El vicario le hizo una reverencia. Hannah correspondió con una inclinación de cabeza.
– Ha venido en persona para llevar a Barbara a casa -aventuró-. No le culpo en absoluto, señor Newcombe. He sido muy egoísta.
– Excelencia, he venido porque mi futuro suegro ha tenido la amabilidad de sustituirme en los oficios del domingo para así poder tomarme unas cortas vacaciones en Londres, aunque disfrutaré de otras tras mis nupcias. He venido porque me parecía que habían pasado años, y no semanas, desde la última vez que vi a Barbara. Y he venido porque usted está angustiada y he pensado que tal vez pueda ofrecerle consuelo espiritual.
Hannah se mordió el labio inferior. Echarse a reír no sería apropiado. Si bien era cierto que en parte ansiaba hacerlo, otra parte más noble de su ser se sentía conmovida.
– Se lo agradezco. Es un momento de gran ansiedad. La vida de un hombre pende de un hilo y me preocupa muchísimo, aunque no lo conozco en persona y es probable que nunca llegue a conocerlo. Alguien cercano a mí está muy involucrado emocionalmente en este asunto, y yo estoy muy involucrada emocionalmente con esta persona. -No había sido su intención expresarlo de ese modo. Pero ya había pronunciado las palabras, y eran ciertas. Siempre había que contarle la verdad a un clérigo.
– Lo entiendo, excelencia -replicó el reverendo, y tuvo la impresión de que era cierto.
– Tengo que atender un asunto urgente en otra parte de la casa -comentó-, así que me temo que no podré ejercer de anfitriona perfecta, ya que debo ausentarme ahora mismo. Aunque lo dejaré con Barbara. Estoy segura de que hará todo lo que esté en su mano para entretenerlo en mi ausencia.
– Estoy seguro de que lo hará, excelencia -convino él.
Le sonrió y el reverendo le devolvió la sonrisa con tan buen humor que se podría haber enamorado de él si su corazón fuera libre.
Le sonrió, le guiñó a Barbara un ojo (el que el reverendo Simón Newcombe no podía ver) y salió de la estancia como si en realidad tuviera una infinidad de tareas pendientes.
¿Qué estaría pasando en Gloucestershire? ¿Y por qué a ella no le escribía nadie?
CAPÍTULO 20
Después del largo trayecto hasta Londres, lo más interesante que se le ocurrió hacer al reverendo Newcombe durante su primer día fue ir a una librería situada en Oxford Street que aún recordaba de sus días de estudiante.
Antes se pasó por Dunbarton House a fin de invitar a Barbara y a Hannah para que lo acompañaran. Barbara estaba entusiasmada por la idea.
Hannah observaba a la pareja mientras tomaban café en el salón. Aquello le resultaba extraordinario. Ni siquiera era una librería de libros nuevos. Seguro que estaba llena de polvo. E indudablemente llena de antiguos volúmenes tan deteriorados por el paso del tiempo que sus hojas se estarían desintegrando para crear más polvo.
– Hannah, tienes que venir con nosotros -le suplicó Barbara-. Llevas varios días sin asomarte siquiera a la calle y hoy hace un día soleado. Si crees que vas a estorbar, te aseguro que no es así. -Se ruborizó.
– Ni se me había pasado por la cabeza -aseguró Hannah-. Ambos sois demasiado educados como para admitir en privado que mi presencia sería un estorbo. Esta tarde iré a pasear a Hyde Park, recibiré a mi séquito y me enteraré de todas las nuevas habladurías que circulan para entretenerte durante la cena. Señor Newcombe, ¿cenará con nosotras?
– Gracias, excelencia -respondió el aludido, inclinando la cabeza-. Pero…
Alguien llamó a la puerta del salón y lo interrumpió.
– Excelencia, los condes de Merton desean saber si está usted en casa -dijo el mayordomo nada más abrir la puerta.
Hannah se puso en pie de un brinco. ¿Cassandra? ¿Y el conde también?
– Hazlos pasar -replicó.
Le costó la misma vida no salir corriendo tras él y adelantarlo en la escalera para llegar al vestíbulo en primer lugar y enterarse de lo que había pasado.
– El conde de Merton fue a Ainsley Park con el duque de Moreland para ver si podían interceder por el condenado -le explicó Barbara a su vicario.
– Sí -replicó el reverendo Newcombe-, recuerdo los nombres porque los mencionaste en tu carta, Barb. Y ahora el conde ha vuelto, tal vez con noticias. Esperemos que sean buenas nuevas. Excelencia, la preocupación que demuestra por una pobre alma descarriada es encomiable. Pero no me sorprende. Barbara me ha contado…
Hannah dejó de escucharlo en ese punto. No por un gesto deliberado de mala educación, si no porque sus pensamientos se convirtieron en un torbellino descontrolado. Se acercó a la puerta todo lo que pudo sin arriesgarse a que le dieran con ella en las narices cuando volvieran a abrirla y entrelazó las manos a la altura de la cintura. Intentó recurrir a toda la dignidad que pudo.
¿El duque de Moreland no acompañaba al conde? ¿Ni Constantine?
La puerta volvió a abrirse tras un toquecito.
– Los condes de Merton, excelencia -anunció el mayordomo.
La apariencia del conde delataba que había realizado un largo viaje. Aunque su ropa no estuviera arrugada y se hubiera afeitado, se le notaba el cansancio en los ojos y Hannah tuvo la impresión de que se había detenido en Merton House lo justo para ver a su esposa. Cassandra, por su parte, sonreía de oreja a oreja.
– Todo ha salido bien -dijo al tiempo que se apresuraba a acercarse a ella para abrazarla-. Todo ha salido bien, Hannah.
Hannah se dejó abrazar y se apoyó en la condesa, aliviada.
– Excelencia, supongo que ya lo sabía -dijo el conde-. Debió de ser usted quien convenció al rey para que interviniera. Aunque imagino que estará ansiosa por saber que el perdón real llegó a tiempo. Tres días antes del plazo final, de hecho.
«¿Solo tres días?», se preguntó ella.
– Fue un perdón completo -añadió-. Jess Barnes es un hombre libre. Cuando me marché, le prometí a Con que se lo haría saber nada más llegar a Londres. Además, me tomé la libertad de volver en su carruaje, excelencia. Con volverá con Elliott más tarde.
– ¿Con el duque de Moreland? -Hannah enarcó las cejas-. ¿Los dos juntos en el mismo carruaje?
El conde de Merton sonrió.
– Ni siquiera creo que lleguen a los puños -comentó-. Ni que viajen sin dirigirse la palabra.
– ¿Han solucionado su absurda rencilla? -quiso saber.
– Pues sí -respondió el conde-. Por primera vez desde que los conozco he podido verlos tal como debieron de ser durante gran parte de sus vidas. No paran de hablar y de bromear. E incluso de discutir. Por si necesita algún argumento para convencerse, le diré que Con eligió el hombro de Elliott para llorar después de leer el perdón real y eso que el mío estaba tan cerca e igual de disponible.
– ¡Oh! -Hannah unió las manos y se llevó las puntas de los dedos a los labios.
Después de cerrar los ojos se imaginó a Constantine llorando. ¡Qué avergonzado debió de sentirse! ¡Y qué furioso se pondría si supiera que su primo se lo estaba contando!
Los hombres tenían unas posturas muy ridículas en esas cuestiones.
Qué raro era que alguien pudiera juzgar tan mal a otra persona. En su fuero interno siempre lo había llamado «demonio». Por esa apariencia sombría y peligrosa que justificaba el apelativo. Y en realidad era justo lo contrario. Era todo luz, amor y compasión. Bueno, y tal vez un poco de sombra y de peligro. De hecho, era una confusa mezcla de cualidades humanas. Como la mayoría de la gente.
¡Le quería tanto que casi le dolía! Qué tonta era.
Unos pensamientos muy inadecuados para el momento en cuestión. Levantó la cabeza, sonrió y se volvió para realizar las presentaciones entre el reverendo Newcombe y los condes.
El reverendo y Barbara estaban de pie. Su amiga tenía los ojos brillantes por las lágrimas, aunque no estaba llorando, cuando se acercó para abrazarla.
– Sabía que el rey no lo olvidaría -dijo Barbara.