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– En una especie de ruina. En la planta baja de una torre.

La miró fijamente, con la mente en blanco.

– ¿Por qué?

– ¿No recuerdas lo que te ha pasado?

Se obligó a concentrarse y de pronto recordó lo sucedido. La nota de Kinney. Información. Las ruinas. Pero Kinney nunca llegó…, sin duda a causa de la lluvia. Él había emprendido el camino de regreso a la casa. Un rayo había caído muy cerca. Un trueno. Myst encabritado. Una caída…

– Los rayos y relámpagos espantaron a Myst. Se empinó y me arrojó de la silla. -Levantó la mano y se estremeció de dolor cuando rozó con los dedos la venda que le cubría la frente-. ¿Qué es esto?

– Te hiciste un corte profundo en la frente. Te lo he limpiado, cosido y vendado. También tienes un chichón considerable en el cogote.

Maldita sea, con razón le dolía tanto el cráneo. Se había golpeado la cabeza contra una piedra.

– ¿Myst está bien?

– Sí. Está fuera, con Rosamunde. Ahora que estás despierto, iré a echarles un vistazo. Vuelvo enseguida.

Elizabeth salió por la puerta en forma de arco y regresó unos minutos después conduciendo a ambos caballos por las riendas. Los llevó al fondo del recinto y dedicó un buen rato a acariciarlos y hablarles en un tono reconfortante. Austin cerró los ojos mientras la escuchaba. No alcanzaba a distinguir sus palabras, pero su voz sonaba suave y relajante.

Ella volvió a su lado y se puso de hinojos junto a él.

– Los dos están bien. ¿Cómo te sientes?

– Dolorido, y la cabeza me martille a como si una legión de demonios le estuviesen dando mazazos. Aparte de eso, creo que estoy bien.

Intentó incorporarse, pero le entró un fuerte mareo.

– No trates de moverte, Austin -le dijo ella, posándole una mano en el hombro para impedírselo-. Es demasiado pronto para eso.

– Tal vez tengas razón.

Cerró los párpados, tragó saliva y esperó, ansioso por recuperar el equilibrio. Después de aspirar a fondo varias veces, la náusea remitió y él se atrevió a abrir los ojos.

Ella lo observaba, arrodillada a su lado, y Austin escrutó su rostro en la penumbra. El cabello de Elizabeth era una maraña de rizos mojados que le caían sobre los hombros. Tenía los ojos muy abiertos a causa de su evidente preocupación, pero una sospecha asaltó a Austin, corroyéndolo por dentro. ¿Cómo lo había encontrado? ¿Lo había seguido? Nadie sabía que él se había dirigido a las ruinas. La única persona que él había visto era Mortlin, y le había dado permiso para retirarse. ¿Le habría indicado el mozo la dirección en la que se había marchado?

– ¿Cómo me has encontrado?

Ella titubeó y luego respiró hondo.

– Me ha despertado una visión de ti. Sabía que estabas en peligro. Te he visto. Herido. Sangrando. Junto a una especie de torre de piedra. Me he vestido, he ensillado a Rosamunde y he dejado que mi instinto me guiase… hasta ti.

El gruñido de incredulidad que Austin debería haber soltado se ahogó en su garganta. Los ojos de Elizabeth relucían con sinceridad y preocupación, como almenaras en una tormenta. Por muy desquiciadas que sonaran sus palabras, él no podía desecharlas. Aun así, seguro que había otra explicación…, una explicación lógica.

– ¿Has visto a Mortlin en las cuadras?

– No. Era pasada la medianoche. Debía de haberse retirado ya.

¿Pasada la medianoche? Austin había salido de la casa justo antes de las diez, y, según Caroline, Elizabeth se había recogido media hora antes de eso. Si se había quedado en la cama… ¿cómo podía saber dónde estaba él o qué le había sucedido? Si de veras ella poseyera el don de ver cosas con la mente… Pero no, sencillamente él no podía dar crédito a semejante disparate. Lo que ocurría era que Elizabeth era extraordinariamente intuitiva, como su madre cuando él era pequeño, pues siempre adivinaba cuándo sus hijos habían cometido alguna travesura. Además, Rosamunde estaba familiarizada con los senderos que conducían a las ruinas…

Pero tendría que pensar sobre todo eso más tarde, cuando se sintiese un poco mejor y su cabeza no amenazara con desprenderse de sus hombros. En todo caso, de una cosa estaba seguro: Elizabeth le había salvado la vida, indudablemente. Sólo Dios sabía cuánto tiempo habría pasado tirado en el suelo, desangrándose, si ella no hubiera aparecido por allí. No sólo lo había encontrado, sino que le había curado la herida.

– Estoy en deuda contigo y mereces todo mi agradecimiento, Elizabeth.

Ella frunció el entrecejo y sus ojos centellearon con lo que parecía enfado.

– No hay de qué. Pero si hubieras escuchado mi advertencia de que no montaras a caballo por la noche, esto no habría ocurrido.

Él se quedó callado. Cielo santo, era verdad: ella se lo había advertido…, le había advertido del peligro. «Maldita sea, contrólate, hombre -se dijo-. No es más que una coincidencia. Siempre existe el riesgo de hacerse daño cuando uno monta a caballo en la oscuridad.»

– ¿Cómo se te ocurrió salir a cabalgar de noche? -preguntó ella.

Austin estuvo dudando si debía contarle la verdad, y decidió hacerlo para evaluar su reacción. Observándola atentamente, le dijo:

– Contraté a un alguacil de Bow Street para que investigase a un francés que vi con William poco antes de su muerte. El alguacil había descubierto algo y supuestamente iba a encontrarse conmigo en estas ruinas.

– ¿Supuestamente?

– No se presentó. Supongo que se retrasó debido a la tormenta, pero estoy seguro de que se pondrá en contacto conmigo lo antes posible.

Con toda probabilidad, si ella sabía algo de Gaspard o de su relación con William, se pondría nerviosa, se sentiría culpable o se mostraría recelosa. Seguramente no se mostraría enfadada.

– Por todos los santos -le espetó ella con ira-. ¿Podrías explicarme por qué era necesario que fueses a encontrarte con ese hombre en el exterior? ¿A caballo? ¿Durante una tormenta? ¿Es que nunca has oído hablar de un salón? -Agitó las manos en un gesto de resignación-. Da igual. No te molestes en explicármelo. Es una suerte que tengas una cabeza tan dura. De lo contrario, podrías haberte matado.

Maldición, tendría que enseñarle a esa mujer a tratarlo con un poco de respeto. Abrió la boca para cantarle las cuarenta, pero antes de que pudiese pronunciar una palabra, ella dijo:

– Al menos no te han pegado un tiro.

Él la miró fijamente.

– ¿Un tiro?

– Sí. En mi visión oí claramente un disparo, pero supongo que se trataba de un trueno… Y, sin embargo, percibí la cercanía de la muerte. La percibí con mucha intensidad. -Su expresión se tornó grave-. ¿Estás seguro de que fue un trueno lo que espantó a Myst? ¿No pudo ser un disparo?

Estaba a punto de contestar con un «no», pero algo en el semblante de Elizabeth le hizo detenerse a reflexionar sobre su pregunta.

– Todo sucedió muy deprisa. Recuerdo los rayos, truenos ensordecedores… y después que me caí. Me parece de lo más improbable que alguien haya salido a pegar tiros durante una tormenta.

– Sí, supongo que tienes razón. Obviamente me he equivocado.

– Obviamente. -Carraspeó-. Y no tengo la cabeza dura.

Ella arqueó una ceja en señal de incredulidad.

– Creo que el hecho de que estés aquí herido es prueba más que suficiente de que la tienes. Sin embargo, si prefieres que te llame testarudo, no tengo inconveniente en hacerlo.

– No lo prefiero. De hecho…

– Me niego a discutir con un hombre herido -le interrumpió ella con brusquedad-. ¿Tienes frío?

– ¿Frío?

– Sí. Es una palabra que usamos en América y que significa «ausencia de calor». Estás calado hasta los huesos, pero no tengo con qué taparte.

Austin tardó varios segundos en recordar que efectivamente estaba empapado. Miró a Elizabeth de arriba abajo y se dio cuenta de que ella también estaba mojada y tenía el vestido pegado a sus suaves curvas como si lo llevase pintado sobre la piel. Centró la mirada en sus redondos pechos y en sus pezones, visiblemente erectos. Lo recorrió una oleada ardiente.