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– No, no tengo frío.

De hecho, cada vez tenía más calor.

Contempló, fascinado, cómo el pecho de la joven subía y bajaba con cada respiración. Se obligó a levantar la vista, y lo que vio le dejó sin aliento. El tenue y parpadeante resplandor del farol iluminaba la gloriosa cabellera, cuyos rizos mojados se derramaban sobre los hombros y la espalda de Elizabeth como una cortina de satén, y las puntas rozaban el suelo de piedra donde estaba arrodillada. Al instante se la imaginó en su cama, sin otro atavío que ese increíble cabello y una sonrisa en su sensual boca.

Su sensual boca… Clavó los ojos en esos labios, y a pesar de sus numerosos dolores y del incesante martilleo en la cabeza, la lujuria y el deseo se apoderaron de él. Se le escapó un gemido de agonía.

– ¿Te duele mucho?

Apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza.

– No te lo imaginas.

Ella se alejó, y Austin la oyó moverse de un lado a otro. Aprovechó la oportunidad para intentar conseguir que se le pasara la erección. Se imaginó que Elizabeth era fea. Intentó desesperadamente persuadirse de que detestaba las lilas.

Pero nada de eso funcionó. Su miembro excitado palpitaba bajo el pantalón, haciéndolo gemir de nuevo.

– ¿Quieres beberte esto? -le dijo ella.

Austin abrió los ojos. Estaba sentada junto a él, tendiéndole una taza de madera.

– ¿Qué es eso?

– Sólo es una mezcla de hierbas, raíces yagua de lluvia. -Le levantó la cabeza suavemente para que pudiese beber-. Te aliviará el dolor. Intentar volver a la casa mientras no amaine la tormenta es demasiado peligroso. Mientras esperamos, debes descansar y recuperar las fuerzas.

Sólo había una cosa capaz de aliviarle el dolor y desde luego no estaba en esa taza, pero como la mirada de Elizabeth indicaba con toda claridad que no toleraría una negativa y él estaba demasiado cansado para discutir, bebió.

– Puaj -protestó con una mueca mientras ella le bajaba la cabeza con suavidad-. Es el brebaje más repulsivo que he probado jamás.

– No es para que lo paladees. Es para que te sientas mejor.

El sabor amargo del elixir le provocó un estremecimiento en todo el cuerpo.

– Es imposible que algo tan repugnante me haga sentir bien.

No obstante, incluso mientras pronunciaba estas palabras, una extraña languidez se adueñó de él, relajándole los músculos y mitigando su dolor.

Alzó la mirada hacia ella, encandilado por la calidez y la preocupación inconfundibles que reflejaban sus ojos. No recordaba haber visto una expresión tan tierna en otra mujer, salvo en Caroline y en su madre. Incapaz de resistir la tentación de tocarla, levantó la mano y pasó los dedos por entre sus rizos húmedos. Las hebras de color castaño rojizo le rozaron la piel como una caricia sedosa.

– Tienes un cabello precioso. -La cara de extrañeza de Elizabeth lo impulsó a añadir-: Seguro que mucha gente te lo habrá dicho ya.

– En realidad no. Me temo que la palabra «precioso» y mi nombre no suelen aparecer juntos en la misma oración.

– Precioso -repitió él-. Suave. -Enrolló un bucle en torno a su dedo, se lo acercó a la cara y aspiró su aroma-. Lilas.

A ella se le cortó el aliento, y él se preguntó cómo reaccionaría si le tocase algo más que el cabello. ¿Se le entrecortaría la respiración de esa manera si deslizase las manos por su cuerpo?

– Destilo mi propia agua de lilas -susurró Elizabeth, con los ojos muy abiertos, fijos en los suyos.

Él aspiró de nuevo, dejando que su fragancia le inundara los pulmones.

– En los jardines de Bradford Hall florecen muchas lilas. Te ruego que recojas las que desees con toda libertad para preparar esa agua.

– Gracias. Eres muy amable.

«No, no lo soy -pensó-. Un hombre amable no estaría calculando cuánto tardaría en despojarte de ese vestido mojado. Un hombre amable no te imaginaría desnuda, temblando de deseo por él.»

Cerró los párpados con fuerza para erradicar sus pensamientos lujuriosos. Un hombre amable se obligaría a levantarse y a acompañarla de regreso a la casa antes de que alguien reparase en su ausencia, en lugar de dejarse llevar por el deseo que ardía en su interior como una hoguera.

No, no era un hombre amable.

Tiró suavemente del rizo enrollado en su dedo.

– Ven aquí.

Elizabeth se aproximó a él.

– Acércate más.

Ella se arrimó un poco más, hasta que sus piernas, envueltas en la falda, se apretaron contra su costado.

– Más.

Un brillo de diversión asomó a los ojos de Elizabeth.

– Si me acerco más, Austin, te traspasaré.

Él enredó los dedos en su cabello y lentamente atrajo su cabeza hacia sí.

– La boca. Más cerca. Así.

La expresión divertida se esfumó del semblante de la joven, que inspiró bruscamente.

– Quieres besarme.

La mano de Austin se inmovilizó mientras él la miraba a los ojos…, unos ojos llenos de preocupación y anhelo. «Quiero hacer el amor contigo. Desesperadamente.»

– Sí, Elizabeth, quiero besarte.

– Debes descansar. Y no quiero hacerte daño.

– Entonces, ven aquí.

De nuevo la atrajo hacia sí hasta que sus labios se tocaron. El pulso se le aceleró y estuvo a punto de reírse de su propia e intensa reacción. Maldición, apenas la había tocado y el corazón ya le latía tres veces más deprisa que de costumbre. ¿Qué demonios le ocurriría si alguna vez llegaba a verla desnuda? «Le haría el amor muy despacio, durante horas, y luego le haría el amor otra vez. Y otra.»

– Austin -musitó ella.

Él sintió su aliento cálido en los labios y reprimió un gemido. Le hundió más los dedos en la espesa cabellera y apretó los labios con más fuerza contra los suyos.

Cuando su lengua intentó penetrar en la boca de Elizabeth, los labios de la joven se abrieron con un leve suspiro que lo llenó de un sutil sabor a fresas. Nunca había besado a una mujer que tuviese un sabor tan dulce, cuya piel resultase tan suave al tacto, que lo hiciese desear estar muy cerca de ella para no perderse ni uno solo de los tenues efluvios que despedía su piel.

Ella le posó las manos en los hombros y le tocó la lengua con la suya, encendiéndolo por dentro. Rodeándole firmemente el talle con el brazo que tenía libre, Austin la atrajo hacia sí hasta que la parte superior de su cuerpo descansó sobre él. Sus suaves senos se apretaron contra su pecho, abrasándole la piel a través de varias capas de ropa.

El beso se convirtió en una profusión inacabable de suspiros apasionados y gemidos de placer. «Sólo uno más… uno solo bastará… Quedaré satisfecho.»

Pero no era suficiente. Por más que la estrechaba entre sus brazos, la sentía y la saboreaba, no era suficiente. Sus manos se deslizaban incansables por su espalda, abriéndose camino entre su sedoso cabello, luego abarcándole la cintura y palpándole el redondo trasero, estrechándola contra él. Quería cambiar de posición y colocarse encima de ella, pero la languidez que se había apoderado de él aumentaba por momentos, y le dejaba sin fuerzas en los brazos, hasta que se sintió tan débil como un recién nacido.

Ella emitió un suave quejido y se apartó de él con delicadeza. Los párpados le pesaban a Austin y pugnó por mantenerlos abiertos, pero era una batalla perdida.

– Estoy tan cansado… -susurró.

– Descansa. Seguiré aquí cuando despiertes.

Austin intentó responder, pero ni siquiera pudo mover los labios. La inconsciencia lo cubrió como una sábana de terciopelo.

Elizabeth lo observó mientras él se abandonaba al sueño. Sabía que ese reposo le era necesario, pero ella tendría que vigilarlo y despertarlo periódicamente para asegurarse de que dormía normalmente y de que aquel sopor no significaba una pérdida de sentido debido a la herida. Escuchó el rítmico sonido de su profunda respiración y, al ponerle la mano en la frente, advirtió que tenía la piel seca y fresca, indicio de que su sueño era del todo natural.