Выбрать главу

– Usted es Gaspard.

El francés dio otro paso al frente.

– El duque es un insensato. Debería habérselo pensado dos veces antes de contratar a un alguacil para dar conmigo. Vuelvo preguntarle, monsieur: ¿de qué información dispone? O me lo dice, o lo mato. -Sonrió, y James vio la locura en sus ojos.

Y James supo que, incluso si hablaba, había llegado su hora.

8

Un trueno retumbó, tan fuerte y tan repentino como un disparo.

Sin aliento y al borde del pánico, Elizabeth llegó a las cuadras poco después de la medianoche. Evidentemente Mortlin se había retirado, pues no lo encontró por ningún sitio. Sin vacilar, recogió la primera silla de montar que vio, gimiendo al levantar tanto peso, y ensilló a Rosamunde. Sólo cuando hubo conducido la yegua al exterior se percató de que le había puesto una silla de caballero. Sin detenerse a pensar por un segundo en lo impropio de sus actos, hizo algo que no había hecho desde que llegara a Inglaterra. Se levantó las faldas hasta los muslos y montó sobre el caballo a horcajadas. Los músculos de las piernas le dolieron, pero hizo caso omiso de la incomodidad.

Hizo girar a Rosamunde en círculo para estudiar los distintos senderos que se adentraban en el bosque. ¿Cuál de ellos la llevaría a Austin? Cerró los ojos y vació su mente, esforzándose por concentrarse. «El de la izquierda. Toma el de la izquierda.» Sin dudarlo, enfiló el camino de la izquierda, escrutando la oscuridad mientras el corazón le latía con fuerza. Rosamunde siguió el sendero de tierra, y Elizabeth continuó concentrándose, evocando la imagen de Austin en su ojo interior. Estaba acercándose…, lo intuía. Pero ¿llegaría a tiempo?

Otro trueno desgarró el silencio. Un relámpago surcó el negro cielo e iluminó por un instante el sombrío entorno.

Y entonces ella la vislumbró a lo lejos.

Era la torre que aparecía en sus visiones. Espoleó a Rosamunde y se lanzó al galope hacia allí. Varias ramitas le golpearon la cara y una rama más grande chocó contra su hombro, pero apenas percibió el dolor punzante. Empezó a chispear, y pronto la llovizna cedió el paso a un aguacero de gotas menudas y frías que la pinchaban como agujas. Llegó a la linde del bosque y cabalgó a toda velocidad a través del prado. La silueta de la torre se alzaba ante ella, recortada contra el fulgor de los relámpagos.

Cuando se hallaba a sólo unos diez metros, tiró de las riendas de Rosamunde hasta que la yegua se detuvo por completo y escudriñó la oscuridad, aguzando la vista. «¿Dónde estás, Austin?» Otro rayo iluminó el terreno. La torre se erguía frente a ella. Un caballo negro sin jinete pacía junto a un murete de piedra.

Una figura yacía despatarrada boca abajo en el suelo.

– ¡Austin!

El corazón le dio un vuelco de alivio y de miedo. Gracias a Dios, lo había encontrado… Pero ¿era demasiado tarde?

Se deslizó de la silla y corrió hacia él, dando traspiés sobre el suelo resbaladizo. Sin preocuparse por el barro, se arrodilló junto a él. Con el corazón en un puño y una oración en los labios, le posó la mano en el cuello.

Notó el latido en la punta de sus dedos.

Reprimió con firmeza el sollozo de alivio que iba a escapársele. No era el momento de dejarse llevar por la emoción. Tenía que determinar la gravedad de sus heridas.

Le dio la vuelta con sumo cuidado, escudándolo lo más posible con su propio cuerpo para resguardarlo de la intensa lluvia. El olor metálico de la sangre penetró en sus fosas nasales y el terror le formó un nudo en el estómago.

Parpadeando para sacudirse las gotas de lluvia de los ojos, Elizabeth lo miró a la cara. Tenía los ojos cerrados y le manaba sangre de un profundo corte cerca de la sien.

Le palpó todo el cuerpo rápidamente, buscando otras heridas, rezando porque no hubiese caído víctima del disparo que ella había oído en sus visiones. Pronto comprobó que no presentaba heridas de bala, pero sus dedos descubrieron un bulto del tamaño de un huevo en la parte posterior de su cabeza.

Le acarició el rostro con suavidad.

– Austin, ¿me oyes?

Él permaneció totalmente inmóvil y en un silencio aterrador.

Otro relámpago se dibujó en el cielo. Al alzar la vista, Elizabeth vio una abertura arqueada en la base de la torre. Tenía que ponerlo a cubierto para curarlo. Se puso de pie, lo sujetó por debajo de los brazos y tiró de él. Dios santo, el hombre pesaba una tonelada. Gracias al cielo que no tenía que llevarlo muy lejos.

Se le encogió el corazón cuando él emitió un quejido. Aunque se esforzaba lo indecible por no hacerle daño; sabía que las piedras puntiagudas lo raspaban. Le dolía la espalda de soportar tanto peso. Resbaló una vez y dio con el trasero en tierra. Apretando los dientes, acabó de arrastrado el corto trecho que faltaba hasta el refugio de la torre. Luego salió corriendo bajo la lluvia para desligar su bolsa de medicamentos de la silla de Rosamunde. La yegua y Myst se habían acercado a la torre. Decidió no atarlos por si se asustaban y se desbocaban, en cuyo caso seguramente se dirigirían de regreso a los establos.

Una vez dentro de la torre, Elizabeth se hincó de rodillas junto al cuerpo inerte de Austin y acto seguido abrió la bolsa y se puso manos a la obra. Primero extrajo un farol pequeño y lo encendió. Lo colocó junto a la cabeza de Austin y le examinó la herida. Enseguida advirtió que necesitaría puntos, pero le preocupaba más que no hubiese recuperado la conciencia. Si tenía una hemorragia interna…

Ahuyentó ese pensamiento sin contemplaciones y se concentró en la tarea que tenía entre manos. La invadió una tranquilidad controlada. Sabía exactamente qué había que hacer para curarle la herida. Y había que hacerlo de inmediato.

Sacó dos cuencos pequeños de madera de la bolsa, corrió al exterior y rápidamente los llenó de agua de lluvia. Se arrodilló de nuevo junto a Austin y se puso a mezclar raíces y hierbas con silenciosa concentración.

Después de lavar la herida, la suturó con una serie de puntos diminutos y precisos, y luego le vendó cuidadosamente la cabeza con una larga tira de gasa limpia.

Le posó la mano en la cara y suspiró aliviada al notar que no le ardía la piel y que su respiración se mantenía pausada y estable, señal de que tenía los pulmones despejados y las costillas intactas.

Ya no le restaba más que esperar a que despertase.

Y rezar porque eso ocurriese.

Después de guardar meticulosamente sus pertrechos, se levantó para friccionarse los tensos y doloridos músculos de los hombros. Un profundo cansancio se apoderó de ella y estiró los brazos sobre la cabeza para aliviar la tensión de la parte inferior de la espalda.

– Elizabeth.

La voz de Austin era apenas un susurro áspero, pero a Elizabeth el corazón le dio un brinco en el pecho al oírla. Gracias a Dios. Olvidó su agotamiento de inmediato, se puso de rodillas junto a él y le dedicó una sonrisa a su rostro pálido y agraciado.

– Aquí estoy, Austin.

Él movió la cabeza e hizo un gesto de dolor.

– Me duele la cabeza.

Austin no estaba demasiado contento de haber despertado. Una punzada aguda en el cráneo le hizo aspirar de golpe una bocanada de aire. Maldición, se sentía como si alguien le hubiese abierto la cabeza con una piedra. De hecho, le habría costado mencionar una parte del cuerpo que no le doliese de un modo u otro. ¿Y por qué diablos estaba mojado?

Fijó la mirada en Elizabeth. Tenía un aspecto desastrado, cosa que no le sorprendió demasiado.

– ¿Dónde estamos? -preguntó, paseando la vista por el recinto.