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No, no estaba en peligro.

En absoluto.

Y tampoco era testarudo.

Dos horas después, Austin entró en el comedor con la intención de tomarse una taza de café en paz, y tuvo que reprimir un gruñido. Dos docenas de pares de ojos lo contemplaban. Maldición. Se había olvidado del resto de las visitas de su madre que, en rigor, eran también invitados suyos.

– Buenos días, Austin -lo saludó su madre en un tono que conocía muy bien y que equivalía a: «Gracias a Dios que has aparecido, porque alguien está aburriéndonos a muerte»-. Lord Digby estaba explicándonos con todo detalle las virtudes de los nuevos sistemas de riego. Si no recuerdo mal, ése es uno de tus temas predilectos.

A Austin casi se le escapó una carcajada al ver la mirada de desesperación que ella le dirigía, una mirada que ni siquiera el hombre más despiadado podría pasar por alto. Adivinó que su madre quería que acaparase la atención de lord Digby, por lo que se sentó a la cabecera de la mesa y dedicó al caballero un gesto alentador.

– ¿Sistemas de riego? Fascinante.

La conversación prosiguió, y, después de que un criado le sirviese café, Austin fingió escuchar a lord Digby mientras su mirada vagaba por la mesa.

Caroline le sonrió y, tras echar con disimulo un vistazo a derecha e izquierda, puso los ojos en blanco. Él respondió con un guiño, complacido de que ella estuviese tan alegre y de que se las hubiese ingeniado para conservar el sentido del humor a lo largo de lo que prometía convertirse en un desayuno mortalmente aburrido.

Paseó la vista por los otros invitados, asintiendo distraídamente con la cabeza en respuesta al discurso de lord Digby. Lady Digby estaba sentada en medio de sus numerosas hijas. Dios santo, ¿cuántas eran? Hizo un cálculo rápido y contó cinco. Todas ellas lo miraban pestañeando con coquetería.

Apenas logró reprimir un escalofrío. ¿Cómo había llamado Miles a esas mocosas? Ah, sí: cabezas de chorlito bastante tontas. Tomó nota mentalmente de que debía hacer caso de las recomendaciones de Miles y permanecer lo más alejado posible de las hermanas Digby. Si les prestaba la menor atención, sin duda lady Digby correría a llamar a un sacerdote.

La condesa de Penbroke estaba sentada junto a la madre de Austin, y ambas conversaban animadamente sobre algo que él no alcanzó a oír. Lady Penbroke lucía otra muestra de su inacabable reserva de tocados extravagantes. Austin observó fascinado cómo un criado esquivaba ágilmente las largas plumas de avestruz que sobresalían de su turbante de color verde pálido y amenazaban con sacarle el ojo a alguien cada vez que ella movía la cabeza.

Austin estuvo a punto de atragantarse con el café cuando vio a lady Penbroke echarse al hombro despreocupadamente su boa de plumas, otro de sus accesorios favoritos. En lugar de depositarse sobre sus hombros rechonchos, la prenda cayó de lleno en medio del plato de una de las hermanas Digby. La chiquilla, que contemplaba a Austin con una sonrisa embobada, ensartó sin darse cuenta la boa con el tenedor. Antes de que Austin pudiera avisarla, el mismo criado de pies ligeros que había evitado las plumas de lady Penbroke soltó la boa del tenedor, envolvió con ella a lady Penbroke con un preciso movimiento de la muñeca y prosiguió su camino en torno n la mesa sin pestañear. Impresionado, Austin decidió subirle el sueldo.

Se reclinó en su silla y continuó con su examen de los comensales. Advirtió que su madre parecía bastante contenta, serena y sorprendentemente fresca, pese a que probablemente se había ido a dormir al alba. Llevaba la dorada cabellera recogida en un moño que la favorecía mucho, y su vestido azul oscuro hacía juego con sus ojos. Caroline se le parecía tanto que Austin sabía exactamente qué aspecto tendría su hermana veinticinco años después: sería absolutamente hermosa.

La mirada de Austin continuó recorriendo a los invitados. Arqueó las cejas cuando vio a Miles hacerle una señal con la cabeza por encima de su taza de café. ¿Acaso el hecho de que su amigo no hubiese partido todavía a Londres significaba que ya tenía algún informe que comunicarle respecto de la señorita Matthews?

Frunció el entrecejo y de nuevo repasó con la vista a los comensales. ¿Dónde estaba la señorita Matthews? Había una silla a todas luces desocupada en la mesa.

En realidad no estaba ansioso por ver a aquella jovencita impertinente. En absoluto. De hecho, de no ser porque necesitaba averiguar qué conexión tenía con William, la habría borrado de su mente por completo.

Sí; se olvidaría de aquellos grandes ojos marrón dorado que podían cambiar de alegres a serios en un santiamén, y de su espesa y rizada cabellera de color castaño rojizo, que parecía invitado a acariciada con los dedos. No volvería a pensar en su boca. Hmm… su boca. Esos encantadores, carnosos y enfurruñados labios…

– Caracoles, excelencia, ¿os encontráis bien? -La voz de lord Digby devolvió a Austin a la realidad.

– Perdón, ¿cómo dice?

– Os he preguntado por vuestra salud. Habéis soltado un quejido.

– ¿Ah sí?

«¡Maldita sea! Esa mujer representaba un engorro, incluso cuando no estaba presente.»

– Sí. Los arenques ahumados también me producen ese efecto. Y las cebollas. -Lord Digby se inclinó hacia él y añadió en voz baja-: Lady Digby siempre se da cuenta cuando me permito algún capricho a la hora de la comida. La condenada sabe exactamente qué me he llevado a la boca y cierra con llave su alcoba si pruebo a escondidas un solo bocado de cebolla. Quizás os interese tener eso en consideración cuando estéis preparado para elegir esposa.

Cielo santo. La mera idea de estar encadenado a una de las hermanas Digby le quitó el poco apetito que le quedaba. Lanzando una mirada significativa a Miles, Austin se disculpó con lord Digby y se puso en pie.

– ¿Adónde vas? -le preguntó su madre.

Austin se le acercó, se colocó tras el respaldo de su silla y le plantó un beso en la sien.

– Tengo unos asuntos que tratar con Miles.

Ella se volvió, escrutándole el rostro con una mirada de inquietud, sin duda buscando los signos de fatiga que a menudo percibía en sus ojos. Consciente de que ella se preocupaba por él, su hijo le sonrió forzadamente y le dedicó una reverencia formal.

– Tienes un aspecto maravilloso esta mañana, madre. Como siempre.

– Gracias. Tú tienes un aspecto… -bajó la voz hasta un tono confidencial- distraído. ¿Ocurre algo malo?

– En absoluto. De hecho, me propongo tomar el té contigo esta tarde.

Una expresión de sorpresa se reflejó en el semblante de su madre.

– Ahora estoy convencida de que algo va mal.

Con una risita, Austin se excusó y se encaminó a su estudio privado para esperar a Miles.

Austin apoyó la cadera en su escritorio de caoba y observó a MiIes, arrellanado en el sillón granate de cuero, el preferido de Austin.

– ¿Estás completamente seguro de que nunca había estado en Inglaterra antes de que desembarcase hace seis meses? -preguntó Austin.

– Tan seguro como puedo estado sin leerme montañas de listas de pasajeros de los barcos. -Al advertir que Austin fruncía el ceño, Miles se apresuró a agregar-: Que es justo lo que haré en cuanto llegue a Londres, pero hasta entonces sólo puedo trasmitirte lo que me contó la condesa de Penbroke. Anoche mantuvimos una larga conversación que por poco dio como resultado la pérdida de uno de mis ojos a causa del objeto puntiagudo que llevaba puesto en la cabeza. Fíjate. -Señaló un pequeño arañazo en la sien-. Probablemente llevaré esta cicatriz el resto de mi vida.

– Nunca dije que esta misión fuera a estar desprovista de peligro -comentó Austin, imperturbable.

– Pues está cargada de peligros, en mi opinión -masculló Miles-. El caso es que, mientras le iba a buscar una taza de ponche tras otra y esquivaba sus plumas, ella me aseguró, de forma bastante rotunda, que ésta es la primera visita de su sobrina a Inglaterra. Creo que sus palabras exactas fueron: «Y ya era hora».