– Eso está mucho mejor. -Ella recorrió su rostro con la mida-. Y ahora quiero que rememoréis algo.
– ¿Que rememore algo?
– Sí. -Un brillo travieso asomó a los ojos de Elizabeth-. Rememorar es una palabra americana que significa «evocar sucesos del pasado».
Lo asaltó la súbita sospecha de que ella quizás intentara extraerle información. Esforzándose por mantener el semblante inexpresivo, preguntó:
– ¿Qué es lo que quiere saber?
– Oh, nada, excelencia. Me basta con que penséis en uno de vuestros recuerdos más gratos mientras os dibujo. Me ayudará a captar vuestra expresión correctamente.
– Ah, entiendo.
Pero no entendía en absoluto. ¿Un recuerdo grato? ¿De qué? Había posado para varios retratos, todos los cuales estaban ahora expuestos en la galería de Bradford Hall, y no había tenido que hacer nada excepto permanecer sentado e inmóvil durante horas interminables. Rebuscó en su mente, pero se quedó totalmente en blanco.
– Sin duda guardáis algún recuerdo grato en algún rincón de vuestro cerebro, excelencia.
Muy improbable. Pero Austin no estaba dispuesto a dejar que ella lo supiera. Decidido a desenterrar algún pensamiento alegre, se concentró mientras la joven no le quitaba ojo.
– Dejad vagar vuestra mente… y relajaos -le indicó ella en voz baja.
Austin dirigió su mirada más allá de ella y la posó en Myst, que pacía no muy lejos de allí. Una imagen de William le vino a la memoria de repente… William, a los trece años, corriendo hacia las cuadras en pos de Austin, mientras Robert seguía de cerca a sus hermanos mayores…
– Observo una sonrisa de lo más intrigante -dijo ella-. ¿Compartiríais vuestros pensamientos conmigo?
Consideró la posibilidad de negarse, pero decidió que no perdería nada contándoselo.
– Estoy pensando en una gran aventura que viví con mis hermanos. -Una sensación cálida se apoderó de él conforme evocaba aquel día con todo detalle-. Tuvimos que huir y refugiarnos en las cuadras después de confabularnos para conseguir que la avinagrada institutriz de Caroline renunciase a su puesto. Habíamos colocado un barril de harina y un cubo de agua sobre la puerta de su dormitorio. Cuando la abrió, sus chillidos de indignación hicieron temblar las vigas del techo. Nos escondimos en el pajar, carcajeándonos hasta quedarnos sin respiración.
– ¿Qué edad teníais?
– Yo, catorce. William, trece, y Robert, diez.
El recuerdo se desvaneció lentamente, como una voluta de humo a merced de una leve brisa.
– ¿Qué otras travesuras hicisteis?
Otra imagen acudió de inmediato a su mente y su garganta dejó escapar una risita.
– Un día, ese mismo verano, los tres caminábamos junto al lago cuando Robert, que ha sido un diablo desde el día en que nació, desafió a William a que se quitara la ropa y se diese un chapuzón, actividad que nuestro padre nos había prohibido terminantemente. Para no ser menos, yo a mi vez lo desafié a que hiciese lo mismo. Poco después estábamos los tres desnudos como vinimos al mundo, chapoteando y zambulléndonos, divirtiéndonos como nunca. Pero de pronto nos percatamos de que no estábamos solos.
– ¡Huy! ¿Acaso os sorprendió vuestro padre?
– No, eso habría sido mejor. Fue nuestro amigo Miles, hoy conde de Eddington. Estaba de pie en la orilla, con toda nuestra ropa entre las manos y una expresión inconfundible en los ojos. Arrancamos a correr detrás de él, pero Miles era demasiado rápido para nosotros. Nos vimos obligados a colarnos en la casa, en cueros, por la puerta de la cocina. -Sacudió la cabeza y se echó a reír-. Logramos eludir a nuestro padre, pero dimos mucho que hablar al personal de la cocina durante varios meses.
Su risa se apagó mientras una rápida sucesión de recuerdos desfilaba por su mente: William y él nadando juntos, pescando juntos; el día en que le explicó a William las complejidades de cómo se hacen los niños para luego estallar en carcajadas al ver su expresión horrorizada. Luego, ya mayores, las ocasiones en que comían juntos en el club, jugaban al faraón o echaban una carrera a caballo. Habían compartido tantos momentos… momentos que se habían marchado para siempre. «Dios, cómo te hecho de menos, William.»
– He terminado.
La dulce voz arrancó a Austin de su ensueño.
– ¿Cómo dice?
– He dicho que he terminado con vuestro dibujo. -Le alargó el cuaderno-. ¿Os gustaría verlo?
Austin tomó el bosquejo y lo estudió con detenimiento. El retrato lo mostraba muy diferente de cómo él estaba acostumbrado a verse. El hombre del dibujo parecía del todo relajado, con la espalda reclinada en el tronco del árbol, una pierna doblada y los dedos enlazados con naturalidad sobre la rodilla levantada. Sus ojos despedían un brillo juguetón y una leve sonrisa se insinuaba en las comisuras de sus labios, como si estuviese pensando en algo divertido y alegre.
– ¿Os gusta? -preguntó ella, inclinándose sobre su hombro para examinar su obra.
Su tenue fragancia a lilas invadió de nuevo los sentidos de Austin. El cabello brillante y desmelenado de Elizabeth enmarcaba su hermoso rostro. Un largo rizo castaño rojizo rozó el brazo de Austin y él se quedó mirándolo, un borrón rojo oscuro sobre su manga blanca, luchando contra el impulso de alargar la mano para tocarlo.
– Sí -respondió con un carraspeo-. Me gusta mucho. Ha plasmado usted perfectamente mi estado de ánimo.
– Habéis mencionado a un hermano menor llamado Robert.
– Sí. Ahora está de viaje por el continente.
Ella lo escrutó con la mirada.
– Y a William… vos lo queréis mucho.
– Sí -contestó él con un nudo en la garganta.
No hizo ningún comentario sobre el hecho de que ella empleara el presente del verbo «querer». Dios, sí, había querido mucho a William. Incluso al final, cuando había asegurado que él no…, cuando había sido testigo, con sus propios ojos y sus propios oídos, de la impensable traición de su hermano.
– Sí, lo quería. -Le devolvió el cuaderno.
Elizabeth posó la vista sobre su mejilla.
– ¿Os duele mucho la herida?
– Escuece un poco.
– En ese caso, insisto en preparar un bálsamo para vos. -Extrajo una bolsa de su saco.
– ¿Qué es eso?
– Mi bolsa de medicinas.
– ¿Lleva usted consigo su bolsa de medicinas incluso cuando va de paseo?
Ella asintió con la cabeza.
– A pie o a caballo. De niña, siempre me despellejaba los codos y las rodillas. -Sus ojos centellearon con socarronería-. Como ya conocéis mi afición a arrastrarme entre las matas, estoy segura de que esto no os sorprenderá. Al final, papá preparó una bolsa para que la llevase siempre que saliese de casa. Prácticamente he agotado las reservas, de modo que la bolsa no pesa mucho.
– ¿Cómo lo hacía para despellejarse las rodillas? ¿No la protegían sus faldas?
Las mejillas de Elizabeth se sonrojaron.
– Me temo que solía…, bueno, levantarme un poco las faldas. -Ante la evidente estupefacción de Austin, se apresuró a añadir-: Pero sólo para trepar a los árboles.
– ¿Trepar a los árboles?
Se la imaginó con la falda levantada y las largas piernas al aire, riendo, y notó que le subía la temperatura corporal.
– No temáis, excelencia -le dijo ella con una sonrisa burlona-. Dejé de trepar hace ya varias semanas. Pero aún llevo conmigo la bolsa de medicinas. Nunca se sabe cuándo puede una toparse con un apuesto caballero que necesite cuidados médicos. Más vale estar siempre preparada.
– Supongo que tiene razón -murmuró Austin, complacido en cierto modo de que lo considerase apuesto, pero sorprendido de que sus palabras no le sonasen insinuantes, sino sencillamente amistosas.
La observó con interés mientras ella extraía varios saquitos y pequeños cuencos de madera de la bolsa. Luego la joven se disculpó y se dirigió hacia el lago, para volver con una vasija llena de agua. Después de disponer estos objetos en torno a sí, se puso manos a la obra, con una inequívoca expresión de concentración en el rostro.