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¿Qué estaría haciendo él en esos momentos? ¿Estaría con la mujer que había acaparado su atención durante toda la cena? ¿Estaría tocándola? ¿Besándola?

Un gemido escapó de sus labios. La imagen de Austin acariciando a otra mujer le produjo tal dolor que le cortó la respiración, un dolor agravado por el hecho de que no podía hacer nada para remediado. Lo que sentía por él era irremediable.

Del todo irremediable.

A su pesar, Austin echó en falta a Elizabeth en el momento en que entró en el salón. Aunque unas dos docenas de personas pululaban por ahí, era fácil localizada por su elevada estatura. Repasó la estancia con la mirada y confirmó que ella no estaba presente. Debía de haberse retirado para ocuparse de sus necesidades personales. Austin se dirigió hacia la mesa con las licoreras y logró persuadirse de que su ausencia lo alegraba.

Sin embargo, cuando veinte minutos más tarde ella seguía sin aparecer, empezó a preocuparse. Se acercó a Caroline y le preguntó como de pasada por el paradero de Elizabeth.

– No se sentía bien, así que se ha recogido justo después de la cena -le respondió Caroline, estudiándolo con sus azules ojos, llena de interés-. ¿Por qué lo preguntas?

– Por curiosidad, nada más. ¿Está enferma?

– Le dolía la cabeza. Estoy segura de que se encontrará mejor por la mañana, aunque el vizconde.de Farrington está destrozado por su ausencia.

Los dedos de Austin apretaron la copa con fuerza.

– ¿Ah sí?

– Sí. Está totalmente abatido. Tengo entendido que le ha pedido permiso a lady Penbroke para venir a visitar a Elizabeth.

Un músculo de la mandíbula de Austin se contrajo, y tuvo que reprimir un deseo repentino e irrefrenable de infligir daño corporal al vizconde de Farrington.

La curiosidad centelleó en los ojos vivarachos de Caroline.

– Espero que el dolor de cabeza de Elizabeth no sea consecuencia de la aventura que habéis vivido juntos esta mañana, fuera cual fuese. No me habéis contado qué ocurrió.

– Por nada del mundo querría aburrirte con los detalles.

– Tonterías. Me encantan los detalles.

«Me hizo reír. La estreché entre mis brazos. La toqué. La besé. Quiero hacerlo otra vez. Ahora mismo.»

– No hay nada que contar, Caroline.

– Me habría gustado que Robert estuviese aquí para verte cubierto de barro.

Austin se alegraba enormemente de que su hermano menor no hubiese estado presente. Sin duda Robert se habría descoyuntado de risa y después lo habría acribillado a preguntas burlonas.

– ¿Cuándo tiene previsto regresar de sus viajes?

– Dentro de unos días -respondió Caroline.

Un criado se acercó con una bandeja de plata sobre la que descansaba una nota lacrada.

– Un mensaje para vos, excelencia.

Agradecido por la interrupción, Austin tomó la nota. Cuando vio la marca distintiva en la cera, se quedó petrificado.

– ¿Ocurre algo malo, Austin? -le preguntó Caroline.

– Todo va bien -le aseguró él con una sonrisa forzada-. Se trata sólo de una minucia de la que debo ocuparme. Te ruego me disculpes.

Salió del salón y se dirigió a su estudio. Una vez allí, cerró la puerta. Las manos le temblaban mientras deslizaba los dedos debajo del sello fácilmente reconocible del agente de Bow Street cuyos servicios había contratado. ¿Habría localizado a Gaspard?

Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos por unos instantes. Lo que estaba a punto de leer quizá le proporcionaría las respuestas que había estado buscando durante tanto tiempo. Con los dientes tan apretados que le dolían, desplegó la nota y le echó un vistazo, ansioso.

Excelencia: Tengo información para vos. Con arreglo a nuestro acuerdo, os esperaré junto a las ruinas situadas en el límite norte de vuestra finca.

JAMES KINNEY

Austin releyó la breve misiva, sujetando el papel de vitela con tanta fuerza que le extrañó que no se arrugara. Kinney era el mejor profesional de Bow Street. No habría viajado hasta Bradford Hall de noche si no tuviese algo importante que comunicarle.

Austin guardó la nota en el cajón bajo llave, salió de su estudio y descendió a toda prisa la escalera trasera. Se escabulló de la casa y se encaminó a las cuadras, ocultándose en todo momento en las sombras. Cuando le indicó a Mortlin que ensillase a Myst, el mozo alzó la vista al cielo y se rascó la cabeza.

– ¿Estáis seguro de que queréis montar a caballo, excelencia? Se avecina una tormenta. El dolor de las articulaciones nunca me engaña.

Austin miró hacia arriba y no vio más que la luna brillante. Si se estuviese fraguando una tormenta tardaría horas en desatarse. Pero daba igual. Nada impediría que se encontrase con Kinney.

– Deseo dar un paseo a caballo. No hace falta que esperes a que regrese. Yo mismo desensillaré a Myst cuando vuelva.

– Sí, excelencia.

Poco después, Austin montó de un salto. Hincó los talones en los ijares de Myst y el corcel echó a andar en dirección a las rumas.

Mortlin lo miró alejarse, frotándose distraídamente los codos doloridos. La rigidez de sus articulaciones había empeorado a lo largo de la tarde, lo que le indicaba que la tormenta en ciernes no tardaría en llegar, probablemente en menos de una hora. Seguro que el duque se había citado con una de sus enamoradas en las ruinas para un achuchón nocturno, aunque Mortlin no acertaba a comprender por qué habrían elegido un escenario tan incómodo para sus escarceos cuando tenía a su disposición todo el lujo de Bradford Hall. Sin duda a la dama en cuestión le gustaban las emociones fuertes. Uno nunca podía predecir las acciones de la gente de alcurnia. Se le escapó una risita mientras le deseaba mentalmente a su patrón un feliz revolcón.

Elizabeth despertó sobresaltada, con el corazón golpeándole el pecho.

Estaba empapada en sudor, y sus ruidosos jadeos resonaban en la silenciosa habitación.

«Peligro. Él está en peligro.»

Pataleó para liberar las sudadas piernas del amasijo de sábanas húmedas. Notaba en su interior una sensación de apremio, y el terror le aguijoneaba la piel como mil abejas.

«Austin. Herido. Sangrando.»

El pánico se apoderó de ella y tuvo que obligarse a respirar hondo para tranquilizarse. Se sentó al borde de la cama, cerró los ojos y se concentró, intentando sacar algo en claro de las vagas imágenes que se arremolinaban en su cabeza.

Una torre de piedra, rodeada por muros en ruinas. Un tiro. Un caballo negro encabritado. Austin cayendo, herido. Sangrando. Muerte. Un relámpago, seguido de un trueno ensordecedor, la arrancó de sus pensamientos. Tenía que encontrado. Intuía que no se hallaba demasiado lejos… pero ¿dónde? Se quitó el camisón con manos temblorosas y se vistió lo más deprisa posible. Agarró su bolsa de medicamentos, bajó rápidamente las escaleras posteriores y echó a correr hacia las cuadras.

James Kinney iba y venía entre las sombras, cerca de las ruinas, esperando la llegada del duque, ansioso por revelarle sus increíbles y sensacionales descubrimientos. Oyó unas pisadas sobre las piedras que tenía justo detrás y se volvió.

– Excelencia, yo… -Se quedó petrificado, mirando con ceño al hombre que emergía de las sombras-. ¿Quién eres?

Por toda respuesta el desconocido apuntó con una pistola a la sien de James.

– Se le da bien lo de hacer preguntas, especialmente sobre mí, monsieur -dijo el desconocido con un inconfundible acento francés-. Ha estado haciéndolas por todo Londres. Ahora quiero que me responda a una: ¿qué información le trae al duque de Bradford?