– Sí, me lo imagino. -Le acarició la cálida barriga a George y se quedó quieta. Después de apretarle suavemente la panza peluda unas cuantas veces más, reprimió una sonrisa-. El periodo de gestación de una gata dura unos sesenta días. Me temo que ya no estaré aquí cuando George alumbre a su siguiente camada. De lo contrario, le ofrecería mi ayuda. Se me dan bastante bien estas cosas.
– Estoy seguro de que sí, pero… -Su voz se apagó y sus ojos se abrieron como platos-. ¿La próxima camada?
– Sí. Predigo que George volverá a ser mamá más o menos dentro de un mes.
Los ojos de Mortlin parecían a punto de salirse de sus órbitas.
– ¡Seguro que lo que le pasa a la gata es que ha engordado! ¡Pero si los gatitos no llegan a los tres meses de edad! ¿Cómo demonios ha pasado esto?
Ella tuvo que morderse las mejillas por dentro para no romper a reír al ver la expresión atónita del caballerizo.
– Del modo habitual, supongo. -Acarició una última vez la panza de George, se puso de pie y le dio unas palmaditas al hombre en el brazo-. No se preocupe, Mortlin. George estará bien, y usted dispondrá de un nuevo equipo de cazarratones.
– Ya hay más cazarratones por aquí de los que necesito -gruñó él-. Caramba, se supone que esto es un establo. Soy un mozo de cuadra, no un médico de gatos. Más vale que ensille un caballo para usted antes de que la condenada gata empiece a echar gatitos otra vez.
Conteniendo su hilaridad, Elizabeth se entretuvo con los gatitos mientras Mortlin realizaba sus tareas. Poco después él se le acercó llevando de las riendas a una hermosa yegua marrón llamada Rosamunde y se ofreció a auparla. Ella cayó sobre la silla con un golpe seco que le sacudió todos los huesos. En América solía montar a horcajadas cuando daba un paseo a caballo, pero no se atrevía a hacer lo mismo en Inglaterra, por más que le disgustara montar a mujeriegas. El complicado atuendo de amazona inglesa que se veía obligada a ponerse también le crispaba los nervios. Metros y metros de tela y multitud de bullones y volantes. Recordaba con nostalgia el traje de montar sencillo y ligero que había confeccionado ella misma y que usaba en Estados Unidos. Tía Joanna le había echado una ojeada y casi se había desmayado. «Totalmente inapropiado, querida -había declarado-. Tenemos que hacer algo con tu vestuario de inmediato.»
Acomodó la pesada falda en torno a sí lo mejor que pudo y se puso en camino. Cuando llegó al final del sendero que conducía a las cuadras, se detuvo y miró atrás. Mortlin estaba acuclillado, con una expresión tierna en el curtido rostro, acariciando cariñosamente la barriga de George. Sin duda creía que ella ya no alcanzaba a oírlo, porque dijo:
– Tendremos que pensar en unos nombres un poco más decentes para los nuevos gatitos. No puede haber otro llamado Tócate los cordones.
Elizabeth sonrió para sí y guió a su montura hacia el bosque. Avanzó junto a la orilla del arroyo, disfrutando del aire limpio y del sol que le calentaba la cara. Sin embargo, no le complacía en absoluto la silla de montar de mujer ni el condenado atuendo que le aprisionaba las piernas.
Cuando llegó a la zona donde el arroyo se ensanchaba y desembocaba en el lago, tiró de las riendas de Rosamunde. Se removió de un lado a otro, desesperada por desembarazar sus piernas de los metros de tela incómoda que las envolvían, y de pronto notó que resbalaba de la silla. Soltó un chillido de susto e intentó agarrarse de la perilla, pero no fue lo bastante rápida, Cayó ignominiosamente del caballo, golpeándose el trasero.
Por desgracia el suelo estaba cubierto de lodo. Y, lo que es peor, era una pendiente. Ella rodó por el terraplén sin dejar de gritar y se dio un chapuzón en el arroyo. Se quedó sentada, inmóvil y sin habla debido a la impresión. Tenía las botas completamente sumergidas en el agua cenagosa, un agua fría que casi le lamía la cintura.
– ¿Un accidente? -preguntó una voz familiar a su espalda. Elizabeth apretó con fuerza los dientes. Era evidente que él estaba ileso, gracias al cielo, pero a ella no le entusiasmaba la idea de que presenciara su humillación.
– Pues sí, ya lo ve. Y no es el primero.
Quizá si no le hacía caso, él se marcharía. Su esperanza resultó ser vana.
– Caray -exclamó el duque, chascando la lengua comprensivamente. Ella lo oyó desmontar y acercarse al borde del agua-. Al parecer se ha metido en un buen aprieto.
Ella volvió la cabeza y lo fulminó con la mirada.
– No me he metido en un aprieto, excelencia. Sólo estoy un poco mojada.
– Y ha perdido su montura.
– Tonterías. Mi montura está…
Su voz se extinguió mientras recorría la zona con la vista. La yegua se había esfumado.
– Camino de las cuadras, seguramente. La habrán espantado esos gritos que ha pegado al caer. Algunos caballos son un poco asustadizos. Por lo visto Rosamunde es así. Qué pena. -Sus ojos grisáceo s despidieron un brillo travieso-. Le preguntaría si se encuentra bien, pero creo recordar que posee una complexión asaz robusta.
– Así es.
– ¿Le duele algo?
Ella intentó levantar las piernas y no lo consiguió.
– No estoy segura. Mi traje de montar está empapado y pesa tanto que casi no puedo moverme. -Su irritación se triplicó cuando se percató de que, en efecto, necesitaba que le echaran una mano-. ¿Os dignaríais prestarme vuestra ayuda?
Él se acarició la barbilla como si estuviese reflexionando seriamente.
– No estoy seguro de que deba ayudarla. Detestaría acabar mojado y sucio. Quizá deba dejarla ahí e ir en busca de ayuda. Volvería al cabo de una hora, más o menos. -La miró con las cejas enarcadas-. ¿Qué opina?
Elizabeth no tenía opinión alguna al respecto. De hecho, estaba bastante harta de que él se divirtiese a sus expensas. Había pasado la noche en vela preocupándose por él y ahora allí estaba, sano y salvo, prácticamente riéndose de ella. Ese hombre arrogante merecía que le borrasen esa expresión petulante de la cara. Pero ella apenas podía moverse.
Austin dio media vuelta, como si de verdad pretendiese dejarla ahí tirada, y Elizabeth al fin explotó. Agarró un puñado de lodo y lo arrojó con la intención de hacer ruido y llamar su atención.
Desafortunadamente, él eligió ese preciso instante para volverse.
Peor aún, ella había lanzado el barro con más fuerza de la que pretendía.
La pella grande y viscosa se le estampó al duque en pleno pecho, salpicando su prístina camisa blanca. La masa pegajosa le resbaló por el cuerpo, manchándole los pantalones de color beige, antes inmaculados, y fue a caer en la punta de una de sus lustrosas botas de montar.
Elizabeth se quedó paralizada. No tenía la intención de acertarle… ¿o sí? Dios santo, no se le veía muy contento. Una risilla horrorizada pugnaba por brotarle a Elizabeth de la garganta, y tuvo que luchar por contenerla. La expresión de Austin denotaba claramente que reírse no era lo que más convenía en esos momentos.
Él no se movió. Siguió con la vista la estela lodosa que la pella le había dejado en la ropa y luego miró a la joven.
– Ya no tenéis que preocuparas por acabar mojado y sucio, excelencia -le dijo Elizabeth con una sonrisa radiante-. Al parecer, ya tenéis una mancha bastante horrible en vuestro atuendo.
– Se arrepentirá de haber hecho eso -murmuró él en un tono claramente amenazador y lanzándole una mirada hostil-. Vaya si se arrepentirá.
– Bah -se mofó ella-. No me asustáis.
Austin dio un paso al frente.
– Pues debería estar asustada.