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Y, sin embargo, era un papel que no podía interpretar indefinidamente. No se había dado cuenta de ese hecho hasta ese instante. Era un hecho que ignoraba al comienzo de la temporada social. Interpretar ese papel había sido fácil e incluso entretenido mientras el duque estaba vivo. Había tenido su compañía, su compañerismo y, sí, su amor para regodearse cuando no estaban en público. Pero ¿en ese momento? Lo único que encontraba al llegar a casa era la soledad. Y Babs se marcharía al día siguiente.

¿Tendría suficiente con sus amistades, nuevas y antiguas, en los días y en los meses venideros… en los años venideros?

«¡Ay, Constantine! ¿Dónde estás? ¿Me evitarás cuando vuelvas, si acaso lo haces?»

Se estaba riendo por algo que había dicho lord Moodie y dándole unos golpecitos en el brazo cuando su séquito se abrió para dejar paso a un caballo. De repente, se hizo un extraño silencio.

Era un caballo negro.

El caballo de Constantine.

Hannah alzó la vista y giró la sombrilla con tanta fuerza que provocó una corriente de aire alrededor de su cabeza.

Constantine. Vestido todo de negro salvo por la camisa. Esa cara alargada. Esos ojos oscuros. Sin sonreír. Con aspecto casi siniestro. Casi demoníaco.

Su amado.

¡Por Dios! ¿De dónde habían salido esas palabras tan románticas? ¿De una boda?

– ¿Señor Huxtable? -Enarcó las cejas.

– Duquesa.

Su séquito estaba pendiente de sus palabras como si estuvieran recitando un largo monólogo.

– Veo que por fin se ha dignado a aparecer de nuevo por Londres -repuso ella.

Su séquito soltó un suspiro satisfecho casi palpable por el desdén que acababa de demostrarle al hombre que había regresado después de que ella lo rechazara. Se le había acabado el tiempo, quería decirle ese suspiro casi silencioso. Cuanto antes se alejara, llevándose consigo su corazón roto y cierta dignidad, mejor para todos los involucrados.

Constantine se limitó a extender una mano como respuesta, enfundada en un guante de piel negro. Esos ojos oscuros se clavaron en los suyos con tal intensidad que le fue imposible apartar la mirada.

– Coloca tu pie en mi bota -le dijo.

«¿Cómo?», pensó Hannah.

– ¡Caray! -protestó un caballero sin identificar-. Huxtable, ¿no te das cuenta de que Su Excelencia…?

Hannah no le estaba prestando atención. Se encontraba librando una batalla de voluntades con Constantine. Llevaba un atuendo de lo más incómodo para montar a caballo. Si quería hablar con ella, sería más sencillo e infinitamente más galante por su parte desmontar. Pero Constantine quería ver (y quería que la alta sociedad viera) cómo se ponía en ridículo. Quería darle a la alta sociedad un escándalo del que hablar durante un mes. Quería demostrarle al mundo entero que él era el amo y señor, que solo tenía que chasquear los dedos para que ella se acercara a la carrera.

Volvió a girar la sombrilla y lo miró con sorna.

Se produjo otro suspiro apenas audible en señal de aprobación. Si hubiera mirado a su alrededor, se habría dado cuenta de que su séquito había aumentado en número y de que no solo se componía de caballeros. Ya habían suscitado bastante carnaza como para que la conversación en los salones no decayera durante dos semanas.

Muy despacio y con movimientos sumamente precisos cerró la sombrilla antes de dársela sin mediar palabra a lord Hardingraye, que se encontraba a su lado. Dio dos pasos hacia delante, se recogió el bajo del vestido con una mano, colocó su delicado escarpín blanco en la reluciente bota de montar negra de Constantine y extendió el brazo libre para aferrarse a su mano. Seda blanca contra cuero negro.

En un abrir y cerrar de ojos, sin que tuviera que hacer nada más, se vio sentada de lado delante de Constantine, rodeada por sus fuertes brazos y bien sujeta por delante y por detrás, de modo que aunque fuera de natural temeroso, se habría sentido protegida.

Y ella no era de natural temeroso.

Volvió la cabeza y miró esos ojos tan oscuros, que casi quedaban a la misma altura que los suyos.

Constantine estaba indicando al caballo que se volviera y la multitud se apartó para dejarlo pasar. La multitud también tenía mucho que decir y lo estaba haciendo. Se lo decía a ella o a él, o lo hablaba entre sí. Hannah ni siquiera intentó prestar atención a lo que se decía. No le importaba en absoluto.

Constantine estaba en Londres.

Y había ido para reclamarla. ¿O no?

– Ha sido muy melodramático -dijo.

– Sí, ¿verdad? -replicó él-. Al regresar a la ciudad, cosa que sucedió hace un par de horas, por cierto, me enteré de que era tu pretendiente rechazado y despreciado. Para salvaguardar mi orgullo, tenía que hacer un gesto extravagante.

– Desde luego que ha sido extravagante -convino mientras él dejaba atrás caballos y carruajes en un camino medio atascado.

– ¿Es cierto? -preguntó.

– ¿Que has sido despreciado? -preguntó Hannah a su vez.

– Rechazado.

– Y mi pretendiente -puntualizó-. Me gusta considerarte como mi pretendiente. Acabaré con el vestido destrozado, Constantine. Olerá a caballo lo que le quede de existencia.

Aún no habían dejado atrás la multitud. Seguían estando muy a la vista. Y seguramente serían muy pocos los que estaban pasando por alto la oportunidad de observarlos a placer.

De todas maneras, la besó… en los labios y con la boca abierta. Y no fue un beso breve, casi simbólico. Duró un buen rato, y en las circunstancias en las que se encontraban fue casi una eternidad.

Y dado que de todas formas debía soportarlo, ya que no se encontraba en condiciones físicas de rechazarlo, le devolvió el beso, prolongando el momento un poco más.

– Ya está -dijo él cuando alzó la cabeza, mirándola fijamente a los ojos.

Le fue imposible escapar de esa mirada, que le llegó al alma y la conquistó. Ella lo miró a su vez con la misma expresión.

– Ahora estás totalmente comprometida, duquesa.

– Cierto -admitió con un suspiro-. ¿Y qué piensas hacer al respecto? -Se arrepintió de haberlo preguntado en cuanto las palabras salieron de su boca. Se parecían demasiado a un ultimátum.

– Soy un caballero, duquesa -respondió Constantine-. Voy a casarme contigo.

Su respuesta fue tragar saliva con enorme dificultad, tanto que casi se atragantó. Apartó la mirada y se percató de que habían dejado atrás la multitud y de que en ese momento estaban prácticamente solos en el camino, rodeados de árboles. Intentó colocarse de nuevo la armadura que le había resultado tan cómoda hacía apenas unos minutos.

– ¿En serio? -Preguntó con frialdad-. ¿Y vas a preguntarme mi opinión al respecto o, dado que se puede decir que me has llevado en volandas durante el proceso, has pensado que no hace falta consultármelo?

– Eso esperaba -contestó él-. Supongo que todos los hombres temen el momento de hacer la pregunta en cuestión cuando están inmersos en su propia historia de amor. Pero ya veo que no vas a ponerme las cosas fáciles ni quieres que prescindamos del momento, duquesa. Supongo que tendré que hincar una rodilla en el suelo, cosa que no puedo hacer en este preciso instante. Aunque hemos dejado la multitud atrás, no me cabe la menor duda de que acudirían corriendo desde todos los rincones del parque si desmonto, te ayudo a bajar y luego procedo a hincarme de rodillas aquí mismo. Así que vamos a tener que dejarlo para otra ocasión.

Muy a su pesar, Hannah se echó a reír.

– Pareces muy seguro de tu éxito -replicó.

– No me conoces muy bien -comentó Constantine-. Duquesa, si me conocieras mejor, te darías cuenta de que estoy parloteando sin ton ni son y de que el corazón me late a un ritmo errático. Vamos a cambiar de tema. Jess está libre y se encuentra muy feliz y muy orgulloso, y todo gracias a ti, creo. En circunstancias normales el rey no se habría enterado del apuro en el que estaba.

¿Estaba cambiando de tema? Después de decirle que iba a casarse con ella, ¿se ponía a hablar de Jess Barnes y del rey? En fin…