Echó un vistazo a su alrededor con expresión distante.
– Lo vi por casualidad -aseguró-, y surgió la posibilidad de hablarle del tema. Se echó a llorar. Claro que se habría echado a llorar si le hubiera dicho que se me había roto mi pañuelo de encaje preferido.
Constantine soltó una carcajada.
– Lo viste por casualidad -repitió-. Supongo que mientras paseabas por Bond Street.
– Constantine -dijo al tiempo que cerraba un instante los ojos-, ¿de verdad está a salvo Jess Barnes? ¿Tus vecinos no querrán tomarse la justicia por su mano?
– Va de camino a Rigby Abbey -respondió-. La casa solariega de Elliott. Ha sido ascendido de jornalero a mozo de cuadra. Y es el hombre más feliz y más orgulloso de toda Inglaterra.
– Elliott -susurró-. El duque. ¿Eso quiere decir que te has reconciliado con él?
– Creo que hemos llegado a la mutua conclusión de que los dos nos comportamos como un par de imbéciles de tomo y lomo -contestó-. Y los dos hemos admitido que tal vez debiera suceder así para que el sueño de Jon se cumpliera. Tuvimos que sacrificar nuestra amistad para conseguir tal fin… y volvería a hacerlo de nuevo si fuera necesario. Al igual que Elliott, que intentaría proteger a Jon de sí mismo, y también intentaría proteger la herencia de Stephen de su impulsividad. Pero volvemos a ser amigos. Volvemos a ser primos.
– ¿Y casi hermanos? -quiso saber Hannah.
– Y casi hermanos -respondió-. Sí. Eso también.
Le sonrió y él le devolvió la sonrisa.
Se le derritió el corazón. Constantine abrió la boca para hablar.
Y un trío de jóvenes jinetes que se acercaba a ellos silbó al pasar a su lado y les lanzó comentarios jocosos. Hannah levantó la barbilla y deseó tener su sombrilla con ella para hacerla girar.
Constantine miró con una sonrisa a los caballeros, todos conocidos.
– Será mejor que te lleve a casa, duquesa -dijo-. Tengo que ir a ver a Vanessa y averiguar si está dispuesta a hacer las paces. Elliott quería que me pasara primero por allí, pero dio la casualidad de que escuché los rumores que estaban corriendo y que explicaban mi repentina marcha de Londres en mitad de la temporada social, y me sentí obligado a corregir esa mala impresión, sobre todo después de que tu mayordomo me informara de que estabas dando un paseo por el parque.
– No la hagas esperar más tiempo -dijo Hannah-. En estas dos semanas nos hemos hecho amigas.
Y regresaron a Dunbarton House para el asombro y la delicia de todas las personas con quienes se cruzaron por la calle, de las que recibieron algún que otro comentario. Constantine la dejó delante de la puerta, esperó a que subiera los escalones de entrada, la vio entrar en la casa y se marchó.
¡Sin mediar palabra!
Si hubiera tenido consigo su sombrilla, pensó Hannah mientras subía las escaleras en dirección a su dormitorio, se la habría estampado en la cabeza antes de alejarse de él.
Un hombre no le decía a una mujer que se iba a casar con ella y después no se lo proponía.
No a menos que dicho hombre fuera Constantine Huxtable.
«Supongo que todos los hombres temen el momento de hacer la pregunta en cuestión cuando están inmersos en su propia historia de amor.»
Rememoró las palabras de Constantine y subió corriendo los últimos escalones.
«Su propia historia de amor.»
Y se detuvo de repente. La escena que Constantine había interpretado en el parque debía de ser lo más extravagante y romántico que le había sucedido en la vida. Era imposible que lo hubiera hecho solo para demostrar que la tenía dominada.
La amaba.
Se echó a reír.
Los gestos románticos no habían terminado. A la mañana siguiente, alrededor de una hora después de que Barbara se marchara y cuando Hannah se sentía un poco alicaída, entregaron una solitaria rosa blanca en Dunbarton House. Iba sin tarjeta. Al mismo tiempo llegó un enorme ramo de flores de diversos colores, adornado con lazos amarillos y acompañado por su sombrilla y una florida nota de lord Hardingraye, que podía flirtear desvergonzadamente y sin temor a que lo tomasen en serio, ya que Hannah sabía (detalle del que el caballero estaba al tanto) que en un aspecto esencial compartía los mismos gustos que su duque.
El ramo lo dejó en un florero situado en el centro del salón, para que todas las visitas que recibiera en los días venideros pudieran disfrutarlo. La rosa acabó en su dormitorio, donde solo ella podría disfrutarla.
Una hora más tarde el mayordomo le entregó una nota en su bandeja de plata. Tenía un mensaje muy breve y no iba firmada.
«Te deseo», rezaba.
Tal vez no fuera muy romántica, pero Hannah sonrió cuando la releyó por enésima vez… después de asegurarse de que su autor no la había entregado en persona y estaba esperándola en el vestíbulo.
Reconoció lo que era el comienzo de un juego.
Esa noche cenó con los Montford y disfrutó de su compañía y de su conversación, así como de la del señor y la señora Gooding y la de los condes de Lanting, ya que las damas eran las hermanas de lord Montford.
A la mañana siguiente llegó una docena de rosas blancas a Dunbarton House, una vez más sin tarjeta. Acabaron en su gabinete privado.
Una hora más tarde el mayordomo le llevó una nota en su bandeja.
De nuevo iba sin firmar.
«Estoy enamorado de ti», rezaba en esa ocasión.
Hannah se la llevó a los labios, cerró los ojos y sonrió.
Granuja… menudo granuja estaba hecho. ¿Acaso no pensaba en sus nervios? ¿Por qué no aparecía sin más?
Aunque ya conocía la respuesta. Constantine le había dicho la verdad en Hyde Park: «Duquesa, si me conocieras mejor, te darías cuenta de que estoy parloteando sin ton ni son y de que el corazón me late a un ritmo errático».
El muy tonto estaba nervioso.
Que lo prolongara lo que quisiera, aunque la espera se le estaba haciendo eterna. El nerviosismo le daba un toque muy romántico.
Esa noche asistió a la ópera con los Sheringford y con el marqués de Claverbrook, y se pasó gran parte de la noche con la mano apoyada en el brazo del marqués mientras charlaban. La belleza de la voz de la soprano hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas. Al marqués, en cambio, se le llenaron los ojos de lágrimas por su belleza, a secas. Su Señoría rió por lo bajo cuando ella soltó una carcajada.
– Pero ¿no por su voz? -preguntó.
– Su voz solo me da dolor de cabeza, Hannah.
Gran parte de los espectadores estaba pendiente de su palco, y Hannah se preguntó de pasada si al día siguiente circularían rumores de que ya le había echado el ojo a otro aristócrata rico y viejo. La idea le hizo gracia.
A la mañana siguiente recibió dos docenas de rosas… rojas. Por supuesto, no había nota. Llegó una hora después.
«TE QUIERO, mi rosa de múltiples pétalos», rezaba.
Sin firma.
Hannah lloró y disfrutó de cada lágrima.
Ese mediodía supuestamente debía asistir al desayuno veneciano que celebraban los Carpenter. En contra de lo que sugería su nombre, ese tipo de acontecimientos no se celebraba por las mañanas. Aunque daba igual. No asistió.
Se puso un vestido que solo había usado en una ocasión hacía tres años. No se lo había vuelto a poner porque hacía que se sintiera como una mujer tan escandalosa como el rojo de la tela con la que estaba confeccionado, y porque era un disfraz demasiado evidente incluso para ella. De todas maneras, le encantaba. Y en esa ocasión el tono iba de perlas con el ramo de rosas. Solo se colocó un diamante que llevaba colgado al cuello, una lágrima que ni se secaría ni perdería su lustre. No llevaba más joyas.
Esperó.
Era imposible mejorar dos docenas de rosas rojas.
No podía decirse nada más en papel. Incluso había escrito las dos primeras palabras de su última nota en mayúsculas. El resto debía decirlo en voz alta, cara a cara.