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Antes de que pudiese discurrir una respuesta, ella dijo:

– Soy consciente de que nuestro encuentro de anoche terminó de un modo un poco violento, pero ¿no podríamos comenzar de cero?

– ¿De cero?

– Sí, es una expresión americana que significa «desde el principio». He pensado que quizá si hacemos un esfuerzo muy, muy grande, podemos ser… amigos. Y, como muestra de nuestra naciente amistad, quisiera que me tutearais y me llamaseis Elizabeth.

¿Naciente amistad? Maldita sea, lo que le faltaba por oír. ¿Ser amigo de una mujer? ¿Y, más concretamente, de esta mujer? Imposible. Sólo había un puñado de hombres a los que consideraba sus amigos. Las mujeres podían ser madres, hermanas, tías o amantes, pero no amigas. ¿O sí?

Le escudriñó el rostro y le chocó lo diferente que le parecía de todas las mujeres que había conocido. ¿Cómo era posible que, a pesar de sus extrañas historias sobre visiones y a pesar del hecho evidente de que guardaba secretos, le causara la impresión de ser digna de confianza? Fuera lo que fuese, no podía negar, ni siquiera para sí, que se sentía atraído por ella como una polilla por una llama.

Si ella se empeñaba en creer que eran amigos,.él no movería un dedo para desengañarla, al menos hasta que averiguase todo lo que necesitaba saber de ella.

Sin embargo, cada vez le costaba más creer que estuviera implicada de alguna manera en una trama de chantajes o de cualquier otro tipo.

Carraspeó y dijo:

– Estaré encantado de llamarte Elizabeth. Gracias.

– De nada. -Sus ojos despidieron un brillo travieso-. Excelencia.

A Austin casi se le escapa la risa al percibir el tono descarado con el que lo invitaba a devolverle el honor. ¿Es que esa muchacha no veía lo impertinente que era insinuarle que podría darle otro tratamiento que no fuera el de excelencia? Semejantes confianzas, semejante intimidad estaban totalmente fuera de lugar.

Intimidad. De pronto, lo asaltó un deseo irrefrenable de oír esos labios extraordinarios pronunciar su nombre.

– Algunos me llaman Bradford.

– Bradford -repitió ella lentamente, arrastrando las sílabas con una voz suave y ronca que le hizo apretar los dientes. ¿Qué efecto produciría en él oída pronunciar su nombre de pila?- y unos pocos me llaman por mi nombre, Austin.

– Austin -dijo ella en voz baja, encendiéndolo por dentro-. Es un nombre estupendo: fuerte, imponente, noble. Te sienta de maravilla.

– Gracias -dijo él, sorprendido no por el elogio sino por la calidez que le recorrió el cuerpo al oírlo-. Mis amigos me llaman Austin. Puedes hacerlo tú también si así lo deseas.

Gruñó para sus adentros, estupefacto por su oferta sin precedentes. Debía de estar perdiendo la razón. ¿Qué demonios pensaría la gente de ella si la oyese llamarle Austin? Tendría que advertirle de que no lo hiciese delante de nadie…, que sólo le llamase así cuando estuviesen los dos a solas.

Los dos a solas. ¡Maldita sea, no había duda de que estaba perdiendo la razón!

– Vaya, gracias… Austin. Entonces, ¿me perdonas?

Él volvió a poner los pies en la tierra.

– ¿Perdonarte?

– Sí, por… esto… -dijo ella señalando con los ojos su ropa estropeada.

Él siguió su mirada.

– Ah, sí. El lastimoso estado de mi atuendo. ¿Lo lamentas de verdad?

– Oh, sí -afirmó ella, asintiendo vigorosamente con la cabeza.

– ¿Prometes no volver a cometer un acto tan ruin?

– Hum… ¿Quieres decir nunca…, como en «nunca jamás en toda mi vida»?

– A grandes rasgos, sí.

– Vaya. -Frunció los labios, pero los ojos le centellearon con malicia-. Me temo que no puedo hacer una promesa a tan largo plazo.

– Entiendo. -Soltó un suspiro de resignación-. Bueno, en ese caso, ¿podrías hacer un esfuerzo por comportarte al menos durante el camino de regreso a la casa?

– Oh, sí -accedió ella con una sonrisa de oreja a oreja-. Eso puedo prometértelo.

– Gracias a Dios. Siendo así, supongo que tendré que perdonarte. Salgamos del agua antes de que nos quedemos arrugados. -Se dio la vuelta y echó a andar hacia la orilla-. ¿Vienes? -preguntó al percatarse de que ella no lo seguía.

– Ojalá pudiera -contestó, pugnando por moverse-. Los pies se me han hundido en el cieno y las faldas me pesan demasiado. -Sus hoyuelos se hicieron más profundos-. ¿Os dignaríais prestarme vuestra ayuda?

Austin alzó los ojos al cielo.

– La última vez que me preguntaste eso acabé recibiendo un baño de lodo. -La miró fijamente-. Confío en que cumplirás tu promesa de comportarte. Podría abandonarte aquí, ¿sabes?

– Te lo prometo -aseguró ella, poniéndose la mano sobre el corazón.

Él regresó chapoteando hacia ella, mascullando palabras poco halagadoras sobre las mujeres en general.

– Sujétate a mi cuello.

Elizabeth obedeció y él la levantó en brazos, a punto de tambalearse bajo el peso combinado de ella y su ropa empapada. De todas sus prendas chorreaba un agua fría que se le escurría a Austin por todo el cuerpo, y sus botas rezumaban barro. Ella recostó la cara en su hombro y los músculos de él se tensaron al sentir el cuerpo mojado de ella acurrucado contra su pecho. Agachó la cabeza y aspiró la fragancia floral de su cabello. Maldición, hasta cubierta de lodo olía a lilas.

Una vez en la orilla, la bajó muy despacio hasta que sus pies tocaron el suelo. La ropa mojada se pegaba a su cuerpo, resaltando las curvas de su figura, y él reprimió un gemido. La tela empapada resaltaba claramente los pezones erectos de Elizabeth, y sus piernas parecían interminables. Dios, era increíble. Incluso embadurnada de barro, él la deseaba.

Todo su físico se inundó de ímpetu vital y, cuando ella intentó apartarse, las manos de Austin se apretaron en torno a su cintura. Que Dios lo ayudase: nunca había deseado tanto a una mujer. Aunque las campanas tocaban a rebato en su cabeza, acercó lentamente la boca a la de ella. Tenía que saborearla de nuevo… sólo una vez.

Ella le palmeó el pecho.

– ¿Qué estás haciendo?

– Disponiéndome a cobrarme lo que me debes.

– ¿Lo que te debo?

– Por estropearme el traje.

– ¿Y pretendías cobrártelo con un beso?

– Por supuesto. Es una antigua y noble tradición inglesa. Un beso por llenar de lodo una camisa y unos pantalones. ¿Nadie te lo había dicho?

– Me temo que nunca había salido el tema.

– Bueno, pues ahora que lo sabes, más vale que saldes tu deuda. De lo contrario, irás a la cárcel de morosos.

Ella arqueó las cejas.

– ¿Un solo beso?

– Con gusto te cobraré con dos. De hecho…

– Ah no -replicó ella apresuradamente-. Con uno basta.

– Bueno, ya que insistes… -La atrajo hacia sí, hasta sentir sus senos contra su pecho, y luego le cubrió la boca con la suya.

En el instante en que sus labios se juntaron, él se perdió irremisiblemente. Se perdió en el tacto sedoso de ella, en su cálido sabor, en su aroma suave y floral. Todo pensamiento racional se borró de su mente mientras sus manos se deslizaban por los costados de ella y le cubrían los pechos. Jugueteó con sus pezones hasta ponérselos turgentes, y ella emitió un jadeo, dejando caer la cabeza hacia atrás. Él se aprovechó de ello rápidamente y recorrió con sus labios su largo cuello, adentrándose cada vez más en un tórrido frenesí en el que no existía otra cosa que la mujer que estrechaba en sus brazos.

– Austin -susurró ella-. Por favor. Debemos detenernos.

Haciendo un esfuerzo descomunal que casi acaba con él, Austin levantó la cabeza y la miró a los ojos, unos ojos aturdidos y llenos de deseo. La lujuria lo embistió con tal fuerza que las rodillas estuvieron a punto de fallarle. Nada le habría gustado más que arrancarle el vestido mojado y hacerle el amor. Y si ella no se apartaba de él en ese mismo instante, tal vez lo hiciera.