Su peculiar acento le llamó la atención a pesar de su enfado.
– ¿Americana?
– ¡Oh, por el amor de Dios! Juro que si alguien vuelve a preguntarme eso… -Se interrumpió y clavó la vista, irritada, en las rodillas de él-. Es evidente que soy americana. Todo el mundo sabe que una inglesa jamás se dejaría sorprender tendida en la hierba en una postura tan indecorosa. Faltaría más.
– De hecho, no es su postura sobre la hierba sino su acento lo que la ha delatado -dijo Austin, mirándole la coronilla con una mezcla de sorpresa y fastidio. La mocosa era de lo más impertinente-. Para aquellos que están familiarizados con la jerga inglesa, «achispado» es alguien que se ha excedido levemente en su consumo de bebidas alcohólicas.
– ¿Excedido? -repitió ella, subiendo la voz. Realizando una serie de movimientos poco femeninos pero eficaces, logró ponerse en pie. Con los brazos en jarras, adelantó la barbilla en un gesto inconfundible de agresividad-. No me he excedido, ni levemente ni de ninguna otra manera, señor. Sólo he tropezado.
La réplica de Austin se extinguió en sus labios en cuanto se fijó en el aspecto de la joven.
Era extraordinariamente atractiva. Y estaba hecha un asco.
Su peinado, que originalmente debió de haber sido un moño, se había escorado de forma precaria hacia la izquierda. Tenía hojas y ramitas adheridas a los brillantes mechones de color castaño rojizo y varios rizos le sobresalían de la cabellera en ángulos extraños. El conjunto parecía un nido torcido.
Tenía el mentón manchado de tierra, y una brizna de hierba le colgaba del labio inferior…, un labio carnoso, según notó él. Austin bajó la mirada lentamente y observó que su vestido de tonos pastel estaba hecho un lamentable amasijo de pliegues decorado con manchas de hierba y pegotes de tierra. El arrugado volante del dobladillo le colgaba por la parte de atrás de la falda, sin duda como resultado del desgarrón que se había oído hacía unos momentos. Y, por lo visto, le faltaba un zapato.
Austin no sabía si su aspecto lo escandalizaba o le hacía gracia. ¿Quién demonios era esa mujer desmelenada y cómo había conseguido entrar en su casa? Caroline y su madre habían confeccionado la lista de invitados para la fiesta, de modo que con toda seguridad la conocían. ¿Por qué él no?
Por otro lado, el hecho de que la muchacha lo tratase de «señor» parecía indicar que ella tampoco lo conocía a él, cosa que le sorprendía, pues tenía la impresión de que toda mujer viviente de Inglaterra iba tras él, decidida a conquistarlo.
Pero aparentemente esta mujer no. Lo contemplaba con una expresión que le decía claramente: «Quiero que se vaya usted de aquí», cosa que lo irritaba y al mismo tiempo avivaba su curiosidad.
– ¿Le importaría explicarme qué hacía usted acechando entre los arbustos, señorita…? -preguntó, todavía algo receloso por su súbita aparición.
¿Se disponía la madre de la joven, con un séquito de damas indignadas, a emerger del seto y a acusado a gritos de haberla deshonrado?
– Matthews. Elizabeth Matthews. -Ejecutó una torpe reverencia que hizo que varios terrones se le desprendieran del vestido-. No estaba acechando. Estaba andando cuando oí maullar un gato. El pobrecillo estaba atrapado en los arbustos. He logrado liberado, pero no sin acabar atrapada entre las mismas ramas.
– ¿Dónde está su dama de compañía?
– Bueno… -titubeó ella, avergonzada-, la verdad es que me he escabullido mientras ella bailaba.
– ¿No estará acechando entre las matas?
La pregunta pareció desconcertarla hasta tal punto que Austin supo que o estaba sola o era una de las mejores actrices con las que había topado. En realidad, sospechaba que la interpretación no era lo suyo; tenía unos ojos demasiado expresivos.
– ¿Cree usted que todo el mundo acecha entre los arbustos? Mi tía es una dama y no se dedica a espiar por ahí. -Observó a Austin achicando los ojos-. Santo cielo, debo de estar horrible. Me mira usted con una cara muy extraña. Como si hubiese probado algo muy ácido.
– No, no, tiene usted… buen aspecto.
Ella rompió a reír.
– Señor, es usted increíblemente caballeroso o extremadamente miope. O tal vez un poco de ambas cosas. Aunque agradezco el esfuerzo que hace por no herir mis sentimientos, le aseguro que no es necesario. Después de pasar tres meses a bordo de un barco zarandeado por el viento con rumbo a Inglaterra, me he acostumbrado a estar horrible. -Se inclinó hacia él, como disponiéndose a confiarle un importante secreto, y su aroma invadió los sentidos de Austin. Olía a lilas, una fragancia que él conocía bien, pues las flores moradas abundaban en los jardines-. Una inglesa que viajaba con nosotros era muy dada a hablar de los «advenedizos de las colonias». Gracias a Dios que no está aquí para presenciar esta debacle. -Levantó un pie, examinó las manchas de hierba en el zapatito que le quedaba y exhaló un suspiro-. Cielo santo. Soy todo un espectáculo. Me…
Un maullido la interrumpió. Al bajar la vista, Austin vio que un gatito gris salía de detrás del seto y se abalanzaba sobre el volante que la señorita Matthews arrastraba detrás de sí.
– ¡Ah, estás aquí! -Ella se agachó para recoger aquella bola peluda y le rascó detrás de las orejas-. ¿No has visto mi zapato en uno de tus viajes, diablillo? -le murmuró al gato-. Debe de haberse quedado enganchado en alguno de esos arbustos. -Se volvió hacia Austin-. ¿Le importaría mucho echar un vistazo?
Austin le clavó la mirada, intentando disimular su asombro. Si alguien le hubiese dicho que su búsqueda de soledad se convertiría en una misión de rescate del calzado de una chiflada, no lo habría creído. Una chiflada que le pedía que encontrase su zapato como si fuese un humilde lacayo. Hubiera debido indignarse y, tan pronto como se le pasaran esas ganas inexplicables de reír, sin duda se indignaría. Se acuclilló y se puso a examinar el seto del que había salido la señorita Matthews. Avistó el zapato perdido y lo sacó de los arbustos. Acto seguido se levantó y se lo entregó.
– Aquí lo tiene. -Gracias, señor.
Se levantó la falda unas pulgadas y deslizó el pie dentro del zapatito. Tenía unos tobillos hermosos y esbeltos, y unos pies sorprendentemente pequeños para una mujer que debía de medir metro setenta. No estaba de moda que las mujeres fueran tan altas, pero aun así su estatura era muy adecuada. Austin fijó la vista en su rostro. Su cabeza encajaría a la perfección en el hombro de él, y podría acceder con facilidad a esa boca increíblemente carnosa…
Una oleada de calor le recorrió el cuerpo. Maldita sea, ¿es que había perdido el juicio? Un vistazo a ese tobillo había bastado para ponerlo fuera de sí. Se obligó a apartar la mirada de sus labios y la posó sobre el satisfecho gatito que ella acunaba en sus brazos. El animal abrió la boca en un espectacular bostezo.
– Parece que Diantre está listo para la siesta -comentó Austin.
– ¿Diantre?
– Sí. Una de las gatas parió hace diez semanas. Cuando Mortlin, el mozo de cuadra, encontró la camada en el establo, exclamó: «¡Diantre, fíjate en todos esos gatitos!». -A su pesar, una sonrisa se dibujó en sus labios-. En realidad, deberíamos sentimos afortunados. La vez anterior, la gata parió en la cama de Mortlin, y los nombres con que bautizó a las bestezuelas fueron mucho más… floridos.
Se formó un hoyuelo a cada lado de la boca de la señorita Matthews.
– Vaya, por lo visto la gata está siempre muy ocupada.
– Así es, en efecto.
– Parece saber mucho sobre Diantre y su mamá. ¿Vive usted cerca de aquí?
Austin la miró fijamente, perplejo. Debía de ser la única mujer en todo el condenado reino que no lo conocía.
– Pues sí, vivo muy cerca.
– Me alegro por usted. Es un lugar precioso. -Instaló a Diantre más cómodamente en sus brazos-. Bueno, ha sido un placer charlar con usted, pero debo irme. ¿Podría indicarme dónde quedan las caballerizas?