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– Sí, hace bastante calor aquí.

Con dos zancadas largas y pausadas, él se plantó justo delante de ella. Apoyó las manos en la pared a cada lado de sus hombros, arrinconándola.

Ella alzó la cabeza ligeramente y le sostuvo la mirada en lo que a él le pareció un valiente gesto de bravuconería, pero que quedaba desvirtuado por lo agitado de su respiración.

– Si intentáis asustarme, excelencia…

– Intento besarla, y me resultará mucho más fácil ahora que ha dejado de desplazarse de aquí para allá.

– No quiero que me beséis.

– Sí que quiere. -Se acercó más aún, hasta encontrarse a sólo unos centímetros de ella. El aroma a lilas le embargaba los sentidos-. ¿La han besado alguna vez?

– Por supuesto, miles de veces.

Al recordar la estupefacción con que ella había reaccionado cuando le había preguntado si había sido amante de William, Austin enarcó una ceja.

– Me refiero a un hombre.

– Ah. Bueno, pues cientos de veces, entonces.

– A un hombre que no sea su padre.

– Ah. En ese caso…, una vez.

Una irritación inesperada se apoderó de él.

– ¿Ah sí? ¿Y disfrutó usted con ello?

– De hecho, no. Fue un beso más bien… seco.

– Ah. Entonces no la besaron como es debido.

– ¿Y vos queréis besarme como es debido?

– No. -Se agachó y le susurró al oído-: Pretendo besarla de una forma bastante indebida.

La atrajo hacia sí y le cubrió los labios con los suyos. Dios santo, eran exquisitos. Suaves, carnosos, cálidos y deliciosos.

Cuando recorrió con la lengua el borde de sus labios, ella fue a soltar una exclamación de asombro y naturalmente los entreabrió, de modo que él pudo introducir la lengua en la sensual calidez de su boca. Fresas. Ella sabía a fresas. Dulce, deliciosa, seductora.

La estrechó con más fuerza, apretando el largo y voluptuoso cuerpo de Elizabeth contra el suyo, y se maravilló de la sensación incomparable de besar a una mujer tan alta.

Su sentido común le exigía que se detuviese, pero no podía. Maldición, debería horrorizarse por estar besando a aquella mocosa ingenua en lugar de mostrarse indiferente y aburrido ante su inocencia.

En cambio, estaba fascinado, lleno de deseo y encendido. Cuando ella le tocó tímidamente la lengua con la suya, un gemido se alzó en la garganta de Austin, que ahondó en su boca, probando, embistiendo, bebiéndose sus jadeos. Perdió toda noción de tiempo y de lugar, incapaz de pensar en otra cosa que en la mujer que tenía entre sus brazos, su tacto cálido y suave, su sabor dulce y adictivo, su tenue fragancia floral.

El deseo le producía una excitación tan dolorosa que acabó por arrancado de aquella bruma sensual. Tenía que parar. Ahora mismo. De lo contrario, acabaría con ella en el suelo del establo.

Haciendo un esfuerzo titánico por dominarse, dejó de besarla. Ella abrió los ojos lentamente.

– Madre mía.

Madre mía, en efecto. Austin no sabía qué había esperado, pero desde luego no había previsto que esa mujer liberase toda lo lujuria contenida que lo dominaba. El corazón le latía con fuerza contra las costillas, y las manos le temblaban. En lugar de satisfacer su curiosidad, el beso no había hecho más que avivar su apetito, un apetito que amenazaba con consumirlo…, después de quemarlo vivo.

Los suaves senos de ella estaban apretados contra su pecho, lo que le encendía la piel. Sentía un ardor doloroso, y sólo el control que había ejercido sobre sí mismo durante toda su vida le infundió la fuerza necesaria para bajar los brazos y apartarse de ella.

Elizabeth lanzó una larga y estremecida espiración, y él advirtió con gravedad que estaba tan agitada como él.

– Santo cielo -exclamó ella con voz temblorosa-. No tenía idea de que besar de forma indebida fuese tan…

– ¿Tan… qué?

– Tan… poco seco. -Respiró un poco más y luego carraspeó-. ¿He conseguido convenceros de que soy capaz de leer el pensamiento?

– No.

Las mejillas de Elizabeth se pusieron coloradas y sus ojos centellearon con rabia.

– ¿Estáis negando que deseabais besarme?

Austin bajó la vista por unos instantes hacia su boca.

– No. Pero cualquier hombre querría besarla.

Y, maldita sea, se sentía capaz de matar a cualquier hombre que lo hiciese.

– ¿Todavía tiene la intención de montar a caballo esta noche?

– Eso no es de su incumbencia.

Ella se quedó mirándolo un momento y luego sacudió la cabeza.

– Si eso piensa, sólo me queda esperar que recapacite y haga caso de mi advertencia. Y rezar por que no sufra ningún daño. Al menos no llueve como en mi visión, así que quizá no corra peligro. Por esta vez. Buenas noches, excelencia, no volveré a molestaros con mis visiones.

Austin la siguió con la vista hasta que desapareció en la oscuridad, reprimiendo el impulso de salir tras ella. El tono en el que había pronunciado esas palabras le sentó como un puñetazo en el estómago. Se pasó los dedos por el pelo y comenzó a ir y venir por la cuadra. Maldita sea, ¿cómo podía ella esperar que él -que cualquiera- diese crédito a sus afirmaciones de que tenía premoniciones y leía el pensamiento? Era demasiado inverosímil, demasiado ilógico como para tomárselo en serio.

Aun así, por mucho que le doliera reconocerlo, ella estaba en lo cierto respecto a una cosa. Había deseado besarla. Con un ansia que lo desconcertaba. Y ahora que la había probado, deseaba hacerlo otra vez.

Y otra.

6

Elizabeth se dirigió a los establos a la mañana siguiente, muy temprano, ansiosa por salir de la casa después de pasar la noche en blanco tratando de olvidar su perturbador encuentro con el duque. ¿Habría montado éste a caballo finalmente? Ella había permanecido despierta toda la noche, atenta a cualquier sonido que indicase lluvia, pero afortunadamente el tiempo no había empeorado. Esperaba que un poco de aire fresco y un paseo a caballo a paso ligero la ayudasen a desechar sus preocupaciones, por no hablar de la desilusión y el dolor que sintió al darse cuenta de que nunca llegaría a convencerlo de su clarividencia.

Sin embargo, sabía que el ejercicio por sí solo nunca borraría el recuerdo de aquel beso. Aquel beso increíble, conmovedor e inolvidable que la había emocionado hasta lo más hondo y había despertado en ella una pasión cuya existencia desconocía. También había encendido sentimientos…, anhelos que no se atrevía a analizar.

Deseaba, necesitaba desesperadamente olvidar su exquisito tacto, su sabor celestial, pero su corazón se negaba a cooperar.

Entró en las cuadras y Mortlin la saludó con una sonrisa.

– ¿Viene a ver los gatos, señorita Matthews? ¿O desea montar a caballo?

Elizabeth hizo un esfuerzo por dejar a un lado su agitación y le devolvió la sonrisa al mozo. Luego se agachó para rascar a George detrás de la oreja.

– Las dos cosas. ¿Qué le parece si voy a ver los gatitos mientras ensilla un caballo para mí?

– Buena idea -dijo Mortlin-. Mire, hay dos que usted no conoce escondidos junto a ese almiar.

Elizabeth echó un vistazo a las dos bolitas de pelo con manchas.

– Son adorables. ¿Cómo se llaman? -Le dedicó una mirada pícara-. ¿O es mejor que no pregunte?

A Mortlin se le subieron los colores al rostro enjuto, mientras frotaba incómodo los pies en el suelo.

– Bueno, el más grande se llama Ostras…

– Eso no es tan terrible.

– Y el otro es, eh… -Se sonrojó hasta las puntas de las prominentes orejas-. No puedo decir eso enfrente de una dama.

– Entiendo -contestó ella apretando mucho los labios para disimular su diversión.

– Supongo que tendré que cambiarles el nombre a los animalitos, pero fue lo primero que salió de mi boca cuando nacieron. -Sacudió la cabeza, ostensiblemente perplejo-. Los gatitos no paraban de salir. No había forma de detenerlos. Me dejaron pasmado.