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– ¿Qué está mezclando? -preguntó Austin, fascinado por su insólita actividad.

– Nada más que hierbas secas, raíces yagua.

Aunque él no entendía cómo unas cuantas hierbas con agua podrían aliviar el dolor de su mejilla, guardó silencio y se limitó mirarla, consciente de que cuanto más la observara más averiguaría sobre ella.

Cuando ella terminó, se arrodilló frente a él y mojó los dedos el cuenco de bálsamo.

– Quizás esto os duela un poco al principio, pero sólo será un momento.

Austin ojeó el mejunje cremoso con desconfianza.

– ¿Está segura de que eso me hará algún bien?

– Ya lo veréis. ¿Puedo proceder?

Al ver que él vacilaba, ella arqueó las cejas con un brillo travieso en los ojos.

– ¿No tendréis miedo de un poco de bálsamo, excelencia?

– Por supuesto que no -refunfuñó, irritado por el hecho de que ella aventurase cosa semejante, incluso en broma-. Aplique usted el bálsamo, sin más demora.

Ella se inclinó hacia delante y frotó suavemente la mejilla herida con la crema. Escocía como el demonio, y él tuvo que contenerse para no recular y quitarse aquel ridículo remedio de la cara.

En un intento de distraerse del picor de su piel, centró su atención en Elizabeth. Ella frunció el entrecejo con preocupación mientras le ponía un poco más de bálsamo. Haces de luz matinal se colaban por entre los árboles, arrancando destellos rojizos y dorados a su cabello. Por primera vez él reparó en las pecas que salpicaban la nariz de Elizabeth.

– Sólo un poquito más, excelencia, y habré terminado.

Él notó su cálido aliento en la cara. Bajó la mirada hacia su boca, y la garganta se le oprimió todavía más. Maldita sea, ella poseía la boca más increíble que hubiese visto. De pronto se percató no sólo de que la mejilla ya no le dolía, sino también de que el suave contacto de la mano de la joven le provocaba oleadas de placer que lo recorrían de la cabeza a los pies.

Su cuerpo entero palpitaba, lleno de vida. El deseo de besarla, de sentir aquellos labios extraordinarios contra los suyos, de tocarle la lengua con la suya, se apoderó de él de manera incontenible. Si se inclinaba hacia adelante sólo un poquito…

Ella se echó para atrás de repente.

– ¿Escuece todavía?

Austin parpadeó varias veces. Se había quedado aturdido. Pero sin beso.

– Hum, no. ¿Por qué lo pregunta?

– Os he oído gemir. O quizá fuera más bien un gruñido.

Lo invadió una gran irritación, hacia ella y hacia sí mismo. Allí estaba él, fantaseando con besarla, con una incomodidad creciente en los pantalones, gimiendo -¿o gruñendo?-, y ella salía con esa pregunta sobre si se encontraba bien.

Prácticamente lo estaba matando.

Estaba perdiendo el juicio. Necesitaba concentrarse en los asuntos que se traía entre manos, pero eso resultaba de lo más difícil teniendo aquella tentación tan cerca. «Concéntrate en William -se dijo-. En la nota de chantaje. En lo que ella pueda saber sobre eso.»

– Gracias, señorita Matthews. Me siento mucho mejor. ¿Ha terminado?

Ella frunció el ceño y luego asintió con la cabeza, limpiándose los dedos con un trapo. Austin se preguntó en qué estaría pensando. El silencio y la expresión preocupada de Elizabeth despertaron su curiosidad.

– ¿Ocurre algo malo, señorita Matthews?

– No estoy segura. ¿Me permitís… tocaros la mano?

Esta petición hizo que una sensación de calor le recorriese la columna vertebral. Sin una palabra, levantó la mano.

Ella la apretó ligeramente entre las suyas y cerró los párpados. Después de lo que pareció una eternidad, sus ojos se abrieron lentamente. Austin leyó en ellos un temor y una inquietud ostensibles.

– ¿Hay algún problema?

– Eso me temo, excelencia.

– ¿Ha vuelto a…, ejem, a ver a William?

– No. Os he visto… a vos.

– ¿A mí?

Ella asintió con la cabeza, consternada.

– Os he visto. Lo he percibido.

– ¿Qué ha percibido?

– El peligro, excelencia. Me temo que corréis un grave peligro.

4

Austin se quedó mirándola. Evidentemente la joven sufría alucinaciones, pero su mirada de horror le heló la sangre en las venas. «Demonios -se dijo-, si no voy con cuidado, acabará por convencerme de que hay duendes acechando detrás de todos los árboles.» Trató de retirar la mano delicadamente de entre las suyas, pero ella la apretó con fuerza.

– Pronto -susurró-. Veo árboles, la luna. Vais a caballo, por un bosque. Está a punto de llover. Ojalá supiese más, pero eso es todo lo que he visto. No puedo deciros qué forma adoptará ese peligro, pero os juro que pesa sobre vos una amenaza auténtica. E inminente. -Su voz sonaba desesperada, implorante-. No debéis cabalgar en el bosque por la noche, bajo la lluvia.

Enfadado consigo mismo por haberse puesto un poco nervioso, Austin se soltó bruscamente.

– Soy perfectamente capaz de cuidar de mí mismo, señorita Matthews. No se preocupe.

La mirada de ella expresó frustración.

– Pues estoy preocupada, excelencia, y vos deberíais estarlo también. Aunque comprendo vuestro escepticismo, os aseguro que lo que digo es cierto. ¿Qué motivos podría tener para mentiros?

– Ya me he hecho esa misma pregunta, señorita Matthews. Y me interesa mucho conocer la respuesta.

– No hay respuesta. No estoy mintiendo. Cielo santo, ¿sois siempre tan testarudo? -Achicó los ojos, sin apartados de los suyos-. ¿O es que quizás estáis sahumado?

¿Lo había llamado testarudo? ¿Y qué demonios significaba «sahumado»?

– ¿Cómo?

– Sí. ¿Os habéis excedido en el consumo de bebidas alcohólicas?

La fulminó con la mirada.

– Achispado. Quiere usted decir achispado. Pues no, desde luego que no lo estoy. ¡Por Dios, son sólo las siete de la mañana! -Se inclinó hacia ella, y su irritación alcanzó su punto culminante cuando vio que ella se mantenía firme y le sostenía la mirada-. Tampoco soy testarudo.

Un resoplido impropio de una dama escapó de los labios de Elizabeth.

– Estoy convencida de que os encanta creer que no lo sois. -Reunió sus enseres y se puso en pie-. Debo marcharme. Tía Joanna se estará preguntando qué ha sido de mí.

Sin una palabra más, dio media vuelta y enfiló a paso ligero el sendero que conducía a la casa.

Austin la siguió con la mirada hasta que desapareció; reprimió su enfado. «Qué mujer tan impertinente -pensó-. Que Dios ayude al pobre idiota que acabe encadenándose a esa americana maleducada.»

Sin embargo, una vez que su ira remitió, una palabra comenzó a rondarle por la cabeza: peligro.

Lo asaltó cierta inquietud, pero él se la sacudió de encima resueltamente. Estaba en su propia finca, a millas de distancia de cualquier lugar poblado. ¿Qué podría pasarle allí? ¿Que una ardilla hambrienta le mordiese la pierna? ¿Que una cabra le propinase un topetazo en el trasero? Se rió para sus adentros ni imaginar a unos animalitos peludos persiguiéndolo por la finca.

Su diversión se cortó súbitamente cuando pensó en la carta de chantaje. ¿Tendría el chantajista la intención de hacerle daño? Sacudió la cabeza, desechando la idea. El chantajista quería dinero, y no lo conseguiría si hacía daño a su fuente de ingresos.

Por otro lado, ¿con qué objeto le habría advertido ella del peligro? ¿Estaría conchabada con el chantajista? ¿Estaba intentando meterle miedo para que pagase al desgraciado del chantajista? ¿O acaso era otra de las víctimas del chantajista y simplemente quería ayudarlo? ¿O es que, sencillamente, estaba chiflada?

No lo sabía, pero no concedió el menor crédito a esas tonterías sobre visiones.