Retrocedió un paso e inmediatamente echó en falta el sentirla apretada contra sí. Incapaz de resistir el impulso de tocarla, extendió el brazo, la tomó de las manos y entrelazó los dedos con los suyos.
Elizabeth trató de despejarse la mente. Por segunda vez, este hombre la había dejado sin aliento, sin sentido, con un beso. Había conseguido que nada le importase excepto él.
Pero era imperativo que le parase los pies. Había permitido que se tomase más libertades de las que habría tolerado cualquier mujer decente. Pero había tenido que echar mano de toda su fuerza de voluntad, porque deseaba con todas sus fuerzas que él continuase besándola, tocándola, encendiéndole la piel, colmándole los sentidos con su sabor celestial y su olor a bosque.
En ese instante él le apretó las manos y los pensamientos de Austin irrumpieron en la mente de ella con una nitidez sobrecogedora.
Quería hacerle el amor.
Arrancarle el vestido empapado y tocarla por todas partes. Hacer el amor. Amor. Sintió que se abrasaba y que el corazón iba a salírsele del pecho. ¿Era ése el sentimiento que se había apoderado de ella, que le derretía los huesos, que no la dejaba respirar, que le impedía dejar de pensar en él, que la hacía desear que ese beso no acabara nunca? ¿Por eso sentía esa necesidad imperiosa de ayudarlo y protegerlo?
Dios bendito, ¿estaba enamorándose de Austin?
7
No dijeron palabra durante el trayecto de regreso a la casa. Elizabeth iba a lomos de Myst, sentada delante de Austin, que la rodeaba con sus fuertes brazos y la envolvía con el calor que despedía su cuerpo.
«¿Estaré enamorándome de él?»
Su mente rechazó inmediatamente esa posibilidad. No. Amar a ese hombre acabaría rompiéndole el corazón. Aunque obviamente él la encontraba lo bastante atractiva como para besarla, no se fiaba de ella ni creía en sus visiones.
Y aunque no fuera así, ese amor no tenía futuro. Él no era un hombre cualquiera. Era un duque, y sería muy tonta si imaginaba que pudiese albergar un sentimiento profundo hacia una mujer tan poco refinada como ella. No le cabía la menor duda de que a él le bastaba con levantar un dedo para que docenas de mujeres hermosas y ricas acudiesen corriendo a su lado, ansiosas por ponerse a su disposición. Su rango le exigía que se casara con una mujer de posición social elevada…, y Elizabeth no era una de ellas.
Se le hizo un nudo en la garganta y la invadió un gran pesar. Intentó convencerse desesperadamente de que sólo se sentía atraída hacia él, que estaba encaprichada, pero su corazón, obstinado, se negaba a escucharla. No importaba que él no correspondiese a sus sentimientos. Tampoco importaba que se conociesen desde hacía poco tiempo. Después de todo, ¿cuánto tiempo hacía falta para enamorarse? ¿Un día? ¿Un mes? ¿Un año? Sus padres se habían enamorado perdidamente a primera vista, y el autor de sus días le había propuesto matrimonio a su madre antes de que transcurriesen dos semanas. Ésta siempre decía: «De algún modo, el corazón sabe cuándo llega el momento». A hora Elizabeth entendía a qué se refería.
Pero el descubrimiento era agridulce.
Exhalando un suspiro, se reclinó contra Austin y, una vez más, su soledad, el vacío que lo acosaba, aparecieron de golpe en la mente de Elizabeth. Ella percibía claramente que guardaba un secreto que lo atormentaba, pero no alcanzaba a discernir en qué consistía. Sentía una pena muy honda por él. Tenía que ayudarlo. Curarle las heridas.
Y si para ello era necesario exponerse a que le rompiese el corazón, ella estaba dispuesta a pagar ese precio.
Llegaron a las cuadras varios minutos después. Austin se apeó y ayudó a Elizabeth a desmontar mientras Mortlin se acercaba a toda prisa.
– ¡Madre mía! ¿Se ha hecho daño, señorita Elizabeth? Rosamunde acaba de regresar a la caballeriza justo ahora sin usted. Me ha dado un susto de muerte, si quiere que le diga la verdad.
– Estoy bien, Mortlin. Sólo un poco sucia.
Mortlin la miró de arriba abajo.
– ¿Un poco? Pero si parecéis… -Su voz se extinguió cuando se fijó en Austin. El mozo de cuadra quedó boquiabierto-. ¡Dios nos asista! ¿Qué ha pasado, excelencia? ¡Estáis hecho un desastre!
– Los dos estamos bien, Mortlin. Hemos sufrido un ligero resbalón en el lago, nada más.
– ¿Os habéis caído de Myst?
Mortlin no atinaba a imaginar que tal cosa fuese posible.
– No.
Clavando una mirada reprensora al mozo, que tenía los ojos desorbitados, Austin le entregó en silencio las riendas de Myst. Mortlin reconoció de inmediato la expresión de «no más preguntas» y cerró la boca tan bruscamente que le castañetearon los dientes.
Austin enlazó su mugriento brazo con el de Elizabeth y la acompañó hasta la casa. La joven estaba singularmente callada, por lo que él se preguntó en qué estaría pensando. Se obligó a mantener su propia mente en blanco…, por si acaso. Por supuesto, toda esa historia sobre su clarividencia le parecía ridícula, pero lo cierto era que ella estaba dotada de una perspicacia excepcional.
Elizabeth señaló la terraza con un movimiento de cabeza.
– Cielo santo, allí está Caroline. Acaba de vemos y nos está mirando de forma muy parecida a cómo nos miró Mortlin. ¡Rápido! Fulmínala con una mirada glacial como la que le echaste a él -le sugirió en voz baja y risueña.
– Por desgracia, Caroline es inmune incluso a la más glacial de mis miradas -le susurró él al oído.
– Qué pena -musitó ella.
– En efecto. De pronto me veo rodeado de mujeres que no me encuentran demasiado amedrentador. Debo de estar perdiendo facultades.
– En absoluto. Tus facultades están…
Su voz se apagó y él hizo una pausa, obligándola a detenerse a su lado. Un sonrojo que la favorecía mucho le teñía las mejillas.
– Mis facultades están ¿qué?
Ella arqueó una ceja.
– ¿Buscáis siempre el elogio de una manera tan desvergonzada, excelencia?
– Sólo cuando parezco un andrajo sacado del lago.
En la terraza, Caroline no acababa de decidir qué la asombraba más, si el aspecto inusitadamente mugriento que presenta su hermano o verlo sonreír y cuchichearle a Elizabeth al oído. Advirtió con interés que iban del brazo y que el rostro de la joven resplandecía con un rubor muy atractivo mientras se reía de algo que él decía.
La pareja dejó de caminar, y Caroline observó con emocionado interés la larga e intensa mirada que intercambiaban. Nunca había visto a Austin mirar a nadie de esa manera.
El corazón le brincaba dentro del pecho. ¡Qué maravilloso era ver a su hermano sonreír y divertirse! Era una imagen a la que no estaba acostumbrada desde hacía demasiado tiempo.
– ¿Un accidente? -preguntó Caroline cuando los dos llegaron la terraza.
– Pues sí, en efecto, hemos sufrido uno -replicó Austin en un tono inexpresivo, y siguió caminando, acompañando a Elizabeth al interior de la casa, como si nada hubiese pasado.
Caroline los observó entrar y una sonrisa le curvó los labios.
Esa reunión social de varios días empezaba a resultar de lo más interesante.
Después de dejar a Elizabeth a la puerta de su alcoba, Austin entró en la suya y contuvo una carcajada cuando su ayuda de cámara, normalmente imperturbable, se quedó mirando su sucio atuendo con expresión atónita.
– Empiezo a acostumbrarme a esa mirada, Kingsbury -comentó, quitándose la camisa estropeada.
– Os prepararé un baño de inmediato, excelencia -dijo Kingsbury, sosteniendo con extremo cuidado las prendas fangosas de Austin lo más lejos posible de sí.
Unos minutos más tarde, Austin se acomodó en una enorme tina de agua humeante y cerró los ojos con un suspiro de satisfacción. De pronto le vino a la mente una imagen de Elizabeth, que sin duda debía de estar tomando a su vez un baño aromático, con su magnífica cabellera cayéndole por la espalda en una cascada de gloriosos rizos.