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La mirada de Austin la penetró, enardeciéndola como si la hubiese tocado. Ella se obligó a desviar su atención de esa mirada perturbadora y a centrada de nuevo en lord Digby, pero ya había tomado una decisión. Haría cuanto estuviese en su mano para garantizar la seguridad del duque.

Austin se acercó a las cuadras poco después de medianoche, inquieto, agitado, sin otro deseo que el de cabalgar sobre Myst y desahogar la irritante y vaga frustración que lo atormentaba.

Esa sensación se había originado en el momento en que la había visto en la puerta del salón, dolorosamente bella, sonriendo a todos… a todos menos a él. Por mucho que le fastidiase reconocerlo, no había sido capaz de despegar la vista de ella durante toda la cena. Incluso cuando consiguió centrar su atención en otra cosa, había sido consciente de ella en todo momento, sabía con quién estaba hablando y qué comía. Y cuando sus miradas se encontraron de un extremo a otro de la mesa del comedor, se sintió como si alguien le hubiese asestado un puñetazo en el corazón.

La presencia de Elizabeth lo había distraído durante buena parte de la noche, y él había suspirado aliviado cuando ella se retiró, poco después de las once. Pero su alivio duró poco, pues no conseguía borrar a esa dichosa mujer -sus ojos, su sonrisa, su boca seductora- de su mente. Le daba rabia tener que recordarse continuamente que ella sabía cosas que no debía -ni podía- saber, que sólo podía justificar mediante las «visiones» que aseguraba tener.

Pero cada vez que intentaba convencerse de que ella maquinaba algo al aducir que poseía dotes de vidente, que quizás estuviese implicada en la trama del chantaje y que no era de fiar, su instinto se rebelaba contra él. Ella irradiaba una gentileza, una inocencia y, maldita sea, una honradez que debilitaba sus sospechas cada vez que le venían a la cabeza.

¿Y no era posible que Elizabeth simplemente confiara tanto en su innegable intuición que hubiese llegado a considerarla clarividencia? ¿Y si sus palabras y sus actos sólo estaban encaminados a ayudarlo, como ella aseguraba?

Entró en el establo y se acercó a la casilla de Myst, pero se detuvo en seco cuando percibió un sutil aroma, una fragancia que no casaba en absoluto con el olor a cuero y a caballo. Un aroma a lilas.

Antes de que pudiese reaccionar, ella emergió de las sombras y quedó iluminada por la luna.

– Buenas noches, excelencia.

Muy a su pesar, Austin sintió que un estremecimiento de expectación le recorría la espalda. La joven llevaba todavía el vestido de seda color crema que se había puesto para la cena, y ese rizo largo, tentador y castaño rojizo atrajo de nuevo su mirada.

– Volvemos a vernos, señorita Matthews.

Ella dio un paso hacia Austin y éste se fijó en su expresión. Parecía ostensiblemente irritada.

– ¿Por qué estáis aquí, excelencia?

– Yo podría preguntarle lo mismo, señorita Matthews.

– Estoy aquí por vos.

«Y yo estoy aquí por ti…, porque no logro dejar de pensar en ti.» Cruzándose de brazos, la contempló con indiferencia estudiada. Maldición, sólo deseaba saber qué podía esperar de esa mujer.

– ¿Y qué es lo que hay en mí que la trae al establo a estas horas?

– Imaginaba que quizá se os ocurriría montar a caballo. -AIzó la barbilla en un gesto ligeramente altanero-. He venido para impedíroslo.

– ¿Ah sí? -soltó Austin con un resoplido de incredulidad-. ¿Y cómo piensa hacer eso?

– No lo sé -respondió ella achicando los ojos-. Supongo que esperaba que fueseis lo bastante inteligente para hacer caso de mi advertencia de que correríais peligro si salíais a cabalgar de noche. Evidentemente, estaba equivocada.

Demonios, ¿quién se creía que era esa mujer? Se acercó a ella muy despacio y se detuvo a escasa distancia. Ella no retrocedió un ápice; por el contrario, se mantuvo firme, observándolo con una ceja arqueada, un gesto que lo encrespó aún más.

– Creo que nadie se ha atrevido a poner en tela de juicio mi inteligencia, señorita Matthews.

– ¿Ah no? Pues quizá no me habéis escuchado con atención, porque eso es precisamente lo que acabo de hacer.

La ira lo acometió con la fuerza de una bofetada. Esa maldita mujer había agotado su paciencia. Sin embargo, antes de que pudiera soltarle la réplica mordaz que se merecía, ella extendió el brazo y le apretó la mano entre las suyas.

Un cosquilleo le subió por el antebrazo, dejando en suspenso sus palabras airadas.

– Todavía lo veo -musitó ella con los ojos muy abiertos, clavados en los suyos-. Peligro. Os duele. -Le soltó la mano y le posó la palma en la mejilla-. Por favor. Por favor, no salgáis a cabalgar esta noche.

El tacto suave de su mano contra su rostro le encendió la piel, inundándolo con el deseo de girar la cabeza y rozarle la palma con los labios. En lugar de ello, le agarró la muñeca y apartó con brusquedad su mano.

– No tengo idea de a qué está jugando…

– ¡No estoy jugando con vos! ¿Qué puedo hacer o decir para convenceros?

– ¿Por qué no empieza por contarme qué sabe de mi hermano y cómo se enteró de ello? ¿Dónde lo conoció?

– No lo conozco.

– Y a pesar de eso sabe lo de su cicatriz. -La repasó con la mirada en un gesto inconfundiblemente insultante-. ¿Era su amante?

Los ojos desorbitados de Elizabeth demostraron una sorpresa y una indignación demasiado reales como para ser fingidas. Él se sintió aliviado, una reacción que no se molestó en explicarse.

– ¡Amantes? ¿Estáis loco? Tuve una visión de él. Yo…

– Sí, sí, eso ya me lo ha dicho. Y también sabe leer el pensamiento. Dígame, señorita Matthews, ¿en qué estoy pensando ahora mismo?

Ella titubeó, escrutándole el rostro con la vista.

– No siempre lo percibo con claridad. Además, necesito… tocaros.

Él le tendió la mano.

– Pues tóqueme. Convénzame.

Ella contempló su mano por unos instantes y luego asintió con la cabeza.

– Lo intentaré.

Cuando tuvo la mano firmemente sujeta entre las de ella, Austin cerró los ojos y se concentró a propósito en una imagen provocativa. La imaginó en su alcoba, su silueta recortada contra las doradas llamas que danzaban en la chimenea. Él alargaba el brazo para desabrocharle el prendedor incrustado de perlas que le sujetaba el pelo. Unos mechones sedosos se derramaron sobre las manos de él y se deslizaron por los hombros de la joven, cayendo, cayendo…

– Estáis pensando en mi cabello. Queréis tocarlo.

Austin se encendió por dentro y abrió los párpados de golpe. Lo primero que vio fue su boca…, esa boca increíble, que parecía invitarlo a que la besara. Si se inclinaba hacia delante sólo un poco, podría probarla…

– Queréis besarme -dijo ella, soltándole la mano.

Sus palabras, pronunciadas en un susurro, le acariciaron el oído y le aceleraron el pulso. Sí, maldita sea, quería besarla. Necesitaba hacerlo. Tenía que hacerlo. Sin duda un solo beso saciaría su inexplicable sed de probarla.

Cediendo a un ansia que no era capaz de explicar o contener ya más, se inclinó.

Ella retrocedió.

Austin redujo la distancia que los separaba, pero ella dio otro paso atrás, con una mirada de incertidumbre en sus expresivos ojos. Demonios, la mujer nunca antes había retrocedido ante él, ante su ira, su sarcasmo ni su suspicacia. Sin embargo, la mera idea de que la besara la arredraba.

– ¿Hay algo fuera de lugar? -preguntó él en voz baja, aproximándose un poco más.

– ¿Fuera de… lugar?

Reculó otro paso y estuvo a punto de pisarse el dobladillo.

– Sí. Es una expresión que usamos los ingleses y que significa que algo va mal. Parece… nerviosa.

– Por supuesto que no -repuso ella, retirándose hasta topar con la pared de madera-. Lo que ocurre es que… tengo calor.