Imaginó que se metía con ella en la tina, que deslizaba sus manos mojadas sobre sus pechos turgentes, que jugueteaba con sus pezones hasta ponérselos duros. «Austin…», jadearía ella con esa voz excitada y ronca. Se vio a sí mismo inclinándose hacia delante, rodeando uno de esos pezones erectos con los labios y chupándolo hasta que ella gemía de placer.
– ¿Estáis bien, excelencia? -preguntó Kingsbury desde el otro lado de la puerta.
Arrancado de su fantasía sexual, Austin se percató con no poca desazón de que era él quien había estado gimiendo, una molesta costumbre que por lo visto estaba adquiriendo.
– Sí, Kingsbury, estoy bien -respondió con sequedad.
Maldición.
Esa reunión social de varios días empezaba a resultar de lo más irritante.
Más tarde, a la hora de la cena, Austin, sentado a la cabecera de la mesa, observaba a Elizabeth subrepticiamente. Ella estaba situada en el otro extremo, junto a un joven vizconde que la miraba con admiración creciente conforme transcurría la cena. Austin no sabía si aplaudir a Caroline o maldecirla por desplegar sus conocimientos sobre moda en beneficio de Elizabeth. Para el quinto plato, el maldito vizconde no le quitaba los ojos de encima.
¿Y quién podía culparlo por ello? Ella estaba impresionante con el vestido escotado de color cobrizo que resaltaba sus redondos pechos y su nívea piel. Austin notó, cada vez más malhumorado, que la mirada admirativa del vizconde se desviaba a menudo hacia la tentadora carne que asomaba sobre el corpiño.
Y ese cabello… ¡Dios! Un solo prendedor sujetaba la masa de pelo desordenado que apenas llevaba recogido sobre la cabeza. Unos mechones sueltos le acariciaban el rostro y los hombros, y el resto de la cabellera le caía por la espalda como una brillante cortina de tirabuzones satinados. Sin duda el seductor peinado también era obra de la doncella de Caroline. Austin no sabía si despedirla o triplicarle el salario.
Se había propuesto evitar a Elizabeth en el salón antes de la cena, pero no había sido capaz de evitar seguir cada uno de sus movimientos, lo cual le había crispado los nervios. Tenía que acabar con ese…, con lo que fuera que estuviese haciendo con ella. Besarla y tocarla eran errores garrafales que su buen sentido normalmente no le habría permitido cometer. Y eran errores que no podía darse el lujo de repetir.
Después de pasar buena parte de la tarde meditando, había decidido no tomar otra medida que esperar. Esperar a que Miles regresara de Londres, a recibir informes del alguacil de Bow Street y nuevas instrucciones del chantajista. Le irritaba la inevitabilidad de todo ello, pero no tenía alternativa.
Después de aquel rato que pasaron juntos en el lago, le resultaba casi imposible creer que ella estuviese confabulada con el chantajista o incluso que supiese algo sobre la carta que éste le había mandado. De hecho, cuanto más pensaba sobre ello más claro le parecía que ella sencillamente poseía una intuición asombrosa a la que concedía demasiado crédito. Elizabeth creía que sus visiones eran reales y le había hablado de ellas con la Intención de ayudarlo. No albergaba malas intenciones ni el deseo de hacerle daño. Sólo estaba… confundida.
Estaba confundida… y era insoportablemente atractiva. Le hacía hervir la sangre y él no conseguía apartarla de su mente. Y n hora, ese condenado vizconde sentado junto a ella se la estaba comiendo con los ojos descaradamente.
Con cada nuevo plato que le servían, el humor de Austin se volvía más lúgubre, y cada vez le costaba más concentrarse en las conversaciones inanes que se mantenían alrededor de él.
– Parecéis ensimismado, excelencia -comentó una voz femenina en un susurro incitante.
Una mano enguantada se deslizó sobre la suya y él se esforzó por volver a prestar atención a su entorno inmediato. La mujer que estaba sentada a su izquierda, la condesa de Millham, le dedicó una sonrisa coquetona. Desde la oportuna muerte de su marido, acaecida hacía dos años, la condesa había tenido varias aventuras, pero aún no había conseguido llevarse a Austin a la cama. A Austin le dio la clara impresión de que ella pretendía remediar esa situación esa misma noche.
La viuda se inclinó hacia él, ofreciéndole una visión ostentosa de sus pechos, que sobresalían de su corpiño en un espectacular escote que, por lo que Austin sabía, aturdía a la mayoría de los hombres. Ella le escrutó el rostro con sus ojos color esmeralda, que despedían un brillo lujurioso. Eran exactamente el tipo de mirada y el tipo de mujer en que él debería concentrarse.
Sin despegar la vista de él, ella deslizó discretamente la mano por debajo de la mesa y le acarició el muslo.
– Debe de haber algo que una mujer pueda hacer para llamar vuestra atención, excelencia -murmuró con un susurro sugerente que sólo él alcanzó a oír.
Él no hizo nada para detenerla ni para animarla a seguir adelante; se limitó a mirarla y a esperar que su cuerpo reaccionara a su contacto. Ella sacó ligeramente la lengua y se humedeció el labio superior, mientras sus ojos le daban a entender el uso que en realidad deseaba dar a su lengua. Sus dedos continuaron explorando, subiendo por su pierna.
Pero en lugar de excitarse, Austin no sintió nada. Absolutamente nada. Esa hermosa mujer, con su cuerpo voluptuoso y su promesa de deleites sexuales, no le provocaba el menor deseo. Deslizó la mano debajo de la mesa para atajar sus caricias. En ese preciso instante, su madre se puso de pie en señal de que la cena había terminado.
La condesa de Millham, interpretando erróneamente la razón por la que él había puesto la mano debajo de la mesa, desplegó una sonrisa pícara, mientras se levantaba como todos los demás.
– Hasta después -le susurró al oído mientras las damas se marchaban en dirección al salón y dejaban a los caballeros con sus cigarros.
Austin se reclinó en su silla, encendió un puro y exhaló una larga voluta de humo aromático. La condesa de Millham le había proporcionado una oportunidad perfecta y muy necesaria para aliviar el dolor incesante que atormentaba sus partes bajas. Entonces ¿por qué demonios no estaba contento?
Porque ella no era la mujer que deseaba. Profundamente disgustado consigo mismo, le pidió a un criado con un gesto que le sirviese un brandy, y apuró de un trago la copa del fuerce licor.
Sospechaba que sería una noche espantosamente larga.
Elizabeth entró en su alcoba y apoyó la espalda en la puerta cerrada, aliviada por haber logrado escapar del salón y del parloteo de las mujeres. Tanto tía Joanna como Caroline se habían mostrado preocupadas cuando ella, alegando dolor de cabeza, le había excusado para retirarse temprano, pero no se veía capaz de permanecer más tiempo en compañía de los invitados. Había demasiada gente, demasiadas imágenes inconexas que se agolpaban en su mente. Sentía como si tuviese un cuerpo de tambores martilleándole la cabeza.
Además, estaba él. Resultaba dolorosamente evidente que Austin hacía lo posible por evitarla. Apenas había dado muestras de reparar en su presencia antes de la cena, y durante el banquete, cada vez que ella miraba en su dirección desde su extremo de la mesa parecía absorto en la hermosa mujer de pechos grandes que estaba sentada a su lado.
Ella había dispensado entonces su atención al vizconde de Farrington y descubierto que compartía su afición por el dibujo. Para su sorpresa, él le dirigió varios elogios floridos y le manifestó su deseo de retratarla. Sin embargo, por más que ella intentara estar pendiente de él, las imágenes vagas e inquietantes que acudían a su mente, así como la presencia del hombre sentado a la cabecera de la mesa, la distraían constantemente.
Después de ponerse el camisón, preparó un remedio para la jaqueca y se metió en la cama. Figuras indistintas se arremolinaban en su cerebro, sin que pudiera reconocerlas. Cerró los ojos, esforzándose por ahuyentar esos fantasmas, pero ellos se negaban a marcharse. De pronto le vino a la mente la imagen del rostro de Austin, quien curvaba muy despacio las comisuras de la boca hasta desplegar una sonrisa devastadora. También intentó apartarlo de su mente sin ningún éxito.