Con miró al jinete mientras lo aceptaba. Pero solo era un mensajero, no el mensaje en sí.
¿Qué más tenía que decirle el rey?
«¡Ja, ja, no lo he dicho en serio… Jess Barnes va a morir!», pensó.
Rompió el sello, desplegó el pergamino y lo leyó.
Y después lo leyó una segunda vez.
Y después soltó una risilla. Y después se echó a reír mientras se lo pasaba a Elliott, que lo leyó, también dos veces, y se lo pasó a Stephen antes de mirarlo y sumarse a sus carcajadas.
– Caray -dijo Stephen al cabo de un momento-. ¡Caray!
Y los tres se pusieron a reír a mandíbula batiente mientras los demás los miraban y se preguntaban qué les hacía tanta gracia.
– ¿Qué pasa con el tiempo, Babs? -Preguntó Hannah que estaba sentada en su lugar preferido, el alféizar acolchado de su gabinete privado-. Cuando lo estamos pasando bien, vuela como un pájaro ansioso por llegar a su hogar después de un largo invierno, y al igual que dicho pájaro, es imposible detenerlo. En otras ocasiones se arrastra como una tortuga a la que le hubieran dado láudano.
Barbara estaba bordando.
– No existe lo que llamamos «tiempo» -replicó-. Solo existen nuestras reacciones al inexorable curso de la vida.
Hannah clavó la vista en la coronilla de su amiga.
– Babs, ¿crees que si fingiera estar disfrutando de seguir en la inopia recibiría noticias al instante? ¿Será tan sencillo como eso? Por favor, dime que sí.
Barbara levantó la cabeza y sonrió.
– Me temo que no -respondió-. Porque la ilusión del tiempo hace que el tiempo exista. Nuestras reacciones son demasiado fuertes como para detenerlo del todo. Somos lamentablemente humanos. Y maravillosamente humanos también.
– No habrás aprendido todo esto con tu vicario, ¿verdad? -preguntó con recelo.
– Pues sí, gracias a algunas discusiones -admitió Barbara-. Y a través de mis reflexiones íntimas y de algunas lecturas que Simón me sugirió.
– Si no puedo detener la ilusión del tiempo ni tampoco puedo detener la realidad -dijo-, de nada sirve saber que se trata de una ilusión, ¿no te parece? Ni tampoco es necesario definir esa realidad. Ahora me está dando vueltas la cabeza, ¿o eso también es solo una ilusión?
Barbara se limitó a soltar una carcajada y a retomar la labor.
– El rey prometió ayudar, Hannah -le recordó.
– Pero todo el mundo sabe que la memoria del rey es muy voluble -replicó-. Tiene buenas intenciones, pero se distrae muy fácilmente. No fui la única persona que le pidió algo esa mañana, ni la última. El hecho de que se echara a llorar al oír mi historia no quiere decir nada. Llora por cualquier cosa que sea mínimamente emotiva.
– Debes confiar en él -insistió su amiga-. Y en el duque de Moreland y en el conde de Merton. Y en el propio señor Huxtable.
Hannah suspiró y cogió un cojín que abrazó contra su pecho.
– Es muy difícil confiar en otra persona que no sea una misma -repuso.
– Has hecho todo lo que has podido -dijo Barbara-. Mucho más.
Hannah miró de nuevo la coronilla de su amiga. Consideró la idea de levantarse y empezar a pasear por la estancia… otra vez. Consideró la posibilidad de salir a dar un paseo vigoroso, pero estaba lloviendo y el viento soplaba con fuerza, y Barbara insistiría en acompañarla. Y seguramente pillaría un resfriado y tendrían que cuidarla durante un par de semanas para que no acabara a las puertas de la muerte.
A veces Barbara podía ser una molestia considerable.
– Se suponía que ibas a volver a casa en cuanto regresáramos de Kent -comentó-. Ansiabas volver a casa, aunque eres demasiado educada como para decirlo. Sin embargo, aquí estás, callada y paciente, Babs. Yo me subiría por las paredes de estar en tu lugar.
– No, no lo harías. -Su amiga volvió a levantar la cabeza-. Eres muchísimo mejor persona de lo que aparentas, Hannah. Si estuvieras en mi lugar, te quedarías conmigo todo el tiempo que te necesitara. Somos amigas. Nos queremos.
Hannah escuchó el sollozo que se le atascaba en la garganta y tragó saliva. Abrió los ojos de par en par para que no se le llenaran de lágrimas. De un tiempo a esa parte le costaba muchísimo no echarse a llorar. Se había convertido en una especie de reclusa desde su visita al palacio de Saint James. Aunque sus nuevas amigas habían tenido la amabilidad de ir a verla la tarde anterior. Habían ido todas juntas (las tres hermanas Huxtable y su cuñada), y se habían quedado durante una hora y media, muchísimo más de lo que requería una visita de cortesía. Estaban casi tan ansiosas como ella por recibir noticias.
– Quieres a tu vicario -dijo-. Deberías estar con él, Babs.
– Y lo estaré -repuso Barbara-. Nos casaremos en agosto y viviremos juntos el resto de nuestras vidas. Cuando reciba noticias suyas, estoy segura de que me dirá que he hecho lo correcto al quedarme contigo. Aunque hoy ya no recibiré nada. Seguro que mañana sí.
Barbara siguió bordando y ella soltó un profundo suspiro.
Y al cabo de un momento contuvo el aliento mientras Barbara dejaba la aguja suspendida sobre la tela.
Ambas escucharon el distante sonido del llamador de la puerta principal.
– Visitas -dijo Hannah en un intento por fingir despreocupación-. Les dirán que no estoy en casa.
Sin embargo, aguzó el oído para escuchar pasos al otro lado de la puerta, y cuando los oyó, se tensó y se pegó el cojín al cuerpo como si debiera protegerlo con su propia vida.
– Un caballero pregunta por la señorita Leavensworth, excelencia -dijo su mayordomo cuando abrió la puerta.
– Dile que… ¿Pregunta por Barbara?
– El reverendo Newcombe, excelencia -respondió el mayordomo, mirando a Barbara-. ¿Debo decirle que no se encuentra en casa?
– ¿Simón? -preguntó Barbara en voz baja. Tenía la aguja suspendida sobre la tela.
De repente, pensó Hannah, su amiga estaba guapísima.
– Hazlo pasar, por favor -ordenó al mayordomo.
Nunca recibía visitas en su gabinete privado.
Bajó las piernas al suelo y soltó el cojín cuando el mayordomo se retiró. Su primer instinto fue salir de la estancia a toda prisa, dejar el campo libre para el reencuentro de los enamorados. Pero fue incapaz de resistir el impulso de quedarse a presenciarlo y conocer al prometido de Barbara.
Su amiga recogió calmada y metódicamente su labor, tras lo cual comprobó el estado de su pelo y se aseguró de que no quedara sobre su vestido ni rastro de las galletas con las que habían acompañado el té. Miró a Hannah.
– Por eso hoy no he recibido una carta suya -dijo-. Ha venido en persona.
Su belleza era radiante. Tenía los ojos enormes y brillantes.
Era la expresión del amor, pensó Hannah. Lo había visto en su propio espejo de un tiempo a esa parte. Para lo que le había servido…
La puerta se volvió a abrir tras la llamada de rigor.
– El reverendo Newcombe para ver a la señorita Leavensworth -anunció el mayordomo.
Y acto seguido entró el caballero más corriente que Hannah habría podido imaginar. Era justo como Barbara lo había descrito, de hecho. No era alto, ni fuerte ni guapo. Su atuendo era sobrio y decente, sin adornos. Pero en cuanto sus ojos se posaron en Barbara, sonrió… y Hannah supo por qué su amiga, que había rechazado a varios pretendientes más que adecuados a lo largo de su juventud, había acabado entregándole su corazón a ese hombre.
Barbara sonreía de oreja a oreja.
«¡Por Dios!», pensó Hannah; de haber estado en el lugar de su amiga habría cruzado la estancia a la carrera con un grito ensordecedor para lanzarse sobre él.
– Barb -dijo el reverendo.
– Simón.
Tras ese enorme despliegue de afecto, ambos recuperaron sus buenos modales y se volvieron hacia ella.
– Hannah, tengo el honor de presentarte al reverendo Newcombe -dijo su amiga-. Simón, te presento a la duquesa de Dunbarton.