con lo miró, se acercó y lo aprisionó con un abrazo de oso.
– Era necesaria -aseguró-. Eres necesario, Elliott. Siempre eres necesario. -Y acto seguido se puso en ridículo al empezar a llorar con la frente apoyada en el hombro de Elliott. Sintió que su primo le colocaba una mano en la nuca-. ¡Maldita sea mi estampa! -exclamó, al tiempo que retrocedía un paso y se limpiaba las lágrimas con el dorso de la mano-. ¡Maldita sea mi estampa!
Elliott le puso un pañuelo de lino blanco en la mano.
– El amor está permitido, Con -dijo.
Stephen se sonó la nariz con su propio pañuelo.
El mensajero real carraspeó.
– A continuación tengo órdenes de darle esto, señor -dijo, ofreciéndole el segundo pergamino.