– Adiós, mi querido duque -susurró-. Hoy te alegrarías muchísimo por mí, te sentirías muy feliz, ¿verdad? Predijiste que llegaría. Y tal vez también te sentirías un poco triste. Yo soy feliz. Y me siento un poco triste. Pero ahora estás con tu amor y yo estaré con el mío. Y una parte de cada uno siempre le pertenecerá al otro.
Dejó el anillo en el estuche, titubeó un instante y cerró la tapa con gesto firme antes de devolverlo al baúl. Cogió su bonete.
Y de repente la asaltó tal nerviosismo que le temblaron los dedos mientras se ataba las cintas bajo la oreja derecha.
La capilla estaba a rebosar de invitados, como Constantine sabía que estaría aunque casi todos ellos formaban parte de sus respectivas familias. A su espalda escuchaba el murmullo de las conversaciones, así como las carreras y las voces agudas de los niños.
Había muchísimos. La familia estaba creciendo. Y aún seguía haciéndolo. Katherine y Monty estaban a punto de aumentar su familia. Cecily daría a luz en cualquier momento.
Y no solo aumentaba la familia. La esposa de Phillip Grainger estaba embarazadísima y tenía a otros dos niños sentados a su lado. Phillip, uno de sus amigos más antiguos, era su padrino.
En cierta forma, era una situación muy cómoda. Familia. Y ese día él mismo se convertiría en un hombre casado. En un hombre de familia. ¡Ojalá se convirtiera en un hombre de familia!
Pero todavía no estaba casado siquiera.
¿Hannah se retrasaría? Sería raro que no lo hiciera.
De todas formas, aún quedaban cinco minutos antes de que pudiera decir que se estaba retrasando. ¿Qué fue lo que comentó acerca de cultivar la paciencia?
Ojalá hubiera desayunado algo.
Aunque agradecía no haberlo hecho.
Y maldita fuera su estampa, pero empezaba a ponerse nervioso.
¿Y si le habían entrado dudas?
¿Y si había aparecido un viejo duque en algún rincón de Finchley Park y se había fugado con él?
Pero en ese momento escuchó las ruedas de un carruaje… después de que todos los invitados hubieran llegado. Solo faltaban tres minutos para las once.
El carruaje se detuvo. ¡Lo normal, porque el camino solo conducía a la capilla!
Se hizo el silencio en la iglesia. Todo el mundo había escuchado lo mismo que él.
Y en ese instante el vicario apareció en la puerta y ordenó a los presentes que se pusieran en pie. Y después echó a andar hacia el altar por el pasillo, dejando libre la puerta para Delmont, el padre de la novia, y para Hannah.
La belleza personificada vestida de rosa claro. Su novia.
¡Por Dios! Su novia.
Estuvo a punto de dar un paso hacia ella pero se detuvo. Se suponía que debía esperarla donde se encontraba. Que ella debía acercarse a él.
De modo que se quedó quieto hasta que llegó a su altura, caminando del brazo de su padre y mirándolo con una sonrisa a través del velo rosa que caía del ala de su bonete de paja.
Le devolvió la sonrisa.
¿Por qué habían pasado tanto tiempo discutiendo dónde se casarían y cuántos invitados asistirían? No lo entendía. El lugar donde se encontraban no importaba. Y en ese momento no importaba en absoluto quién fuera testigo del intercambio de votos que los unirían durante el resto de sus vidas a ojos de la ley y gracias al amor.
Daba igual.
– Sí, quiero -contestó cuando el vicario le preguntó si quería aceptar a Hannah por esposa.
– Sí, quiero -dijo ella a su vez.
Y poco después estaba recitando sus votos, a instancias del vicario, y después le llegó el turno a Hannah. Y Phillip le dio la alianza de oro y él se la colocó a Hannah en el dedo. Y de repente…
¡Caray! Y de repente todo acabó, la emoción y los nervios, los miedos infundados. Eran marido y mujer.
Y lo que Dios había unido, ningún hombre podría separarlo jamás.
– Hannah. -Le apartó el velo de la cara y la miró a los ojos. Ella le devolvió la mirada con expresión abierta y sincera. Su esposa.
De repente fue consciente de los murmullos y los movimientos, de la voz cantarina de un niño, de una tos discreta. Y volvió a ser consciente de dónde se encontraban y con quién. Se alegró de que la familia y los amigos estuvieran presentes para celebrar el momento con ellos.
Sintió un ramalazo de pura felicidad.
Hannah, su esposa, lo miró con una sonrisa, y cuando quiso devolverle el gesto, se dio cuenta de que ya lo hacía.
No había ningún carruaje esperándolos a las puertas de la capilla. Regresarían todos caminando a Warren Hall, con los novios abriendo la marcha.
Pero no de inmediato.
Cuando salieron de la iglesia, Hannah miró a su flamante esposo y se soltó de su brazo para cogerle la mano.
– Sí -murmuró como si él hubiera dicho algo. Su esposo. ¡Era su esposo!
Y juntos, como si lo hubieran hablado de antemano, se encaminaron al cementerio adyacente a la iglesia. Se detuvieron al pie de un montoncito de hierba. Estaba marcado por una lápida en la que rezaban cinco líneas: «Jonathan Huxtable, conde de Merton, muerto el 8 de noviembre de 1812, a la edad de 16 años, RIP».
Contemplaron la tumba con las manos entrelazadas, el uno junto al otro.
– Jonathan, gracias por llevar una vida colmada de amor -dijo ella en voz baja-. Gracias por seguir viviendo en el corazón de Constantine y en tu sueño de Ainsley Park.
Con le apretó la mano con tanta fuerza que casi le hacía daño.
– Jon -dijo, con un hilo de voz-, habrías sido muy feliz hoy. Pero tú siempre eras feliz. Ve en paz, hermano. Te he retenido demasiado tiempo. Siempre he sido muy egoísta. Ve en paz.
Una lágrima resbaló por la mejilla de Hannah y cayó sobre el escote de su vestido. Se enjugó los ojos con los dedos enguantados de la mano libre.
– Te quiero, Hannah -dijo Con sin alzar apenas la voz.
– Yo también te quiero -replicó ella.
Y juntos regresaron con sus invitados, que los aguardaban en el camino de entrada a la capilla, charlando y riéndose. Los niños correteaban de un lado para otro y sus voces agudas se alzaban sobre las demás.
Con entrelazó los dedos con los de Hannah mientras regresaban junto a su familia y sus amigos, sonrientes y rebosantes de alegría.
Y del cielo empezaron a llover pétalos de rosa.
EPÍLOGO
Hacia un día otoñal perfecto. Aunque tal vez no fuera perfecto para la niñera. Claro que si la dejaran salirse con la suya, sus temores le impedirían sacar al bebé de casa hasta que cumpliera al menos un año. Si la dejaran salirse con la suya, lo convertiría en una planta de invernadero. Y en muchos otros aspectos se salía con la suya, puesto que contaba con una enorme experiencia como niñera y era evidente que quería al niño como si fuera su abuela.
Hannah la había encontrado cuando su anterior «familia» prescindió de sus servicios porque ya no eran necesarios y ella solicitó un empleo en El Fin del Mundo, aunque durante la entrevista admitió llevarse mejor con los niños que con los ancianos. No obstante, añadió, a falta de pan, buenas eran las tortas.
El día era perfecto. El calor del verano había desaparecido, pero el viento todavía no era frío. No había ni una sola nube que presagiara lluvia en el cielo; de hecho, no había nube alguna a la vista. Y el viento estaba de vacaciones. Incluso la ligera brisa que soplaba el día anterior. El cielo era un caleidoscopio de color. No en sí mismo, por supuesto, ya que era de un azul uniforme, sino las ramas de los árboles que se alzaban hacia él. Los tonos rojos se mezclaban con los amarillos, con los anaranjados, con un sinfín de marrones y con algunos tonos de verde. Sin embargo, muy pocas hojas habían caído al suelo.
Habría sido un día precioso para cabalgar. Para galopar por el campo y para echar una carrera. Hannah conservaba la esperanza de ganarle a Constantine algún día. Aunque llevaba varios meses sin subirse a una montura, claro. Ni siquiera para dar un tranquilo paseo. Constantine no se lo habría permitido aun cuando ella se hubiera sentido inclinada a correr el riesgo. Que no había sido el caso.