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– ¿Por qué? ¿Qué pensáis hacer? ¿Arrojarme al agua?

Él avanzó otro paso.

– No. Creo que la pondré sobre mis rodillas y le propinaré unos buenos azotes.

– ¿Unos azotes? -preguntó ella, enarcando las cejas-. ¿En serio?

– En serio.

– Vaya. Bueno, si voy a recibir unos azotes, más vale que me los gane primero. -Y le arrojó otro puñado de lodo, que le dio de lleno en el estómago.

Austin se quedó petrificado. Contempló anonadado su camisa estropeada. Pocos hombres se habrían atrevido a provocarlo de esa manera. No podía creer que ella tuviese la osadía de mancharlo de barro una vez, y menos aún dos veces. Lo pagaría caro. Muy, muy caro.

Sus cavilaciones se vieron interrumpidas por una bola de lodo que le pasó rozando la oreja. Faltó muy poco para que le impactara en plena cara.

Ésa fue la gota que colmó el vaso. Se metió en el agua provocando grandes salpicaduras, la agarró de los brazos y la puso en pie de un tirón.

– Supongo que es usted consciente de que esto es la guerra -farfulló, con la vista clavada en su rostro enrojecido… y sonriente.

– Por supuesto. Pero no olvidéis quién venció la última vez que los americanos y los ingleses se enzarzaron en una batalla.

– Confío plenamente en su derrota, señorita Matthews.

– Y yo confío plenamente en la vuestra, excelencia.

Austin se detuvo al oír estas palabras y fijó la vista en el barro que salpicaba la naricilla respingona de la joven. Los ojos de color ámbar de Elizabeth se encontraron desafiantes con los suyos, pero una sonrisa se asomaba a las comisuras de su boca, y sus hoyuelos aparecieron. La atención de Austin se desvió hacia sus labios carnosos y sensuales. Un cosquilleo le recorrió el espinazo cuando le vino a la memoria lo que sintió al tener esos labios contra los suyos. Se obligó a levantar la mirada y se topó de nuevo con sus ojos: luceros de color marrón dorado que lo contemplaban risueños.

Aquella mujer era un caso perdido. Impertinente a más no poder. Le había desgraciado la indumentaria, y él estaba allí, en medio del maldito lago. Mojado, incómodo y… furioso.

¿Acaso no estaba furioso?

Frunció el entrecejo. Sí, por supuesto que lo estaba. Furioso. La situación no le resultaba divertida. En absoluto. No era graciosa, en modo alguno. Y él no estaba pasándolo bien. Ni un ápice.

– Prepárese para recibir unos azotes -le advirtió, volviéndose hacia la orilla y arrastrándola tras de sí.

– ¡Primero tendréis que atraparme!

Elizabeth se soltó de golpe de la mano con que él la sujetaba, se recogió hasta la rodilla la falda empapada y se adentró aún más en el lago.

– Vuelva aquí. Ahora mismo.

– ¿Así que os pensabais que podíais darme unos azotes? ¡Ja! ¡Pues me parece que no! -Retrocedió varios pasos más, hasta que el agua le llegó a la cintura. De pronto, su melodiosa risa estalló-. ¡Dios santo! ¡Deberíais veros! ¡Estáis graciosísimo!

Austin miró hacia abajo. Tenía la camisa mojada y mugrienta pegada al pecho como una segunda piel, y unos manchurrones alargados, negros y fangosos en los pantalones de montar. Llevaba varias hojas secas adheridas a sus botas estropeadas.

– Apuesto a que nunca habíais tenido un aspecto tan desastrado en toda vuestra aristocrática vida -rió ella-. Debo deciros que vuestra apariencia en estos momentos resulta escandalosamente impropia de un duque.

– Venga aquí.

– No.

– Ahora mismo.

Ella negó con la cabeza sin dejar de sonreír. Austin avanzó hacia ella, abriéndose paso en el agua helada, lleno de determinación y arreglándoselas para disimular el repentino e indeseado regocijo que estaba sintiendo. Maldita mujer. No era más que una plaga para la cordura de un hombre. Suponía que ella trataría de huir, pero se mantuvo firme, aguardándolo con una sonrisa esplendorosa en su hermosa cara. Austin se detuvo a un paso de ella y esperó.

– Me he levantado esta mañana de bastante mal humor, pero este episodio me ha animado considerablemente -dijo ella, y sus hoyuelos parecían hacerle guiños-. Tenéis que reconocer que esto resulta bastante gracioso.

– ¿Ah sí?

Ella bizqueó exageradamente y lo miró a la cara. A pesar suyo, a Austin se le escapó una sonrisa.

– ¡Ajá! -exclamó ella-. Os he visto sonreír.

Por más que lo intentaba, Austin no acertaba a explicarse por qué encontraba divertida esa debacle. El célebre duque de Bradford, el soltero más codiciado de Inglaterra, cubierto de lodo, metido en el lago hasta las caderas, conversando con una mujer cuya deslumbrante sonrisa no mostraba la menor señal de remordimiento, sólo diversión. Muchos miembros destacados de la alta sociedad quedarían postrados de la impresión si lo viesen ahora, completamente sucio y empapado, en compañía de una americana no menos sucia y empapada.

Ella bajó la vista hacia la camisa mojada de Austin.

– Era una camisa preciosa. Siento haberla estropeado, excelencia, de verdad. -Alargó el brazo y pasó la mano sobre la manga mojada. Lo miró a los ojos-. Al principio no tenía la intención de mancharos con el lodo, pero una vez que lo hice, bueno, me pareció una pena no aprovechar la oportunidad. Para ser del todo sincera, creo que necesitabais que alguien os hiciera reír. Por lo que a mí respecta, esta aventura es lo más divertido que me ha ocurrido en muchos meses.

Los músculos de Austin se contrajeron involuntariamente al notar su contacto. Escrutó los ojos de Elizabeth en busca de algún signo de engaño o falsedad y no vio más que inocencia y calidez. Era lo más divertido que a ella le había ocurrido en muchos meses. Diablos, él podría decir lo mismo. Por supuesto, no era necesario que ella lo supiese.

Tras exhalar un suspiro de resignación, preguntó:

– ¿Acaso la calamidad la sigue allí adonde va, señorita Matthews? Es la segunda vez que prácticamente cae a mis pies.

– Me temo que este tipo de caídas son corrientes en mi familia.

– ¿A qué se refiere?

– Así se conocieron mis padres. Mamá salía de una tienda de sombreros de señora cuando tropezó y cayó a los pies de papá. Se torció el tobillo al caer y papá le curó la lesión.

– Entiendo. Al menos reconoce con sinceridad su desafortunada propensión a rodar por los suelos.

– Sí, pero yo no la consideraría desafortunada.

– ¿Ah no? ¿Y eso por qué?

Ella titubeó y él quedó fascinado por la repentina seriedad de sus ojos castaños.

– Aunque sois algo arrogante y más que un poco testarudo, resulta que…, bueno, que me caéis bien.

Austin se quedó mirándola, atónito.

– ¿Le caigo bien?

– Sí. Sois un hombre afectuoso y cordial. Por supuesto -añadió en un tono seco-, lo disimuláis bastante bien a veces.

– ¿Afectuoso y cordial? -repitió él, desconcertado-. ¿Cómo ha llegado a esa conclusión?

– Lo sé porque os he tocado. Pero aun cuando no lo hubiese hecho, lo habría notado de todos modos. -Su vista se posó en la camisa lodosa de Austin-. Os habéis tomado todo esto con extraordinaria deportividad. Apuesto a que nunca habíais hecho nada parecido, ¿me equivoco?

– No, nunca.

– Me lo figuraba. Y a pesar de todo le veis el lado gracioso a esta situación, si bien vuestra conmoción inicial era evidente. -Adoptó una expresión especulativa-. Guardáis las distancias con la gente y cultiváis una imagen fría y circunspecta. Sin embargo, tratáis a vuestra hermana con cariño y a vuestra madre con cordialidad y cortesía. He pasado con vos el tiempo suficiente y os he observado relacionaros con bastantes personas como para saber qué clase de hombre sois en realidad…, un hombre bueno y decente.

Estas palabras le produjeron una tensión en lo más hondo del pecho y lo dejaron confuso y desorientado. Se sorprendió aún más cuando una cálida oleada de placer le subió a la cara. Le costó apartar de su mente la asombrosa revelación de que esa mujer lo consideraba afectuoso y cordial. Decente. Y bueno con su familia. «Si supieras cómo le fallé a William, te darías cuenta de lo equivocada que estás.»